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J. A. SÁEZ
La demolición de la central térmica de Carboneras, en Almería, simboliza un tipo de transformación energética que avanza sin mirar atrás, sin preguntarse si lo que se destruye puede aún sostener parte del futuro. El sureste peninsular asiste, una vez más, al desmontaje silencioso de su arquitectura energética. Aunque alimentada por carbón, no era una instalación obsoleta. A lo largo de sus 40 años de vida, había alcanzado un grado notable de eficiencia técnica y operativa: un rendimiento del 89,4 %, sistemas de filtrado y desulfuración, certificación ambiental ISO 14001, y un sistema de almacenamiento de 20 MW que le permitía acompasarse a la red. Fue, en sus cifras, una infraestructura singular y tomando un papel clave en la estabilidad del sistema eléctrico suroriental con 1,16 GW de potencia instalada, tanto como un reactor nuclear. Con 180.000 GWh generados y más de 269 empleos directos sostenidos durante años. Además, el municipio ingresaba más de tres millones de euros anuales en impuestos. Podría haber sido una de las centrales de carbón que Alemania ha reactivado tras el parón nuclear. Sin ser un modelo para imitar, conviene recordar que el país teutón aún opera con 38,5 GW de lignito y hulla, lo que representa el 27 % de su mix energético.
La chimenea desapareció en marzo de 2024. La caldera, en marzo de 2025. El relato oficial se limita a celebrarlo como un símbolo.
Carboneras ha sido volada. No desmantelada con fines de reutilización, ni reconvertida en centro técnico o museo industrial. Como si su memoria no contara, ni siquiera el origen del topónimo del municipio que la albergaba. En su lugar, lo que se proyecta no es ni comparable en rendimiento ni en arraigo. Para sustituir la generación eléctrica anual de la central (que serían 6.800 GWh) con energía solar fotovoltaica, se necesitarían aproximadamente 6.000 hectáreas de superficie útil, incluyendo espacios, caminos, subestaciones, en condiciones óptimas de radiación y eficiencia media, contando con la mitad de vida útil (20 años), y un empleo residual tras su construcción con apenas una docena de trabajadores para su mantenimiento.
El Ayuntamiento ya ha reconocido una caída del 20 % en sus ingresos, pasando de 15 a poco más de 10 millones de euros. Y el supuesto Convenio de Transición Justa aún no compensa ni el golpe fiscal ni la pérdida social y productiva.
La crítica no es al cierre del carbón en sí, sino a la improvisación con la que se ejecuta la transición. La central, pese a su origen fósil, era una infraestructura controlada, amortizada y vinculada a la comunidad. Lo que viene en su lugar es fragmentado, foráneo y desligado del territorio.
Sustituir su aporte energético con fotovoltaica no es imposible, pero sí desproporcionado. La energía solar es clave, sin duda, pero sin respaldo y sin planificación, se convierte en un espejismo técnico y territorial.
El apagón del 28 de abril de 2025, que dejó sin suministro a más de 60 millones de usuarios, fue la primera gran señal de alarma. Se trató de una caída de frecuencia provocada por la desconexión súbita de tres plantas solares. La ENTSO-E fue clara: la red no contaba con inercia, ni capacidad de cortocircuito, ni regulación primaria. Las instalaciones renovables, aunque limpias en origen, no ofrecen resistencia sin sistemas síncronos que estabilicen la red. No tenemos suficiente hidráulica. La térmica está desapareciendo. Y la nuclear sigue fuera del debate operativo. El sistema, tal como está, no se sostiene.
El discurso dominante repite que el cambio será limpio, silencioso, circular. Pero los módulos fotovoltaicos se fabrican fundiendo silicio a más de 1.400 °C, dopándolo con boro o fósforo, encapsulándolo con EVA no reciclable, y ensamblándolo con aluminio y vidrio templado. El transporte desde Asia completa la huella. Cada panel emite entre 60 y 90 g de CO₂/kWh. Y después de 20 o 25 años, buena parte termina como residuo. Para 2030 se estiman al menos 10 millones de toneladas de módulos desechados. Menos del 30 % se recicla eficazmente.
Las baterías, tan ensalzadas, tampoco ofrecen solución universal. En la mayoría de los casos, no superan los 10 años operativos. Requieren litio, cobalto y níquel, con costes ambientales y sociales evidentes. El reciclaje apenas compensa el coste de recuperación. Y las BESS aún no responden a las exigencias de un sistema interconectado de esta escala.
Mientras tanto, proliferan proyectos sobre vegas agrícolas, pinares y secanos productivos. Se arrancan olivos centenarios. Algunas promotoras han retirado sus solicitudes tras la presión vecinal, pero otras siguen adelante con expropiaciones. Y todo esto sin planificación energética integral, sin redimensionar subestaciones ni evaluar la densidad energética por hectárea. El territorio se vacía y se convierte en soporte logístico.
No se trata de oponerse al cambio, ni de defender el carbón. Se trata de exigir una transición con cabeza. Unas políticas que no se limiten a instalar placas (módulos fotovoltaicos), sino que mire al sistema completo, al empleo, al arraigo, al equilibrio. Una transición que respete y valore el territorio.
Carboneras no debía durar eternamente. Pero merecía una salida más digna. No la voladura sin memoria. El sur no puede ser solo un lugar de espejos. Es un territorio con historia, con conocimiento técnico, con capacidad para pensar y construir modelos más sensatos. Y con derecho a participar, no solo a recibir decisiones.
Si seguimos en esta lógica, no heredaremos una economía verde. Solo una extensión de metales expuesta al sol, de verde oscuro, desconectada del mundo que pisamos. Hay tiempo. Pero se agota. Las decisiones de hoy se están imprimiendo en silicio, cristal y aluminio. Y si no se revisan con criterio, las próximas generaciones no heredarán una transición justa, sino un puzle ineficiente de ruinas tecnológicas que nadie querrá desenterrar.
Existe otro camino, más sensato y sostenible para el porcentaje del mix renovable: aprovechar suelos ya degradados, priorizar cubiertas industriales y tejados urbanos, evaluar con rigor la densidad energética por hectárea, repartir los beneficios de forma equitativa en las comunidades donde se instalan los proyectos, y establecer obligaciones firmes de reciclaje y restauración paisajística. Todo ello requiere más que declaraciones: exige una combinación real de voluntad política, regulación eficaz y vigilancia activa, exenta, tanto de atajos como de excesos burocráticos y de concesiones sin análisis para no acabar en desiertos de chatarra.
La chimenea desapareció en marzo de 2024. La caldera, en marzo de 2025. El relato oficial se limita a celebrarlo como un símbolo.
Carboneras ha sido volada. No desmantelada con fines de reutilización, ni reconvertida en centro técnico o museo industrial. Como si su memoria no contara, ni siquiera el origen del topónimo del municipio que la albergaba. En su lugar, lo que se proyecta no es ni comparable en rendimiento ni en arraigo. Para sustituir la generación eléctrica anual de la central (que serían 6.800 GWh) con energía solar fotovoltaica, se necesitarían aproximadamente 6.000 hectáreas de superficie útil, incluyendo espacios, caminos, subestaciones, en condiciones óptimas de radiación y eficiencia media, contando con la mitad de vida útil (20 años), y un empleo residual tras su construcción con apenas una docena de trabajadores para su mantenimiento.
El Ayuntamiento ya ha reconocido una caída del 20 % en sus ingresos, pasando de 15 a poco más de 10 millones de euros. Y el supuesto Convenio de Transición Justa aún no compensa ni el golpe fiscal ni la pérdida social y productiva.
La crítica no es al cierre del carbón en sí, sino a la improvisación con la que se ejecuta la transición. La central, pese a su origen fósil, era una infraestructura controlada, amortizada y vinculada a la comunidad. Lo que viene en su lugar es fragmentado, foráneo y desligado del territorio.
Sustituir su aporte energético con fotovoltaica no es imposible, pero sí desproporcionado. La energía solar es clave, sin duda, pero sin respaldo y sin planificación, se convierte en un espejismo técnico y territorial.
El apagón del 28 de abril de 2025, que dejó sin suministro a más de 60 millones de usuarios, fue la primera gran señal de alarma. Se trató de una caída de frecuencia provocada por la desconexión súbita de tres plantas solares. La ENTSO-E fue clara: la red no contaba con inercia, ni capacidad de cortocircuito, ni regulación primaria. Las instalaciones renovables, aunque limpias en origen, no ofrecen resistencia sin sistemas síncronos que estabilicen la red. No tenemos suficiente hidráulica. La térmica está desapareciendo. Y la nuclear sigue fuera del debate operativo. El sistema, tal como está, no se sostiene.
El discurso dominante repite que el cambio será limpio, silencioso, circular. Pero los módulos fotovoltaicos se fabrican fundiendo silicio a más de 1.400 °C, dopándolo con boro o fósforo, encapsulándolo con EVA no reciclable, y ensamblándolo con aluminio y vidrio templado. El transporte desde Asia completa la huella. Cada panel emite entre 60 y 90 g de CO₂/kWh. Y después de 20 o 25 años, buena parte termina como residuo. Para 2030 se estiman al menos 10 millones de toneladas de módulos desechados. Menos del 30 % se recicla eficazmente.
Las baterías, tan ensalzadas, tampoco ofrecen solución universal. En la mayoría de los casos, no superan los 10 años operativos. Requieren litio, cobalto y níquel, con costes ambientales y sociales evidentes. El reciclaje apenas compensa el coste de recuperación. Y las BESS aún no responden a las exigencias de un sistema interconectado de esta escala.
Mientras tanto, proliferan proyectos sobre vegas agrícolas, pinares y secanos productivos. Se arrancan olivos centenarios. Algunas promotoras han retirado sus solicitudes tras la presión vecinal, pero otras siguen adelante con expropiaciones. Y todo esto sin planificación energética integral, sin redimensionar subestaciones ni evaluar la densidad energética por hectárea. El territorio se vacía y se convierte en soporte logístico.
No se trata de oponerse al cambio, ni de defender el carbón. Se trata de exigir una transición con cabeza. Unas políticas que no se limiten a instalar placas (módulos fotovoltaicos), sino que mire al sistema completo, al empleo, al arraigo, al equilibrio. Una transición que respete y valore el territorio.
Carboneras no debía durar eternamente. Pero merecía una salida más digna. No la voladura sin memoria. El sur no puede ser solo un lugar de espejos. Es un territorio con historia, con conocimiento técnico, con capacidad para pensar y construir modelos más sensatos. Y con derecho a participar, no solo a recibir decisiones.
Si seguimos en esta lógica, no heredaremos una economía verde. Solo una extensión de metales expuesta al sol, de verde oscuro, desconectada del mundo que pisamos. Hay tiempo. Pero se agota. Las decisiones de hoy se están imprimiendo en silicio, cristal y aluminio. Y si no se revisan con criterio, las próximas generaciones no heredarán una transición justa, sino un puzle ineficiente de ruinas tecnológicas que nadie querrá desenterrar.
Existe otro camino, más sensato y sostenible para el porcentaje del mix renovable: aprovechar suelos ya degradados, priorizar cubiertas industriales y tejados urbanos, evaluar con rigor la densidad energética por hectárea, repartir los beneficios de forma equitativa en las comunidades donde se instalan los proyectos, y establecer obligaciones firmes de reciclaje y restauración paisajística. Todo ello requiere más que declaraciones: exige una combinación real de voluntad política, regulación eficaz y vigilancia activa, exenta, tanto de atajos como de excesos burocráticos y de concesiones sin análisis para no acabar en desiertos de chatarra.