La maravilla del habla


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AMANDO DE MIGUEL

Debo a mi amigo, Damián Galmés, la observación de que aprendemos la lengua del círculo familiar sin tener que estudiarla. Se fija tanto en nuestra mente, que se nos hace difícil pensar si no es con las palabras de ese idioma primordial. El mecanismo funciona, incluso, soñando.

Paradójico sino el de la lengua castellana, que es “común” (más que oficial) en muchos territorios, España y los países iberoamericanos, donde se hablan otras lenguas más antiguas. Por tanto, el castellano ha sido, para muchas gentes de esos territorios, una lengua aprendida. Es decir, una gran cantidad de españoles e hispanoamericanos hablan (o por lo menos, entienden) el castellano, aunque no sea su lengua familiar. Esto sucedía hace algunos siglos, y continúa vigente. Se comprende que el castellano haya tenido que ser una lengua clara, que “se escribe como se habla”, como suele decirse. Esto es, se aprende con facilidad y, difícilmente, se olvida. No tuvo más remedio que limitarse a la simplicidad de las cinco vocales del vascuence. Los otros romances peninsulares (especialmente, el portugués) han mantenido más signos vocálicos. Eso hace que un portugués aprenda con facilidad el castellano, y no al revés.

El más portentoso ejemplo de desarrollo de la inteligencia humana no es, solo, el habla, sino el dominio de la estructura del idioma familiar. Una criatura corriente puede asimilarla, básicamente, a los tres o cuatro años del nacimiento. Tal adquisición se deduce, incluso, porque, todavía, conjuga mal los verbos irregulares corrientes; por ejemplo, al decir “yo cabo” o “tú venes”, que, por otra parte, los corrige en seguida. Ese primer ejercicio inteligente de articular voces permite completar la facultad de pensar, imaginar, razonar, comunicarse, leer, escribir, dibujar. La mascota más lista nunca podrá desplegar esas operaciones.

Hay miles de lenguas en el mundo. Tal multiplicidad se debe a que se trata de un dispositivo para comunicarse, pero, también, para dificultar a los foráneos que intentan medrar en nuestra tribu léxica. La vitalidad de una lengua se mide, hoy, por el número de personas que la tienen como familiar y, sobre todo, por las que la aprenden. Se añade otro indicador complementario: la vitalidad se refuerza si nos hablantes habitan en distintos países. Sin duda, en la actualidad, el inglés es la lengua con mayor vitalidad en todo el mundo. Le sigue (aunque, a bastante distancia) el castellano o español. Una posición tan destacada de la lengua de Cervantes habría sido inexplicable con los datos que se tenían hace más de quinientos años. Constituye, por tanto, un verdadero milagro cultural. Desde luego, no ha sido la consecuencia de ningún imperio económico o político. Antes bien, la creciente extensión del castellano es porque sigue siendo lo que fue desde un principio: una “lengua de frontera”. Conste que “frontera” no es, aquí, “raya” (border en inglés), sino una especie de tierra de nadie (frontier en el inglés estadounidense). Se dice “tierra de nadie” en el sentido cultural, no, solo, espacial.

“Lengua de frontera” es la que convive con otras de modo permanente. Es el caso del castellano con los otros romances peninsulares, más el vascuence, y, durante los primeros siglos de vida, con el árabe y, limitadamente, el hebreo. Luego, en América, la coexistencia fue con miles de lenguas indígenas. Durante los primeros dieciocho siglos, el castellano fue la lengua de un pueblo que se ocupaba en conquistar a otros. Esta tarea de abrirse paso entre otras culturas ha ido conformando una estructura léxica muy porosa, abierta a todo tipo de importaciones. Simbólicamente, la versión manuscrita del texto del Quijote (la Biblia de los hispanohablantes) la imagina el autor en una primera versión arábiga.

Hasta la segunda mitad del siglo XX, se mantuvo la constancia de que la mayor parte de los hispanohablantes entendían y hablaban el castellano, pero, no sabían escribirlo. El hecho coexiste con una notoria presencia de escritores afamados, aunque, es evidente, también, la escasa contribución a la ciencia de la cultura en lengua castellana. La persistente proporción de analfabetos y el permanente contacto con otras lenguas explica que los castellanohablantes de todas las épocas hayan desarrollado una gran capacidad para entenderse por señas. La herencia de tal constancia se mantiene en la necesidad de gesticular que caracteriza a los castellanohablantes de distintas épocas y naciones.