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J. A. SÁEZ CALVO
En un tiempo que exige fidelidades instantáneas y respuestas absolutas, reivindicar la mirada crítica no es debilidad, sino un acto de coraje. Así como Erasmo rescató la locura para pensar sobre la razón, toca ahora elogiar la incertidumbre para proteger la libertad.
“Dudar de todo o creerlo todo”, recordando al matemático filósofo Henri Poincaré, “son dos soluciones igualmente cómodas que nos eximen de reflexionar”. Y esa comodidad, hoy más que nunca, se ha convertido en refugio de muchos y coartada de casi todos.
Nos rodea un ruido constante. No el que envuelve a las ciudades, fruto del bullicio de la actividad, sino el que se filtra con mensajes vacíos a la ciudadanía. Suelen ser declaraciones con eco, palabras infladas que ocultan la ausencia de ideas. Deberíamos suponer que con el avance de las comunicaciones, la llamada era digital, obtendríamos verdad y evidencias. Se nos ha vendido progreso como una línea recta a seguir en un camino de certezas, con una ciencia neutral, instituciones fuertes y soluciones racionales. Se nos quiere presentar una política resolutiva, un mercado laboral y económico justo y una tecnología salvadora. Pero en algún momento, puede que, en más de uno, esa promesa se rompe. Y lo que se nos exterioriza no es una revisión honesta, sino la impostura: fingir que todo sigue en orden, que hay rumbo, que hay respuestas. Y entonces nos llega al pensamiento que, en realidad, lo que se esconde es el miedo a reconocer que no se sabe y el discurso y las normas se llenan de contradicciones.
Hoy lo incierto está por todas partes. Pero el discurso público lo tapa como si fuese una enfermedad. No se tolera ni el cuestionamiento ni el matiz. Se impone un modo binario de pensar, de actuar, de juzgar. Así el mensaje se reduce a: estás conmigo o contra mí, no hay espacio para el “no lo sé” o para la reflexión.
Y, sin embargo, necesitamos como nunca colocar las materias a tratar en un marco de reflexión y cordura, y sobre un ejercicio crítico. Se debe pensar sin alinearse, preguntar sin Agenda, discernir sin pertenecer. Como recordaban los clásicos, de Sócrates a Confucio, pasando por Ortega, el mayor error no es ignorar, sino no saber que se ignora. O bien, como defendía Julián Marías, toda decisión necesita pensamiento, y todo pensamiento exige mirar bien antes.
Miremos entonces. Las grandes decisiones colectivas parecen hoy guiadas por una lógica experimental o de reacción más que por una visión sostenida. Se cambian prioridades, se revisan principios, pero sin reflexión compartida, sin un marco común que oriente el rumbo. La gestión de las estructuras, como el modelo económico, la organización institucional o las políticas energéticas, se mueve en zigzag, mediante gestos, rectificaciones y discursos que no resisten el paso del tiempo. Las decisiones no parecen surgir de un estudio sosegado y atendiendo a su complejidad, sino de la necesidad constante de emitir señales, de dar una respuesta rápida aunque incoherente y de la voluntad de permanecer en el poder a toda costa.
En otras áreas ocurre lo mismo. Se apelan valores universales como solidaridad, sostenibilidad, igualdad, como si bastara con nombrarlos para resolver dilemas que son complejos y con efectos desiguales. Sin discusión seria, esas palabras acaban funcionando como etiquetas. Se pierde espacio para la profundización, para la pregunta incómoda, para la posibilidad de pensar escenarios intermedios. Quienes lo intentan son a menudo etiquetados como problemáticos, negacionistas o desviados, cuando en realidad están ejerciendo un derecho básico: pensar en voz alta.
Y cuando llegan las crisis sanitarias, climáticas, sociales, se repite el patrón. La prioridad institucional pasa por controlar el relato más que por explicar lo ocurrido. Se impone la imagen sobre la rendición de cuentas. La comunicación se convierte en un ejercicio de contención: se dice lo justo, se informa poco, y se sugiere que preguntar demasiado es desleal. Como si el ciudadano tuviera que conformarse con entender a medias y aceptar sin comprender.
Mientras tanto, el lenguaje público se vacía. Se repiten fórmulas que suenan bien pero no explican nada. Conceptos como “transición justa”, “cohesión territorial” o “digitalización inclusiva” se instalan sin aclarar qué comprometen, a quién afectan o cómo se aplican. Palabras que ocupan el lugar del análisis. Así, las políticas se presentan como inevitables, no como elecciones discutibles. El mensaje, entonces, sustituye a la realidad.
Este modo de gobernar tiene consecuencias. Genera una distancia entre ciudadanía y poder que no es fruto del desinterés, sino del agotamiento. Muchos observan sin alinearse, sin creer ya en relatos prefabricados, pudiendo caer tanto en el desapego como en el hastío. No gritan, pero perciben. No se suman, pero esperan con expectativa. Lo que genera inquietud no es el conflicto, sino la ausencia de sentido.
La confianza, fundamento de lo público, no puede construirse con fórmulas automáticas ni con repeticiones vacías. Exige transparencia, responsabilidad y capacidad de enmienda. Supone admitir que no todo está resuelto, que el error es parte de cualquier gestión seria, y que gobernar implica escuchar antes que confirmar. Comporta también entender que la autoridad se sostiene, no en la obstinación, sino en la coherencia.
Durante demasiado tiempo se está confundiendo liderazgo con resistencia a la crítica, y gestión con control del relato. Lo que hoy se necesita es lo contrario: experiencia frente a ocurrencia, juicio frente a consigna, conocimiento frente a un decorado. Necesitamos instituciones que no teman el matiz, que no escondan sus interrogantes, que comprendan que rectificar no es un síntoma de debilidad, sino de madurez democrática.
Lo decía Unamuno: “El progreso consiste en el cambio, pero no todo cambio es progreso”. Lo que hoy se presenta como evolución, muchas veces es solo un giro. Lo que se proclama como estrategia, suele ser reacción. Y lo que se vende como certeza, a menudo es solo apariencia.
Dudar, bien entendido, no es parálisis. Es un paso previo para actuar con inteligencia. Y, sobre todo, un acto de humildad. Porque para cambiar de idea, antes hay que haber tenido alguna. Para corregirse, hay que haberse mirado al espejo del resultado.
¿Y cómo fomentar eso? Con educación rigurosa, con preparación real, y con selección basada en el mérito. Con personas con criterio, no repetidores de eslóganes diseñados al hilo de la coyuntura. Con medios valientes, que no teman el tono ni el coste de lo supuestamente impopular. Y, sobre todo, con ciudadanos que no se dejen arrastrar por la necesidad de aplaudir o condenar en automático. Que pidan claridad, no atajos. Que exijan coherencia, sin reclamar milagros.
Es tiempo de abrir espacio a quienes cuestionan, a quienes preguntan sin doblez. A todos aquellos que no temen carecer de todas las respuestas, pero que no aceptan que se les mienta. Porque al otro lado debería haber instituciones que no se oculten, que respondan con razones, no con excusas ni con desvíos, y por supuesto, sin corrupción.
La verdad no necesita efectismo. Solo necesita ser dicha con claridad, compartida con honestidad y defendida sin ambigüedad.
Porque las afirmaciones absolutas que no se abren al pensamiento solo generan obediencia. Y la duda, cuando nace del juicio y no del miedo, es el primer paso hacia una ciudadanía libre y exigente. Nombrarla sin temor, en voz alta y con argumentos es, hoy más que nunca, un acto de coraje cívico.
“Dudar de todo o creerlo todo”, recordando al matemático filósofo Henri Poincaré, “son dos soluciones igualmente cómodas que nos eximen de reflexionar”. Y esa comodidad, hoy más que nunca, se ha convertido en refugio de muchos y coartada de casi todos.
Nos rodea un ruido constante. No el que envuelve a las ciudades, fruto del bullicio de la actividad, sino el que se filtra con mensajes vacíos a la ciudadanía. Suelen ser declaraciones con eco, palabras infladas que ocultan la ausencia de ideas. Deberíamos suponer que con el avance de las comunicaciones, la llamada era digital, obtendríamos verdad y evidencias. Se nos ha vendido progreso como una línea recta a seguir en un camino de certezas, con una ciencia neutral, instituciones fuertes y soluciones racionales. Se nos quiere presentar una política resolutiva, un mercado laboral y económico justo y una tecnología salvadora. Pero en algún momento, puede que, en más de uno, esa promesa se rompe. Y lo que se nos exterioriza no es una revisión honesta, sino la impostura: fingir que todo sigue en orden, que hay rumbo, que hay respuestas. Y entonces nos llega al pensamiento que, en realidad, lo que se esconde es el miedo a reconocer que no se sabe y el discurso y las normas se llenan de contradicciones.
Hoy lo incierto está por todas partes. Pero el discurso público lo tapa como si fuese una enfermedad. No se tolera ni el cuestionamiento ni el matiz. Se impone un modo binario de pensar, de actuar, de juzgar. Así el mensaje se reduce a: estás conmigo o contra mí, no hay espacio para el “no lo sé” o para la reflexión.
Y, sin embargo, necesitamos como nunca colocar las materias a tratar en un marco de reflexión y cordura, y sobre un ejercicio crítico. Se debe pensar sin alinearse, preguntar sin Agenda, discernir sin pertenecer. Como recordaban los clásicos, de Sócrates a Confucio, pasando por Ortega, el mayor error no es ignorar, sino no saber que se ignora. O bien, como defendía Julián Marías, toda decisión necesita pensamiento, y todo pensamiento exige mirar bien antes.
Miremos entonces. Las grandes decisiones colectivas parecen hoy guiadas por una lógica experimental o de reacción más que por una visión sostenida. Se cambian prioridades, se revisan principios, pero sin reflexión compartida, sin un marco común que oriente el rumbo. La gestión de las estructuras, como el modelo económico, la organización institucional o las políticas energéticas, se mueve en zigzag, mediante gestos, rectificaciones y discursos que no resisten el paso del tiempo. Las decisiones no parecen surgir de un estudio sosegado y atendiendo a su complejidad, sino de la necesidad constante de emitir señales, de dar una respuesta rápida aunque incoherente y de la voluntad de permanecer en el poder a toda costa.
En otras áreas ocurre lo mismo. Se apelan valores universales como solidaridad, sostenibilidad, igualdad, como si bastara con nombrarlos para resolver dilemas que son complejos y con efectos desiguales. Sin discusión seria, esas palabras acaban funcionando como etiquetas. Se pierde espacio para la profundización, para la pregunta incómoda, para la posibilidad de pensar escenarios intermedios. Quienes lo intentan son a menudo etiquetados como problemáticos, negacionistas o desviados, cuando en realidad están ejerciendo un derecho básico: pensar en voz alta.
Y cuando llegan las crisis sanitarias, climáticas, sociales, se repite el patrón. La prioridad institucional pasa por controlar el relato más que por explicar lo ocurrido. Se impone la imagen sobre la rendición de cuentas. La comunicación se convierte en un ejercicio de contención: se dice lo justo, se informa poco, y se sugiere que preguntar demasiado es desleal. Como si el ciudadano tuviera que conformarse con entender a medias y aceptar sin comprender.
Mientras tanto, el lenguaje público se vacía. Se repiten fórmulas que suenan bien pero no explican nada. Conceptos como “transición justa”, “cohesión territorial” o “digitalización inclusiva” se instalan sin aclarar qué comprometen, a quién afectan o cómo se aplican. Palabras que ocupan el lugar del análisis. Así, las políticas se presentan como inevitables, no como elecciones discutibles. El mensaje, entonces, sustituye a la realidad.
Este modo de gobernar tiene consecuencias. Genera una distancia entre ciudadanía y poder que no es fruto del desinterés, sino del agotamiento. Muchos observan sin alinearse, sin creer ya en relatos prefabricados, pudiendo caer tanto en el desapego como en el hastío. No gritan, pero perciben. No se suman, pero esperan con expectativa. Lo que genera inquietud no es el conflicto, sino la ausencia de sentido.
La confianza, fundamento de lo público, no puede construirse con fórmulas automáticas ni con repeticiones vacías. Exige transparencia, responsabilidad y capacidad de enmienda. Supone admitir que no todo está resuelto, que el error es parte de cualquier gestión seria, y que gobernar implica escuchar antes que confirmar. Comporta también entender que la autoridad se sostiene, no en la obstinación, sino en la coherencia.
Durante demasiado tiempo se está confundiendo liderazgo con resistencia a la crítica, y gestión con control del relato. Lo que hoy se necesita es lo contrario: experiencia frente a ocurrencia, juicio frente a consigna, conocimiento frente a un decorado. Necesitamos instituciones que no teman el matiz, que no escondan sus interrogantes, que comprendan que rectificar no es un síntoma de debilidad, sino de madurez democrática.
Lo decía Unamuno: “El progreso consiste en el cambio, pero no todo cambio es progreso”. Lo que hoy se presenta como evolución, muchas veces es solo un giro. Lo que se proclama como estrategia, suele ser reacción. Y lo que se vende como certeza, a menudo es solo apariencia.
Dudar, bien entendido, no es parálisis. Es un paso previo para actuar con inteligencia. Y, sobre todo, un acto de humildad. Porque para cambiar de idea, antes hay que haber tenido alguna. Para corregirse, hay que haberse mirado al espejo del resultado.
¿Y cómo fomentar eso? Con educación rigurosa, con preparación real, y con selección basada en el mérito. Con personas con criterio, no repetidores de eslóganes diseñados al hilo de la coyuntura. Con medios valientes, que no teman el tono ni el coste de lo supuestamente impopular. Y, sobre todo, con ciudadanos que no se dejen arrastrar por la necesidad de aplaudir o condenar en automático. Que pidan claridad, no atajos. Que exijan coherencia, sin reclamar milagros.
Es tiempo de abrir espacio a quienes cuestionan, a quienes preguntan sin doblez. A todos aquellos que no temen carecer de todas las respuestas, pero que no aceptan que se les mienta. Porque al otro lado debería haber instituciones que no se oculten, que respondan con razones, no con excusas ni con desvíos, y por supuesto, sin corrupción.
La verdad no necesita efectismo. Solo necesita ser dicha con claridad, compartida con honestidad y defendida sin ambigüedad.
Porque las afirmaciones absolutas que no se abren al pensamiento solo generan obediencia. Y la duda, cuando nace del juicio y no del miedo, es el primer paso hacia una ciudadanía libre y exigente. Nombrarla sin temor, en voz alta y con argumentos es, hoy más que nunca, un acto de coraje cívico.