La peligrosa guerra contra los paraísos fiscales

RAFAEL PALACIOS VELASCO

13·11·2014

Es un misterio por qué los llamados paraísos fiscales tienen tan mala prensa. Por supuesto, no extraña que los gobiernos más voraces los detesten y pretendan una armonización o convergencia tributaria global que impida la sanísima competencia de las administraciones más respetuosas con la propiedad privada, porque la competencia fiscal es uno de los más eficaces frenos al excesivo poder de los gobiernos.

Sin ir más lejos, el novísimo presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Junker, que ayer como presidente luxemburgués se esforzaba con discretísimo denuedo en reducir la factura fiscal de las empresas que tributaban por sus beneficios en aquel país, propone hoy una reforma fiscal europea que limite, por supuesto, por debajo, los tipos de gravamen de los impuestos de sociedades de los distintos estados, para acabar, según se dice, con la competencia fiscal ‘desleal’. En otras palabras, lo que se propone es eliminar la competencia fiscal entre países por la vía de garantizar en todos ellos las peores condiciones y las más gravosas cargas para los contribuyentes.

Con esos elegantes eufemismos de la integración, la armonización, la unificación o la convergencia fiscal lo que verdaderamente se pretende enmascarar es una excusa para recaudar más impuestos de nuestros bolsillos. Por eso, la verdadera deslealtad no está en la competencia fiscal que los gobernantes denuncian y pretenden evitar, sino precisamente en la pretensión de impedirla. La verdadera deslealtad está en la falaz argumentación que culpa a los regímenes fiscales más ventajosos de los males que aquejan a los países más intervencionistas. La verdadera deslealtad está en el gigantesco esfuerzo que los promotores de esta igualación desean hacer para imposibilitar que cualquier contribuyente pueda proteger su patrimonio. La verdadera deslealtad está en la defensa de los vigentes infiernos fiscales que hacen los políticos de todos los partidos bajo el paraguas del consenso socialdemócrata que inspira el pensamiento único. Pero ni ese consenso es tal, ni el pensamiento único es el único pensamiento.
La extendidísima e injusta crítica a los paraísos fiscales hunde sus raíces en un profundo desconocimiento de su auténtica naturaleza, que nace ya en la general aceptación de su incorrecta denominación, pues el término ‘paraíso fiscal’ proviene de una inexacta traducción de los llamados ‘tax haven’ en inglés. La traducción correcta no es ‘paraíso fiscal’ (como lo sería de ‘tax heaven’), sino ‘refugio fiscal’, que designa mejor la esencia de estas demarcaciones que ofrecen abrigo y amparo a los contribuyentes amenazados por regímenes fiscales insaciables.

Nada hay de malo en el deseo de cualquier ciudadano de salvaguardar el fruto de su trabajo, sus ahorros o su patrimonio de la fiscalidad confiscatoria de la mayoría de los estados. Sin embargo, una severa condena se extiende a modo de prejuicio (o sea, sin juicio) a cualquiera que sea titular de una cuenta o una inversión en cualquier territorio calificado como paraíso fiscal por algún burócrata de un infierno fiscal, con independencia de cuál sea la procedencia de los fondos ni la legitimidad de las transacciones mediante las cuales su propietario los haya allegado a aquel refugio, confundiendo de modo interesado la evasión fiscal con la búsqueda de las estrategias de ahorro e inversión cuyo tratamiento tributario sea el más favorable que la ley permita.
En cambio, la eficacia propagandística de los modernos publicanos legitimados por la doctrina keynesiana mancha con una sospecha difícilmente refutable todo lo que afecte a cualquier jurisdicción fiscalmente más benévola y a las instituciones que en ella se puedan asentar. Pero a la búsqueda de una fiscalidad menos gravosa, se encuentre donde se encuentre, no puede ponérsele reproche alguno, pues ni es ilegal ni es inmoral y, además, estimula una sana competencia entre estados para ofrecer regímenes tributarios más justos y gobiernos más reducidos, menos intrusivos y más respetuosos con la propiedad privada, es decir, para consentir sociedades más libres.

Por ello, de la existencia de paraísos fiscales no se benefician sólo los propietarios de activos localizados en aquellas jurisdicciones más confortables, sino también los contribuyentes de países con mayores presiones impositivas, al atenuar su extenuante propensión recaudatoria (y, por cierto, sin que ello haya de significar necesariamente una reducción de la recaudación, sino precisamente lo contrario, en virtud del efecto de Laffer). De ello no se deriva exclusivamente un beneficio directo para los contribuyentes individuales en su condición de tales, sino que también amortigua la carga fiscal soportada por las empresas, mejorando así la rentabilidad de las inversiones, que se ven estimuladas sin coste.

La mala prensa de los paraísos fiscales carece de fundamento. Su existencia no es la causa de ningún mal, sino precisamente el síntoma que delata la necesidad de huir del insaciable apetito de unos políticos que nos exprimen con pesadísimas cargas tributarias. Los paraísos fiscales no son otra cosa que el legítimo refugio donde cobijarse de regímenes fiscales asfixiantes. Su desaparición en nuestro planeta sólo nos obligaría a buscarlos más allá de la atmósfera.


Rafael Palacios Velasco es economista, y ha sido profesor del Departamento de Economía y Empresa de la Universidad de Almería