Euro digital: anatomía de una contorsión institucional


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J. A. SÁEZ

En nombre del progreso, Europa ha legitimado toda clase de contorsiones: normativas, institucionales, culturales. Se invoca la urgencia para forzar la adaptación; se invoca la técnica para justificar la obediencia. España, dentro de esta coreografía supranacional, no dirige: asiente. Reformas vestidas de inevitabilidad se suceden sin que medie apenas deliberación pública, mientras se redefine, sin decirlo, el pacto entre el poder y el individuo.

La más reciente de estas mutaciones es el euro digital. Un instrumento del BCE para "modernizar" el sistema de pagos, que se nos presenta como la versión electrónica del billete. Nada se dice de su reverso: su trazabilidad absoluta, su programabilidad potencial, su capacidad de ser administrado desde fuera de la voluntad del usuario. Suena técnico, pero es profundamente político.

Cada euro digital será identificable y podrá ser limitado, condicionado o incluso caducado por diseño. Se trata de una moneda que ya no simboliza la libertad de decidir, sino la posibilidad de ser dirigido. La diferencia no es menor: es el paso del dinero como instrumento de acción, al dinero como vector de supervisión.

El discurso oficial insiste en la voluntariedad. Pero en el contexto actual, esa palabra ha perdido el peso que antes tenía. Las decisiones que ayer fueron opciones —digitalización, electrificación, fiscalidad ambiental— hoy operan como condiciones estructurales. Y el margen de elección del ciudadano se estrecha cada vez más, no por imposición directa, sino por agotamiento de alternativas. La libertad queda reducida a un carril reglado, cuyo desvío es cada vez más costoso.

Pensadores como Hayek advirtieron del peligro de la “fatal arrogancia” de quienes creen que pueden diseñar la sociedad desde el tablero. Y Popper, más prudente, prefería preguntar no quién gobierna, sino cómo se controla al que gobierna. Hoy esas preguntas apenas se formulan. El euro digital se impulsa sin debate abierto, sin contrapoderes claros, sin límites jurídicos definidos. Como tantas otras políticas recientes, se mueve con el impulso de lo irreversible.

En España, la obediencia técnica se ha convertido en norma. Nos dijeron que debíamos cerrar flotas pesqueras por sostenibilidad, y ahora importamos pescado, habiendo sido la primera potencia pesquera. También que había que reconvertir la agricultura y la industria, y nos impusieron cuotas y cerraron fábricas y siderurgias. Obviaron conceptos como soberanía energética, y hoy dependemos de redes ajenas y tecnologías foráneas. Se impone un futuro exclusivamente eléctrico, pero no se ofrecen infraestructuras ni precios asumibles. En todos estos procesos hay un patrón común: promesa de modernización sin evaluación del coste real.

El euro digital se inserta en esta lógica. Como advirtió Daniel Lacalle, su diseño actual es la antesala de una fiscalización total del comportamiento económico. Marc Vidal lo considera un "caballo de Troya" con vocación de control. Y desde la Plataforma Denaria se alerta de que más del 70 % de los ciudadanos sigue prefiriendo el efectivo, no por nostalgia, sino porque es el último reducto de autonomía no mediada. El dinero en efectivo no se actualiza, no se bloquea, no se rastrea. No necesita cobertura, ni batería, ni permiso.

Y, sin embargo, la crítica se recibe con displicencia. Se trivializa con un giro semántico o se desprecia como resistencia al cambio. Como si oponerse a la obediencia automatizada fuera un acto de inmadurez democrática. Pero lo que está en juego es sustancial: la capacidad de actuar sin que cada gesto sea registrado, analizado y eventualmente condicionado.

España es particularmente vulnerable. Aquí, la dependencia institucional de lo técnico ha vaciado de contenido el debate político. Los partidos replican comunicados, los parlamentos funcionan como cámaras de eco, y los medios acompañan sin disonancias. Hay más reglamento que criterio, más cumplimiento que convicción. Y una ciudadanía cada vez más fatigada delega sin resistencia, más por hartazgo que por adhesión.

No es que el euro digital sea malo por definición. Puede tener usos legítimos: pagos públicos seguros, transferencias instantáneas, inclusión financiera. Pero necesita límites claros. No puede sustituir al efectivo. No puede servir para condicionar hábitos. No puede ser programado para castigar determinados consumos o premiar conductas deseadas por el poder. Debe ser auditado, vigilado, controlado. Y, sobre todo, debatido.

Tocqueville, en su análisis de la democracia, ya preveía el riesgo de una tutela administrativa blanda que redujera al ciudadano a una figura infantilizada, agradecida por cada concesión. Una democracia sin tensión crítica, sin conflicto legítimo, sin fricción política, deviene en una estructura de gestión más que en un régimen de libertad.

Y lo que hoy se nos ofrece no es progreso, sino una versión de la comodidad vigilada. Una gobernanza donde el algoritmo sustituye al legislador, y la norma sustituye al criterio. Un entorno donde debatir molesta a los poderes, la excepción se penaliza, y la privacidad se convierte en sospecha.

El euro digital puede ser útil. Pero si no se le imponen límites, será el salto definitivo hacia un modelo en el que la moneda deja de ser un medio de intercambio entre iguales, para convertirse en un código de conducta. Donde el gasto se convierte en voto implícito, y cada transferencia una declaración de lealtad. Donde el silencio del ciudadano es entendido como aceptación, y la obediencia, como forma superior de participación.

En realidad, no se trata de elegir entre papel y pantalla. Se trata de salvaguardar el principio de que no todo puede ser trazado. De que hay un espacio, pequeño pero necesario, donde la persona actúa sin mediación. De que el dinero, como la palabra o el voto, es una expresión de libertad. Y que cuando se convierte en herramienta de diseño social, deja de ser neutral.

Perder el efectivo sin defenderlo sería una renuncia más; pero no una cualquiera. Sería entregar la última moneda sin pedir recibo.
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