Hispanidad (2): Guerras de liberación y alianzas que cambiaron los mapas


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J. A. SÁEZ CALVO

Lo que cambió la historia del Nuevo Continente no fue solo la llegada de españoles, sino la decisión de muchos pueblos indígenas de quebrar hegemonías que los exprimían y de organizar, juntos, campañas largas con objetivos claros. La escena se entiende mejor cuando se abre la documentación archivada, las probanzas de servicios y los expedientes de mercedes. Aparecen dirigentes locales que convocan a sus gentes, milicias que piden mando reconocido, corporaciones municipales que reclaman privilegios por haber sostenido asedios, y testigos que recuerdan quién guio por tal cañada, quién puso los pontones o quién cortó la ruta de víveres del adversario. El núcleo español fue pequeño, pero actuó como catalizador entre estrategia militar, evangelización, cultura escrita y derecho. Ahí está el punto de partida, una coalición amplia y un equipo reducido capaz de convertir victorias de campo en un orden con normas, escuelas, universidades, ciudades y archivos.

El mapa previo al 12 de octubre ayuda a entender por qué tantos se sumaron. En el Anáhuac, la Triple Alianza de Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopan articulaba una recaudación que no era precisamente blanda. Había tributos en grano, textiles y cacao; también cargas personales, servicios obligatorios y guerras de captura que alimentaban rituales de sangre, no exentos de canibalismo. Totonacas, huejotzincas y otros poblados conocían bien el coste de esa maquinaria opresiva. Oaxaca vivía cambios de frontera al ritmo de señores que buscaban ensanchar dominios. En zonas mayas persistían contiendas locales que con facilidad prendían de continuo. En los Andes, el Tawantinsuyo había tejido una estructura impresionante de caminos, puentes y depósitos, al precio de una mit’a exigente (trabajo obligatorio) y de traslados forzosos de población que dejaron memorias de agravio. En ese mosaico la palabra “liberación” tiene sentido inmediato. Multitud de pueblos vieron, con los recién llegados, una ocasión para salir de órbitas tributarias y ajustar cuentas con estructuras de dominio depredadoras.

La alianza del altiplano central dio la pauta. El pacto de Cortés en 1519 con el señorío nahua de Tlaxcala comprometió hombres, víveres, carpinteros de ribera y barqueros para el cerco a Tenochtitlán. No fue solo un gesto de acompañamiento. Los aliados a la Corona abrieron calles de agua, alzaron puentes, tomaron embarcaciones enemigas y fueron entrando barrio a barrio, azotea tras azotea. Texcoco aportó inteligencia local y facciones enteras que se sumaron al asedio. El resultado llegó por organización, resistencia y relevos, con diques reparados, canaletas controladas, abastecimientos interrumpidos y golpes continuos sobre los flancos. En esa cadena la proporción importa. Por cada capitán castellano hubo decenas, a veces centenares, de guerreros y auxiliares indígenas que llevaron el peso del combate y de la intendencia. Y conviene decirlo sin rodeos, quienes dominaban antes no eran inocentes. Las guerras de captura, la pedagogía del terror y el sacrificio ritual explican, con mucha más fuerza que cualquier otro argumento, por qué tantas comunidades decidieron cambiar de bando.

Hacia el sur se repite un patrón semejante. El episodio de Pizarro con Atahualpa en Cajamarca partió el eje simbólico andino, pero la tenencia de ciudades, caminos y quebradas se sostuvo con miles de huancas, cañaris, chachapoyas y gentes de la sierra central que sabían cruzar ríos altos, tender puentes de cuerda, mantener asedios y cortar líneas de suministro. Cercos duros como el de Cuzco bajo Manco Inca demuestran que nada fue simple. La resistencia quebró cuando los aliados indígenas mantuvieron abierto el abastecimiento y sostuvieron a las guarniciones. Al mismo tiempo, cabildos y parcialidades (facciones o segmentos autónomos de comunidades indígenas o mestizas) contrarias a la restauración del antiguo régimen incaico, con figuras como Paullu Inca, actuaron con decisión desde el nuevo marco municipal creado en 1534.

El hilo que une estas escenas es siempre el mismo: la fuerza principal fue americana, apoyada por un mando hispano táctico que introdujo estrategia, acero, pólvora y caballo, y por una cadena de mando que empezó a escribir el nuevo orden.

Hay episodios menos citados que merecen ser mencionados. La Guerra del Mixtón (1540–1542) en Nueva Galicia mostró la potencia de una insurrección capaz de forzar la intervención del virrey Mendoza y el traslado de Guadalajara al valle de Atemajac; la respuesta combinó castigo con repoblaciones pactadas, culminadas en 1591 con las Capitulaciones para asentar familias tlaxcaltecas en la frontera y el control de rutas mineras del Camino de la Plata.

La Guerra Chichimeca arrancó con acciones de guerrilla en las calzadas, golpes de mano e incursiones rápidas contra convoyes de plata, reales de minas (asentamientos y distritos mineros bajo autoridad real), arrieros y fieles de la Corona a lo largo del Camino Real de Tierra Adentro (la gran ruta que unía la capital con las minas del norte, como Zacatecas, y el interior). Tras años de desgaste, la respuesta derivó hacia la paz por compra (intercambio de bienes y alimentos por cese de hostilidades), un arreglo pragmático con ferias periódicas (con protección oficial) y regalos regulados, panes de sal, herramientas y ganado, mediación misional y reconocimiento efectivo de jefaturas y pasos, con caminos seguros y puntos de intercambio que integraron a los grupos beligerantes en la economía regional.

En los Andes, la frontera del Arauco combinó combates muy duros con parlamentos periódicos en los que se fijaban líneas de linde, pasos autorizados, intercambio vigilado y rescate de cautivos. En la región guaraní, las milicias de los pueblos, organizadas por sus propios oficiales con apoyo español, contuvieron las incursiones de bandeirantes portugueses, colonos paulistas y lusoindígenas dedicados a la captura de esclavos, y protegieron a la población y a las comunicaciones en los momentos críticos.

En las llanuras del norte, las razias comanches golpeaban con caballería ligera a gran distancia sobre estancias (ranchos), puestos de camino y convoyes en Coahuila, Texas, Nueva Vizcaya y Nuevo México. Eran incursiones rápidas para hacerse con caballos y prisioneros, seguidas de retiradas hacia la comanchería, ese arco de praderas que dominaba el Llano Estacado y los corredores del Pecos y el Arkansas. La respuesta hispana alternó expediciones punitivas con una vía más eficaz y menos costosa con parlamentos y comercio vigilado. Tras la derrota del jefe comanche Cuerno Verde, el equilibrio cambió y, entre 1785 y 1786, se consolidó una paz general con protocolos de paso, devolución de cautivos, distribución de víveres y útiles, y ferias fronterizas bajo escolta. Los comanches pasaron a ser socios de facto frente a apaches lipanes y mescaleros, se autorizaron campamentos temporales cerca de presidios (establecimientos militares fortificados de la Corona) para comerciar sin sobresaltos y se marcaron corredores seguros entre Taos, Pecos y el Llano. Fue una paz laboriosa, sostenida por acuerdos escritos, mediación eclesiástica, obsequios controlados por la Hacienda real y una economía de compromiso que hizo más rentable el trato que la guerra. Esa misma lógica se aplicó en otros puntos linderos, como la paz formal con los lipanes en San Antonio en 1749, establecimientos de paz para apaches a partir de 1786 con raciones y asentamientos, acuerdos con Wichita y Caddo en el este de Texas y alianzas de provisión con los Quapaw en la Luisiana española, mientras que desde 1591 los acuerdos con Tlaxcala llevaron familias aliadas al norte para afianzar rutas y poblaciones estratégicas.

El reducido contingente español fue más que una tropa de choque, fue vector de cambio necesario. Capitanes y maestros de campo planificaron asedios, calcularon tácticas contra el enemigo y armaron bergantines en lagos interiores. Notarios y escribanos fijaron capitulaciones y mercedes. Juristas con experiencia peninsular adaptaron procedimientos y exigieron intérpretes en juicio, protección de ejidos y reglas de tributo. Frailes y clérigos tendieron puentes culturales, abrieron escuelas de primeras letras, enseñaron a leer y contar, redactaron catecismos en lengua del lugar y sirvieron de mediadores allí donde las tensiones podían romper cualquier acuerdo. Ese conjunto pequeño, operativo y versátil, dio forma a la coalición. Sin esa bisagra entre guerra, cultura y derecho, la victoria se disuelve. Con ella aparecen consistorios que funcionan, derechos que pueden alegarse y una memoria escrita que hoy permite reconstruir la escena con precisión.

La logística era necesaria. Sin intendencia no hay Imperio. Se repararon calzadas, se mantuvieron postas, se encadenó el correo. En la ribera se montaron astilleros de circunstancias que construyeron canoas y buques con madera local. La moneda ayudó. El real de a ocho circuló con confianza desde Veracruz hasta Cantón, lo que simplificó pagos al personal civil y militar, contratos de suministro y grandes compras.

Los situados (remesas fiscales que la Corona enviaba) procedentes de las zonas de producción financiaron plazas y fortificaciones del arco caribeño y del istmo, y también presidios tierra adentro. Por ejemplo, el situado de Nueva España sostenía la guarnición de San Agustín (Florida) y alimentaba la plaza y sistema defensivo de La Habana, nodos clave del Caribe. La inversión aumentó en las nuevas provincias. Se llevó a cabo en ciudades, hospitales, universidades, sueldos, arsenales y otras infraestructuras. Esta mecánica de civilizar y crear territorio, no solo bélica, explica por qué se pudo combatir sin colapsar la vida de las ciudades y por qué el correo siguió llegando a lugares remotos.

En paralelo, Nueva España sostuvo el archipiélago filipino con el real situado (subsidio anual de la Real Hacienda) remitido cada año a Manila, con el que se pagaban guarniciones y defensas, un flujo que se mantuvo hasta inicios del siglo XIX. La costura material fue el Galeón de Manila, que unió Acapulco y Manila entre 1565 y 1815 por la ruta de Urdaneta, llevando plata americana y trayendo sedas, porcelanas y especias asiáticas. La plata viajaba por tierra desde los distritos mineros hacia la costa del Pacífico por las grandes rutas virreinales que conectaban el interior con Acapulco. En el terreno militar, pueblos aliados de las islas, como los pampangos, sirvieron como tropas auxiliares en campañas y guarniciones del archipiélago. La evangelización merece un párrafo propio porque actuó como tecnología social. Se predicó en lengua del lugar, con catecismos bilingües o trilingües, y se abrieron cátedras y escuelas de primeras letras. De ahí salieron escribanos y alcaldes indígenas capaces de litigar y defenderse en audiencia. La documentación que conservan los archivos indianos está llena de causas ganadas contra alcaldes mayores o encomenderos. La evangelización, además, templó venganzas. No suprimió las violencias, pero canalizó resentimientos hacia la negociación y dejó hábitos de contabilidad, calendario y registro que facilitaron la vida administrativa. El resultado fue una sociedad más previsora, que sabía a quién reclamar y con qué papeles. Esta infraestructura del entendimiento, más que cualquier proclama, sostiene la convivencia.

El balance de estas páginas de la Historia es claro. Lo que duró no fue una ocupación sin más. Fue una expansión de pactos, rutas y normas que siguieron a políticas de fuerte inversión continuada. En lo material hubo caminos, postas, embarcaciones y ferias de tregua. En lo político hubo alianzas convertidas en privilegios reconocidos, cabildos como cauce y mecanismos de control de autoridades. En lo cultural hubo escuelas y catecismos en lengua local, gramáticas y surgieron pensadores y escritores. Todo ello está refrendado por actas, libros capitulares, provisiones, notariales, reales cédulas y sentencias. Se trata de pertenencia, de un espacio común que convirtió a enemigos de ayer en vecinos con obligaciones recíprocas.

Perdimos demasiadas veces la batalla del relato porque otros dominaron la imprenta y el circuito editorial. Hoy tenemos ventaja ya que los archivos están abiertos. Si contamos estas campañas desde la documentación, si recordamos que el motor fueron los pueblos americanos y que el foco español funcionó como bisagra entre fuerza, cultura y derecho, el mapa se ordena. El continente no cambió por un empujón ciego. Lo hizo porque muchos decidieron dejar de obedecer a potencias que los esquilmaban y encontraron en una Corona distante, pero normalizada, una estructura que podían usar a su favor. Esa mezcla de audacia local y arquitectura jurídica explica por qué el edificio aguanta siglos y por qué, incluso tras la ruptura del XIX, una parte no menor de la gramática y cultura común sigue viva. Así se entiende la Hispanidad, como obra y espacio compartido. (PARA UNA VISIÓN COMPLETA, NO DUDE EN LEER EL ARTÍCULO INICIAL PULSANDO AQUÍ)
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