De juristas y papas


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

No debe ser fácil esto de elegir candidatos a los que ofrecerles momios y prebendas.

Elegir al vicario de Cristo es, como demuestra la historia, casi tan complejo como elegir a los integrantes del Consejo General del Poder Judicial, que han ido jubilándose, e incluso muriéndose, inconfesos y mártires, pero nunca traidores, sin que se nos desvelase a los demás mortales la urgencia de cubrir sus esotéricas funciones. Urgencia que no debiera ser tanta como parecía, cuando tanto tiempo hemos estado sin ellos, sin que los echásemos demasiado de menos, salvo por el cotidiano y perseverante recordatorio de los medios de comunicación.

El 29 de noviembre de 1628 se inició el cónclave más largo que la Iglesia ha registrado y duró apenas 33 meses. Una ridiculez. Es, sin embargo, el origen de la palabra “cónclave” (con llave), puesto que el gobernador de Viterbo decidió encerrar con llave a la multitud de cardenales reunidos, harto de gentes que comían como limas, y a expensas del erario de la ciudad, muy caros bocados, “di cardinale”, sin manifestar prisa alguna en acabar sus premiosas deliberaciones.

Nos recuerda la Enciclopedia Católica que "los cardenales reunidos en Viterbo estaban divididos en dos campos: el francés y el italiano. Ninguno de los dos podía conseguir los dos tercios de la mayoría del voto ni quería ceder a los otros para elegir a un candidato al papado (…). Por fin se llegó a un compromiso por los redoblados esfuerzos de los reyes de Sicilia y Francia. El Sacro Colegio, que consistía entonces en 15 cardenales, designó a seis para ponerse de acuerdo y emitir un voto final”. Dificultosamente fue así elegido Teobaldo Visconti, archidiácono de Lieja, que -chismosamente prosigue la Enciclopedia Católica- “no era cardenal, ni siquiera sacerdote”, con el nombre de Gregorio X.

No dice, sin embargo, la Enciclopedia Católica, sino otros textos menos piadosos, que, finalmente, “se escogió al fin un nuevo Papa cuando las autoridades de Viterbo (donde se estaba celebrando el cónclave) quitaron como ultima ratio el tejado del palacio donde deliberaban los cardenales”.

Las cuestiones que se debatían para tan dificultosa elección no eran teológicas, sino bastante mundanas: Carlos de Anjou necesitaba el apoyo papal para que su sobrino Federico III de Francia fuese elegido Sacro Emperador, cosa que Gregorio X finalmente no propició. Finalizada la muy larga marcha de la designación de los renovados integrantes del Consejo General del Poder Judicial, cuya prolongación se atribuye misteriosamente en exclusiva al Partido Popular, surge un nuevo problema: los nuevos consejeros y consejeras del misterioso organismo, al que han entrado, con el jolgorio que procura el servicio público tras tan larga espera, y con el carnet en la boca, no ceden, nunca traidores, en servir con lealtad a los señores que a la postre los nombraron.

Dudo que quitarles el tejado, cerrarlos “cum clave” y a pan y agua, les haga recuperar una independencia de la que nunca disfrutaron. Hay otras fórmulas más sencillas y expeditas, como por ejemplo la insaculación, que, lejos de ser un tormento asirio, no es más que un sorteo secreto, que nos haría ilusionarnos con la esperanza de que estos ilustres juristas, ilustres cardenales y cardenalas, no persiguen con denuedo el nombramiento último de ningún emperador del Sacro Imperio.

Háganlo por favor.