La falsa percepción: Mentes programadas (I)


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J. A. SÁEZ CALVO

Desde el primer instante en que despertamos, desde el primer destello de conciencia, nuestra mente recibe estímulos elaborados para condicionar el modo en que interpretamos la realidad. Una melodía cautivadora, un eslogan publicitario o un mensaje político con apariencia inocua pueden implantarse en el cerebro de manera tan sutil que casi nunca percibimos la manipulación. Esta confluencia entre discursos ideológicos y técnicas de persuasión neuronal ha sido pulida durante décadas por expertos en neurociencia, psicología social y mercadotecnia. El resultado: un entramado de sugestiones sensoriales que desplaza la reflexión consciente, inaugurando un “piloto automático” colectivo.

La retórica propagandística moderna no nació ayer. A lo largo del siglo xx, pioneros de la persuasión aterrizaron sus hallazgos en prácticas tan influyentes que hoy, un siglo después, el neuromarketing político y comercial se ha refinado hasta niveles de precisión quirúrgica.

En los años veinte, Edward Bernays, sentó las bases de la propaganda moderna al usar teorías freudianas para incidir en deseos ocultos, convirtiendo la manipulación en disciplina reconocida. Diez años después, Joseph Goebbels aplicó con maestría la idea de que una mentira reiterada con insistencia suficiente se vuelve creíble, por descabellada que sea. A su lado, Leni Riefenstahl filmaba documentales con secuencias épicas que despertaban un fervor casi religioso. Mientras tanto, en la Unión Soviética, los grandes murales de Stalin, que erigía monumentos y convocaba desfiles multitudinarios para conferir a su régimen un halo mítico, y en China, Mao Zedong transformaba un pequeño compendio de citas en un talismán doctrinal que aún hoy inspira movilizaciones masivas.

Aquellas técnicas convergen ahora con la recopilación masiva de datos. Plataformas sociales procesan cada clic, cada tiempo de visualización y cada reacción facial ante un vídeo, y lo transforman en perfiles psicológicos extraordinariamente detallados. En 2018, Cambridge Analytica extrajo información de decenas de millones de usuarios para elaborar anuncios dirigidos a votantes proclives al miedo o al resentimiento durante las elecciones estadounidenses; tácticas similares, donde se añade la desinformación en ataques asimétricos de guerras grises, influyeron en el referéndum del Brexit y en campañas de todo el mundo.

Algoritmos venden espacios que explotan sesgos cognitivos universales. El efecto es una cámara de eco incluso pasional: el usuario solo recibe contenidos que reafirman su universo mental, reduciendo al silencio cualquier voz discrepante. Cuando buscamos información, no percibimos la lupa tras el resultado; creemos toparnos con un abanico espontáneo de perspectivas, y sin embargo el filtro ya ha seleccionado lo “relevante” para nosotros.

Los estudios de neuroimagen confirman el éxito de esta estrategia. En resonancias magnéticas, voluntarios expuestos a anuncios que apelan al miedo, por ejemplo, al peligro de enfermar o a la delincuencia, muestran una intensa activación en la amígdala, mientras las áreas encargadas de procesar argumentos lógicos apenas se iluminan. En paralelo, campañas entusiastas de recompensas sociales desencadenan liberación de dopamina, idéntica a la de pequeñas descargas eléctricas agradables, reforzando el deseo de compartir y repetir el estímulo. Se trata de una mecánica no muy distinta de la de las apuestas compulsivas: recompensas intermitentes que condicionan comportamientos. Se prueba lemas e imágenes diferentes según la edad o la ubicación de los receptores, evaluando primero la respuesta emocional en grupos de enfoque digitales antes de lanzar los spots.

La política profesional ha absorbido estas lecciones hasta convertir cada campaña electoral en un tráiler de gran presupuesto: planos cortos, música envolvente y frases rotundas que apelan a emociones básicas. El adversario deja de ser un rival ideológico para convertirse en un monstruo metafórico cuya sola mención despierta rechazo instintivo. Recordemos la campaña estadounidense en los ochenta, conocida como “Morning in America”, que vendía optimismo con imágenes idílicas y una voz cálida; o más reciente, los mensajes de “Make America Great Again”, diseñados para activar la añoranza y la inseguridad. En España, tampoco faltan ejemplos: anuncios que conectan la identidad regional con valores emocionales más que con propuestas concretas y los manidos cordones sanitarios.

En el mercado comercial, la adaptación es igual de sorprendente. Marcas de consumo estudian la dirección de nuestra mirada con sensores oculares para colocar su logo justo en el momento culminante de un vídeo. Un análisis de vídeos virales revela que el 87 por ciento incorpora elementos de sorpresa o humor en los primeros cinco segundos. Es la ventana de oportunidad virtuosa, pues la atención media de un usuario no supera ocho segundos antes de deslizar el siguiente contenido.

La aparente pluralidad informativa encierra en realidad un menú orquestado. Creemos elegir qué ver, pero lo hacemos movidos por filtros invisibles que seleccionan el contenido capaz de reafirmar nuestras convicciones. A mayor diversidad fingida, más uniforme resulta nuestro panorama mental. Esa paradoja crea la sensación de autonomía mientras estrecha el campo de la reflexión.

La principal amenaza de este entorno es su invisibilidad. Cuando accedemos a contenidos filtrados por algoritmos, pensamos que ejercemos elección; en realidad, consumimos un menú cuidadosamente seleccionado. A mayor oferta, mayor uniformidad de percepción. La ilusión de variedad disimula el control de la experiencia subjetiva.

No obstante, la emancipación mental es posible. Para recuperar el control de nuestra propia mente, el primer gesto consiste en cultivar la consciencia de receptor. Antes de desplazarnos por un texto o un vídeo, conviene preguntarse quién firma el comunicado, con qué intenciones y qué técnicas persuasivas emplea. Llevar un cuaderno mental de reacciones suele desvelar que recordamos la carga emocional y olvidamos los datos precisos, lo que evidencia la asimetría entre emoción e información.

El segundo paso implica diversificar las fuentes. Suscribirse sólo a perfiles que refuerzan nuestra visión del mundo alimenta la cámara de eco. Contrastar medios de tendencias opuestas e incluso consultar prensa internacional obliga al cerebro a activar filtros de contradicción, fortaleciendo la capacidad de análisis. Cuando varias narrativas compiten, la corteza prefrontal sale de su letargo.

La tercera estrategia es la cooperación social. Compartir impresiones y discrepancias funciona como vacuna colectiva contra la homogeneización pasional.

A su vez, el fenómeno de la saturación informativa contribuye a consolidar la pasividad. Frente a ese caos fomentado adrede —titulares contradictorios, crisis permanentes que agotan la atención—, muchos optan por la desidia o el escapismo. Sin embargo, comprender el entramado que sostiene esos brotes de urgencia y sensacionalismo permite desenmascarar el artificio. ¿Cuántas noticias repetitivas y dirigidas más vamos a digerir antes de preguntarnos quién mueve los hilos del espectáculo mediático?”

En suma, la fusión de técnicas centenarias de propaganda con las herramientas digitales más punteras ha erigido muros invisibles que aíslan al individuo de la diversidad argumental. Los métodos de sugestión diseñados para maximizar la adhesión y el “engagement” construyen percepciones prefabricadas en las que la emoción precede y, a menudo, suplanta la evidencia. No obstante, la autonomía de juicio sigue siendo un recurso al alcance de todos. Con hábitos de lectura atenta, apertura a múltiples perspectivas y colaboración comunitaria podemos derribar esos muros. Sólo recuperando el control de nuestra propia percepción seremos capaces de desafiar la respuesta automática y redescubrir una forma de entender la realidad fundada en hechos, no en ficciones repetidas hasta el agotamiento, que intentan condicionar cada elección.
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