El mayor espectáculo del mundo


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AMANDO DE MIGUEL

No me refiero al circo, según la frase hecha, que fuera una famosa película. La cosa posee más envergadura, aun siendo una metáfora. Mi observación es que la vida pública toda se nos convierte en un gigantesco espectáculo, una serie de ellos. Lo cual nos viene como anillo al dedo, pues los españoles, por natura o historia, somos dramatúrgicos o teatreros. Algunos extranjeros notan que los españoles no conversamos, sino que declamamos. Por eso, los mexicanos el “hablar” lo consideran “platicar”.

La entronización del deporte en nuestra sociedad no es tanto por desarrollar la salud, como por visualizar las competiciones entre los equipos y, sobre todo, las figuras de los participantes. Esas “estrellas” deportivas constituyen la admiración del vecindario; reciben sueldos y primas de fábula. Los programas de deporte en la radio o en la tele desplazan con soltura a todos los demás. Manda la audiencia.

Obsérvese el contenido de la sección de “cultura” de los diferentes medios. Casi todo se resuelve como ferias, exposiciones, homenajes, presentaciones; es decir, algo que se muestra para un público interesado, reunido para la ocasión. En definitiva, la “cultura” se acaba reduciendo a “artes escénicas”.

La política se contamina del mismo atractivo de lo espectacular. Resulta inevitable que las sesiones del Congreso de los Diputados, diseñado como un teatro clásico, adopten el ritual de una continua representación. En la jerga de la actividad política, las “acciones” cualesquiera se truecan en “actuaciones”. Son típicas las de los jueces, que destacan por su solemnidad en el escenario de los juzgados. La actividad principal de los políticos (como la de otras figuras públicas) es hacer “declaraciones”, esto es, monólogos ante los micrófonos. Luego, los comentarios periodísticos consisten en sacarles punta. Las tertulias políticas de la radio o de la tele más parecen pequeños juguetes cómicos con sus directores, protagonistas y partiquinos.

El espectáculo puede ser grandioso o divertido, pero queda claro que no es toda la realidad. Precisamente, en esa falsificación programada, reside su atractivo. El público disfruta, viéndose a sí mismo. Eso está más claro en las múltiples “manifestaciones” callejeras, que se organizan para protestar por cualquier cosa. Nótese el curioso parentesco léxico entre “huelga” y “juerga”.

Tradicionalmente, las reuniones de los altos dignatarios nacionales tenían lugar con gran discreción, incluso, de forma secreta. Recuérdese la idea del “Gabinete” inglés para el círculo íntimo de los ministros. Hoy, los encuentros entre los dirigentes políticos se han convertido en grandes espectáculos coram pópulo, vía televisión. En el plano internacional, se denominan “cumbres”, “foros”, “G-7”, “G-20”, etc. Tienen lugar en afamados resorts de alto turismo. El contenido de tales conciliábulos suele ser insignificante. Predomina la imagen tranquilizadora de los mandamases bien avenidos.

Un elemento común de cualquier forma de representación o espectáculo es el “disfraz” de los protagonistas; a veces, también de los espectadores. La culminación virtual de la ceremonia a escala planetaria es la confluencia de más de mil millones de individuos asomados a las pantallas de sus móviles. Por ahí, pasa el continuo flujo de representaciones de todas clases.

El adjetivo “espectacular” da cuenta de lo óptimo o superlativo de la situación, que, así, se describe. Equivale a “increíble” en el inglés coloquial. Se trasmite, así, el carácter admirable que acompaña a las distintas manifestaciones del show business, tan caras a nuestro mundo.

La iluminación de las Navidades se convierte en sí misma como espectáculo. Arranca con el rito del encendido y culmina con el tradicional de las campanadas de la Nochevieja. Las de la Puerta del Sol, de Madrid, no ha sido superado en nuestro país.

Es un misterio el efecto de psicología colectiva que se consigue al coincidir muchas personas juntas, sean actores o espectadores, con un mismo propósito. Ese es el motivo de las “manifestaciones” callejeras de todo tipo. Suelen estar organizadas con un aire dramático. Es imprescindible que la imagen se traslade a las pantallas de la televisión o de los vídeos.

La idea de una vida colectiva volcada a continuas formas de espectáculo no es, puramente, estética; tiene consecuencias. Por ejemplo, en el mundo político puede alentar la demagogia, el autoritarismo, la propaganda. Los contribuyentes aceptan sin rechistar planteamientos políticos simplicísimos. Por ejemplo, rige la falsa ecuación de que hay que subir los impuestos, hasta el punto de engrosar la deuda pública, con tal de sostener los servicios públicos. En definitiva, el espectáculo de la política no sale gratis.