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SAVONAROLA
El Hijo del Padre, hermanos, conocía bien la importancia de las apariencias. Y también los fariseos, que ocultaban su realidad para vivir dellas. Por eso Jesús les imprecó de esta guisa, según contara Mateo: “¡Ay de vosotros, hipócritas! ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y tragáis el camello!”.
El ser y el parecer no son la misma cosa, caros míos, aunque con demasiada frecuencia se confundan. En ocasiones la confusión no es casual, sino intencionada, y las más veces para mal, como fue el caso que recriminó el Cristo a los fariseos. Mas en otras circunstancias, el error es sólo cuestión de perspectiva o conocimiento.
Era el de aquel grupo de prisioneros cuya situación explicaba Sócrates a uno de sus discípulos. Aquellos infortunados habían sido encadenados desde su infancia detrás de un muro en la sima abisal de una caverna. Allí, un fuego iluminaba el otro lado de la pared, y los penados veían las sombras de los objetos manipulados por personas que pasaban detrás.
Los prisioneros creían que aquello que sus ojos veían era el mundo real, sin darse cuenta de que apenas eran meras sombras. Sin embargo, uno de ellos logró zafarse de los grilletes, comenzó a ascender hacia la luz y contempló la verdad a la cara, pero aquí comienza otra parte de la historia que no viene al caso compartir ahora.
Porque lo que hoy quiero participaros, amadísimos hermanos, es la impronta que cierta regidora ha dejado, por el momento, en las neuronas que aún quedan en el cerebro de este vuestro ajado y anciano fraile.
Vaya por delante que nunca he tratado directamente a María Isabel López. Sólo conozco lo que della dicen aquellos que la tratan y osan referir sus impresiones, por lo que mi conocimiento bien podría equivaler al de esotros infortunados encadenados en el fondo de la cueva.
Dictadora, intransigente, metomentodo y profusión de malas maneras son algunas de las atribuciones que sus socios de otros tiempos aplican a María Isabel. Sí, quienes contribuyeron a elevarla al altar de la Alcaldía. Y ella calla. No responde. Guarda silencio incluso ante los medios, extremo del todo incomprensible en democracia, un edificio de relaciones basado en el diálogo y la comunicación.
Mas la regidora de Turre parece guardar silencio incluso para desmentir las acusaciones de sus opositores. Tal parece que la Alcaldía no exista ni tan siquiera para quienes se dedican a informar.
¿Arrogancia? ¿presunción? ¿soberbia? Insisto, hermanos, como bien observara el sabio ateniense hace 2.400 años, todo podría ser una imagen proyectada sobre la pared de la sima en que pudiera hallarse este vetusto monje.
Porque, hermanos, no os hablo de cualquiera, sino de la mujer que ha gobernado Turre durante ocho años y medio, de los que cuatro los ha vivido como presidenta de la Corporación. Es tiempo suficiente para proporcionar tablas; tantas, como para construir un arca o, al menos, una galera.
Amén de la experiencia, cuenta a su alrededor con no pocos espejos en que mirarse y aprender sin salir de su propio partido. Podría tomar nota de lo mejor de su paisano Rodrigo Sánchez, que jamás niega una sonrisa ni un saludo. O de lo más adorado de Mari Toñi, Antonio Fernández, Ángel Collado, Domingo Ramos o María González, tímida, más siempre amable y atenta.
Todos saben encajar lo que la política les procura. Unas veces cosechan aplausos, otras críticas, empero, en todo momento reciben con naturalidad y, tal vez por eso se les juzga con mayor generosidad que de mostrar un perfil huraño y taciturno.
Mas, ¡qué queréis que os diga, mis más dilectos discípulos! Este fraile no augura nada bueno en la agresividad latente que percibe en la proyección de María Isabel. A mis años, no entiendo qué hace en política alguien sin cintura ni habilidad para hablar y llegar a acuerdos con quienes poseen otra manera de ver la vida. Me dicen que es alcaldesa por desacuerdo de otros, y no por méritos propios. Ni siquiera intentó buscar en la Corporación votos que no fueran los suyos.
No es la forma más provechosa de sembrar futuro en política a una edad en que apenas se empieza. Al contrario, así más bien procura el incesante cerrar de puertas, una tras otra, sin haber dejado huella alguna en su propio pueblo ni más allá de los confines de Sierra Cabrera.
Y, ahora, este viejo cura que tanto os estima, comienza a percibir las sombras de una moción de censura dibujadas en el muro de sus lamentaciones. Agitadas por las llamas del fuego que las alumbra, dos figuras se ciernen sobre la intratable silueta de María Isabel.
Empero, ya os digo, hermanos míos. Creed lo que debáis de este anciano que sólo alcanza a ver lo que alguien proyecta sobre la oscura pared de su celda. Todo lo que os he contado es la apariencia que la personalidad de María Isabel arroja. Y ya sabéis lo que advierten algunas películas de cine: “Todo parecido con la realidad es mera coincidencia. ¿O no?”. En tanto, vale.
El ser y el parecer no son la misma cosa, caros míos, aunque con demasiada frecuencia se confundan. En ocasiones la confusión no es casual, sino intencionada, y las más veces para mal, como fue el caso que recriminó el Cristo a los fariseos. Mas en otras circunstancias, el error es sólo cuestión de perspectiva o conocimiento.
Era el de aquel grupo de prisioneros cuya situación explicaba Sócrates a uno de sus discípulos. Aquellos infortunados habían sido encadenados desde su infancia detrás de un muro en la sima abisal de una caverna. Allí, un fuego iluminaba el otro lado de la pared, y los penados veían las sombras de los objetos manipulados por personas que pasaban detrás.
Los prisioneros creían que aquello que sus ojos veían era el mundo real, sin darse cuenta de que apenas eran meras sombras. Sin embargo, uno de ellos logró zafarse de los grilletes, comenzó a ascender hacia la luz y contempló la verdad a la cara, pero aquí comienza otra parte de la historia que no viene al caso compartir ahora.
Porque lo que hoy quiero participaros, amadísimos hermanos, es la impronta que cierta regidora ha dejado, por el momento, en las neuronas que aún quedan en el cerebro de este vuestro ajado y anciano fraile.
Vaya por delante que nunca he tratado directamente a María Isabel López. Sólo conozco lo que della dicen aquellos que la tratan y osan referir sus impresiones, por lo que mi conocimiento bien podría equivaler al de esotros infortunados encadenados en el fondo de la cueva.
Dictadora, intransigente, metomentodo y profusión de malas maneras son algunas de las atribuciones que sus socios de otros tiempos aplican a María Isabel. Sí, quienes contribuyeron a elevarla al altar de la Alcaldía. Y ella calla. No responde. Guarda silencio incluso ante los medios, extremo del todo incomprensible en democracia, un edificio de relaciones basado en el diálogo y la comunicación.
Mas la regidora de Turre parece guardar silencio incluso para desmentir las acusaciones de sus opositores. Tal parece que la Alcaldía no exista ni tan siquiera para quienes se dedican a informar.
¿Arrogancia? ¿presunción? ¿soberbia? Insisto, hermanos, como bien observara el sabio ateniense hace 2.400 años, todo podría ser una imagen proyectada sobre la pared de la sima en que pudiera hallarse este vetusto monje.
Porque, hermanos, no os hablo de cualquiera, sino de la mujer que ha gobernado Turre durante ocho años y medio, de los que cuatro los ha vivido como presidenta de la Corporación. Es tiempo suficiente para proporcionar tablas; tantas, como para construir un arca o, al menos, una galera.
Amén de la experiencia, cuenta a su alrededor con no pocos espejos en que mirarse y aprender sin salir de su propio partido. Podría tomar nota de lo mejor de su paisano Rodrigo Sánchez, que jamás niega una sonrisa ni un saludo. O de lo más adorado de Mari Toñi, Antonio Fernández, Ángel Collado, Domingo Ramos o María González, tímida, más siempre amable y atenta.
Todos saben encajar lo que la política les procura. Unas veces cosechan aplausos, otras críticas, empero, en todo momento reciben con naturalidad y, tal vez por eso se les juzga con mayor generosidad que de mostrar un perfil huraño y taciturno.
Mas, ¡qué queréis que os diga, mis más dilectos discípulos! Este fraile no augura nada bueno en la agresividad latente que percibe en la proyección de María Isabel. A mis años, no entiendo qué hace en política alguien sin cintura ni habilidad para hablar y llegar a acuerdos con quienes poseen otra manera de ver la vida. Me dicen que es alcaldesa por desacuerdo de otros, y no por méritos propios. Ni siquiera intentó buscar en la Corporación votos que no fueran los suyos.
No es la forma más provechosa de sembrar futuro en política a una edad en que apenas se empieza. Al contrario, así más bien procura el incesante cerrar de puertas, una tras otra, sin haber dejado huella alguna en su propio pueblo ni más allá de los confines de Sierra Cabrera.
Y, ahora, este viejo cura que tanto os estima, comienza a percibir las sombras de una moción de censura dibujadas en el muro de sus lamentaciones. Agitadas por las llamas del fuego que las alumbra, dos figuras se ciernen sobre la intratable silueta de María Isabel.
Empero, ya os digo, hermanos míos. Creed lo que debáis de este anciano que sólo alcanza a ver lo que alguien proyecta sobre la oscura pared de su celda. Todo lo que os he contado es la apariencia que la personalidad de María Isabel arroja. Y ya sabéis lo que advierten algunas películas de cine: “Todo parecido con la realidad es mera coincidencia. ¿O no?”. En tanto, vale.