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AMANDO DE MIGUEL
Camina con parsimonia y un cierto bamboleo sobre una interminable alfombra roja. A su paso, las altísimas puertas, pintadas de purpurina, se van abriendo por una mano invisible. La escena reviste un estudiado aire sacro. El rostro melancólico de nuestro hombre diríase tallado como una esfinge. En ocasiones aún más solemnes, el personaje se santigua. Podríamos creer que se trata del fantasma de Gregorio Rasputin, el místico valido del último zar de Rusia, Nicolás II. No; es su reencarnación, Vladimiro Putin, realmente, el nuevo zar.
Este sátrapa oriental nunca sonríe. No es para menos. Su doctrina maquiavélica es que a los enemigos hay que vencerlos y a los traidores hay que eliminarlos. No hace ascos al método ancestral del envenenamiento. Así, ha acabado con algunos antiguos camaradas de la oligarquía. Fue la que siguió a la privatización masiva de las empresas estatales, a la caída de la Unión Soviética. Por cierto, el que se hizo con más activos fue, precisamente, Putin. Hasta entonces, solo, era un diligente funcionario de la policía política soviética.
Si bien se mira, el nuevo régimen postsoviético ha sido una verdadera cleptocracia. No es que gobernaran los ricos, sino que los mandamases se han enriquecido a placer. Por eso tenían que ser pocos. A los rivales, exiliados en Londres, Putin les hizo servir té con polonio (un elemento radiactivo) o bien lanzó la especie de que se habían suicidado.
A pesar de su extrema crueldad, el despótico Putin ha conseguido una cierta aura de respetabilidad en las filas conservadoras de Occidente. Lo ha hecho al ensalzar la familia tradicional y vilipendiar el confuso pansexualismo degenerado que se impone en los países occidentales. Bien es verdad que el autócrata del Kremlin, tampoco, es que represente un modelo de vida familiar. Si se apoya, paladinamente, en el ornato de la religión ortodoxa de la madre Rusia, es por continuar con la tradición expansionista e irredentista de los zares (=césares). No otra cosa es la razzia de la desgraciada invasión de Ucrania. ¡Con qué gusto seguiría el tirano, ocupando Polonia y los Países Bálticos! Putin sueña con ser la metempsícosis de Gregorio Potemkin, el valido de Catalina la Grande, el que primero se hizo con Crimea.
Paradójicamente, Putin constituye el gran impedimento para que Rusia se instale en su lugar natural: Europa. Que es algo más que la Unión Europea. En el entretanto, los europeos todos ceden ante la apabullante dominación de China, el tertium quid de la inacabable “guerra fría” entre los Estados Unidos de América y Rusia. Pero, esa es otra historia.
Lo más probable es que Putin perezca, misteriosamente, como han ido cayendo otros potentados rusos, considerados por él como “traidores”. A saber, cuál sería el siguiente paso. ¿Podría suceder una especie de revolución democrática? La historia rusa no ha conocido ningún atisbo de libertad. “Total, ¿para qué?”, había dictaminado el otro Vladimiro, Lenin.
Este sátrapa oriental nunca sonríe. No es para menos. Su doctrina maquiavélica es que a los enemigos hay que vencerlos y a los traidores hay que eliminarlos. No hace ascos al método ancestral del envenenamiento. Así, ha acabado con algunos antiguos camaradas de la oligarquía. Fue la que siguió a la privatización masiva de las empresas estatales, a la caída de la Unión Soviética. Por cierto, el que se hizo con más activos fue, precisamente, Putin. Hasta entonces, solo, era un diligente funcionario de la policía política soviética.
Si bien se mira, el nuevo régimen postsoviético ha sido una verdadera cleptocracia. No es que gobernaran los ricos, sino que los mandamases se han enriquecido a placer. Por eso tenían que ser pocos. A los rivales, exiliados en Londres, Putin les hizo servir té con polonio (un elemento radiactivo) o bien lanzó la especie de que se habían suicidado.
A pesar de su extrema crueldad, el despótico Putin ha conseguido una cierta aura de respetabilidad en las filas conservadoras de Occidente. Lo ha hecho al ensalzar la familia tradicional y vilipendiar el confuso pansexualismo degenerado que se impone en los países occidentales. Bien es verdad que el autócrata del Kremlin, tampoco, es que represente un modelo de vida familiar. Si se apoya, paladinamente, en el ornato de la religión ortodoxa de la madre Rusia, es por continuar con la tradición expansionista e irredentista de los zares (=césares). No otra cosa es la razzia de la desgraciada invasión de Ucrania. ¡Con qué gusto seguiría el tirano, ocupando Polonia y los Países Bálticos! Putin sueña con ser la metempsícosis de Gregorio Potemkin, el valido de Catalina la Grande, el que primero se hizo con Crimea.
Paradójicamente, Putin constituye el gran impedimento para que Rusia se instale en su lugar natural: Europa. Que es algo más que la Unión Europea. En el entretanto, los europeos todos ceden ante la apabullante dominación de China, el tertium quid de la inacabable “guerra fría” entre los Estados Unidos de América y Rusia. Pero, esa es otra historia.
Lo más probable es que Putin perezca, misteriosamente, como han ido cayendo otros potentados rusos, considerados por él como “traidores”. A saber, cuál sería el siguiente paso. ¿Podría suceder una especie de revolución democrática? La historia rusa no ha conocido ningún atisbo de libertad. “Total, ¿para qué?”, había dictaminado el otro Vladimiro, Lenin.