Algunos males del buenismo progresista


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AMANDO DE MIGUEL

Una de las manifestaciones más lamentables del progresismo vocal de nuestro tiempo es la interiorización de un difuso “buenismo”. Se difunde por los medios de comunicación y las intrincadas redes sociales con notoria fuerza. Se expresa, por ejemplo, en la censura de las palabras referidas a colectivos, que pueden sonar despreciativas o hirientes para una mentalidad escrupulosa. En los Estados Unidos, no se puede hablar de los “negros”. Hay que decir “afroamericanos”. La variante buenista no puede ser más estúpida y falsa. Hay que imaginar lo molesto que puede ser para muchos negros esa caprichosa sustitución. Por lo mismo, hay que evitar referirse a los “mafiosos, los indigentes, los pobres, los discapacitados, los inmigrantes ilegales, los terroristas”, etc.

En el caso español del conflicto vasco, yo prefiero hablar, sencillamente, de los “terroristas vascos”, y no de los “etarras” y menos de los “patriotas vascos”. Entiendo que han sido dañinos para la convivencia nacional. Lo de “etarras” es una especie de salvaconducto verbal, pues el sufijo ”arra”, en vascuence, indica pertenencia a una localidad.

Es inútil censurar los términos acuñados por la evolución natural de la lengua para designar colectivos que puedan sonar a algo como desprecio o exclusión.

Hay muchas denominaciones de colectivos humanos que pueden resultar denigratorias o, al contrario, enaltecedoras en la intención del emisor. Se pueden trasladar al interlocutor.. Esta es una somera lista: “moros, especuladores, judíos, guiris, islamistas, okupas, negros, blancos, pobres, ricos, yanquis, hispanos, gitanos”, etc. En nombre de la libertad de expresión, tales etiquetas pueden emplearse con uno u otro sentido, infamante o admirativo, con todos los grados intermedios.

No podemos llegar al ridículo de tener que prescindir de ciertas frases hechas, como “eso es un cuento chino” (fantasía), “hacerse el sueco” (indiferencia), ”beber como una cosaco” (emborracharse).

En el fondo, late esa nueva monstruosidad jurídica, que es el “delito de odio”. Significa volver a los tiempos de la Inquisición. Odiar no debe ser un delito, mientras no se traduzca en una conducta dañina o dolosa. No digamos si el pretendido odio consiste en emplear unas u otras palabras. Incluso, en las llamadas “malas palabras”, pueden llegar a ofender, más que nada cuando se sacan fuera de contexto. En todo caso, se trata de un aspecto de mala educación. Lo fundamental es mantener las buenas formas de relación humana sin llegar a la hipocresía o al escrúpulo del buenismo.

La cantinela de los plurales vetados desborda las presiones ideológicas. Simplemente, el enunciado de un colectivo fuerza a añadirle su necesario complemento. Así, “agricultores y ganaderos, mujeres y varones, científicos e investigadores, ciudadanos y ciudadanas, pensionistas y jubilados, fuerzas y cuerpos de seguridad, pequeñas y medianas empresas, expertos y analistas”, etc. Tales redundancias de la parla pública tratan de evitar la incómoda sensación de que, al nombrar a un único colectivo, sus integrantes puedan sentirse menospreciados. No acabo de explicarme ese temor, pero, aquí, no actúo como abogado, sino como notario.