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SAVONAROLA
“Y cuando el Maestro se marchó de aquel lugar, vino junto al mar de Galilea, subió
al monte y se sentó. Acudió a Él mucha gente que traía consigo cojos, ciegos,
lisiados, mudos y otros muchos enfermos. Los pusieron a sus pies y Él los curó”.
Así lo contó Mateo, amadísimos hermanos, y también Lucas. Y en viendo la multitud hablar a los mudos, restablecerse a los lisiados, andar a los cojos y ver a los ciegos, glorificaban todos a Dios.
No conocemos con certeza el número de curaciones que proporcionó el Señor con la sola imposición de sus manos, por no mencionar las que fueron obra de vírgenes y santos, como la recién referida en estas mismas páginas de la momia de san Diego de Alcalá reviviendo a todo un Príncipe de Asturias.
De Jesús, el Libro contiene hasta 32 sanaciones individuales, mas es preciso añadir otras colectivas, tal la referida ante el mar o la de diez leprosos que limpió en el camino de Samaria a Galilea. Y resucitar al hijo de la viuda de Naím, a la hija de Jairo o a su amado amigo Lázaro, ¿qué es sino también curar?
Empero estos milagros y tamaña eficacia en librar de sufrimiento a sus hermanos, no eran bien visto por todos. Mas aún, causaba indignación a escribas y maestros de la Torá, que atribuían las sanaciones propiciadas por el Hijo del Padre a una confabulación con Belcebú o cualesquiera otra entidad demoníaca. El Cristo siempre se defendió, y es fácil de entender que aliviar padecimiento a los semejantes nunca puede ser obra, sino tormento para el Maligno. Bien lo dijo: Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados.
¿Y los pacientes de hogaño? Dicen que paciencia es la virtud necesaria para dominar la ira. La muestran quienes saben sufrir y tolerar las contrariedades y adversidades con fortaleza y sin lamentos. Aunque si usamos el diccionario, las primeras acepciones que ofrece la Real Academia de la Lengua Española, refieren que paciencia es la capacidad para soportar con resignación desgracias u ofensas, y también tranquilidad para esperar. Tal vez por eso, caros míos, se denomina certeramente paciente a quien es o va a ser reconocido por el médico.
Y será por no contradecir al diccionario que uno de cada cuatro vecinos del norte de la provincia aguarde una cita médica en el Hospital de La Inmaculada. 43.925, que es tanto como decir Huércal Overa, Vera, Turre y Los Gallardos juntos. Si uno de vosotros, hermanos, sufre alguna afección pulmonar, respire todo lo profundo que pueda y ármese de resignación, que habrá de esperar ocho meses para que le escuche el doctor. ¿Ha de ser intervenido de alguna afección en salva sea la parte? Tranquilidad, que 200 días no es nada, como bien pudiera decir el tango.
¡Qué acertado estuvo quien eligió la palabra paciente para referirse al enfermo! Porque, en este caso, la paciencia no es virtud, sino castigo.
Y una condena añadida es escuchar a quienes debieran acabar con el infierno que, a la propia dolencia, suma la angustia de ponerse en manos, no del médico o cirujano, sino de un sistema sanitario que desde hace décadas parece funcionar al ralentí.
Sabedores de que culpar al otro del sufrimiento del prójimo es un buen abono para cosechar adeptos, los políticos han convertido la sanidad en campo de batalla, cuando debiera ser refugio para el afligido. Lo hizo el PP cuando gobernó el PSOE y ahora es el turno de los socialistas.
No deja de ser ruin, queridísimos hermanos, hacer del dolor una bandera, empero no lo es menos alargar el desconsuelo del enfermo, por más que algún día sean consolados o hereden la tierra.
A este viejo y cansado fraile se le ocurre que pudiera bastar el diezmo de lo que el Estado gasta en perseguir al ciudadano para acabar con el suplicio de quienes padecen cualquier dolencia y han de aguardar meses, que se tornan infinitos, a ser atendidos, no ya sanados.
Porque la alternativa, amadísimos discípulos, es esperar el regreso de Nuestro Señor, y eso ya no depende de los hombres, sino únicamente del Padre. Si bien, después de tantos años de experiencia, ¡quién sabe si no es más posible que Jesucristo retorne a la Tierra antes que el hombre sea más ágil y diligente en calmar las afecciones de sus prójimos! Empero, en tanto, vale.
Así lo contó Mateo, amadísimos hermanos, y también Lucas. Y en viendo la multitud hablar a los mudos, restablecerse a los lisiados, andar a los cojos y ver a los ciegos, glorificaban todos a Dios.
No conocemos con certeza el número de curaciones que proporcionó el Señor con la sola imposición de sus manos, por no mencionar las que fueron obra de vírgenes y santos, como la recién referida en estas mismas páginas de la momia de san Diego de Alcalá reviviendo a todo un Príncipe de Asturias.
De Jesús, el Libro contiene hasta 32 sanaciones individuales, mas es preciso añadir otras colectivas, tal la referida ante el mar o la de diez leprosos que limpió en el camino de Samaria a Galilea. Y resucitar al hijo de la viuda de Naím, a la hija de Jairo o a su amado amigo Lázaro, ¿qué es sino también curar?
Empero estos milagros y tamaña eficacia en librar de sufrimiento a sus hermanos, no eran bien visto por todos. Mas aún, causaba indignación a escribas y maestros de la Torá, que atribuían las sanaciones propiciadas por el Hijo del Padre a una confabulación con Belcebú o cualesquiera otra entidad demoníaca. El Cristo siempre se defendió, y es fácil de entender que aliviar padecimiento a los semejantes nunca puede ser obra, sino tormento para el Maligno. Bien lo dijo: Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados.
¿Y los pacientes de hogaño? Dicen que paciencia es la virtud necesaria para dominar la ira. La muestran quienes saben sufrir y tolerar las contrariedades y adversidades con fortaleza y sin lamentos. Aunque si usamos el diccionario, las primeras acepciones que ofrece la Real Academia de la Lengua Española, refieren que paciencia es la capacidad para soportar con resignación desgracias u ofensas, y también tranquilidad para esperar. Tal vez por eso, caros míos, se denomina certeramente paciente a quien es o va a ser reconocido por el médico.
Y será por no contradecir al diccionario que uno de cada cuatro vecinos del norte de la provincia aguarde una cita médica en el Hospital de La Inmaculada. 43.925, que es tanto como decir Huércal Overa, Vera, Turre y Los Gallardos juntos. Si uno de vosotros, hermanos, sufre alguna afección pulmonar, respire todo lo profundo que pueda y ármese de resignación, que habrá de esperar ocho meses para que le escuche el doctor. ¿Ha de ser intervenido de alguna afección en salva sea la parte? Tranquilidad, que 200 días no es nada, como bien pudiera decir el tango.
¡Qué acertado estuvo quien eligió la palabra paciente para referirse al enfermo! Porque, en este caso, la paciencia no es virtud, sino castigo.
Y una condena añadida es escuchar a quienes debieran acabar con el infierno que, a la propia dolencia, suma la angustia de ponerse en manos, no del médico o cirujano, sino de un sistema sanitario que desde hace décadas parece funcionar al ralentí.
Sabedores de que culpar al otro del sufrimiento del prójimo es un buen abono para cosechar adeptos, los políticos han convertido la sanidad en campo de batalla, cuando debiera ser refugio para el afligido. Lo hizo el PP cuando gobernó el PSOE y ahora es el turno de los socialistas.
No deja de ser ruin, queridísimos hermanos, hacer del dolor una bandera, empero no lo es menos alargar el desconsuelo del enfermo, por más que algún día sean consolados o hereden la tierra.
A este viejo y cansado fraile se le ocurre que pudiera bastar el diezmo de lo que el Estado gasta en perseguir al ciudadano para acabar con el suplicio de quienes padecen cualquier dolencia y han de aguardar meses, que se tornan infinitos, a ser atendidos, no ya sanados.
Porque la alternativa, amadísimos discípulos, es esperar el regreso de Nuestro Señor, y eso ya no depende de los hombres, sino únicamente del Padre. Si bien, después de tantos años de experiencia, ¡quién sabe si no es más posible que Jesucristo retorne a la Tierra antes que el hombre sea más ágil y diligente en calmar las afecciones de sus prójimos! Empero, en tanto, vale.