JOSÉ MARÍA BELLIDO
03·10·2015

Este tipo de periodismo, cuando sus protagonistas no son tayikos ni están muertos, sino que pueden responder, suele ser polémico y controvertido. Los propios comentarios permitidos por la publicación están llenos de visiones divergentes, muchas de ellas llenas de faltas de ortografía e incluso de construcciones como “con la que está cayendo” —punto exacto en el que yo dejo de leer, porque sé que sólo continuarán consignas y memes o mantras calcados de alguna otra fuente igualmente idiota pero al menos más citable: por cierto, la usaba el escritor Sergi Bellver en una llamada a no sé qué cosa muy humana y muy rebelde que le censuraba en un artículo llamado simplemente Vamos a llevarnos bien—. Pero muchas de ellas atinaban en acusar al artístico —instagrámico— reportaje fotográfico de Javier Bauluz de ser un mero paseo de una tarde, en lugar de una investigación seria. Cuando, en realidad, parafraseando Las mil y una noches de Pasolini, la verdad no está en un solo pepino, sino en muchos pepinos, y desconocemos cuántos habrá probado Patricia Simón para dictaminar su sabor.
Investigar la verdad, pasar horas y horas consagrados al amor del conocimiento, pedir la sabiduría como Confucio o Salomón, debe considerarse una especie de enfermedad por parte de tantos de nuestros periodistas donosamente consagrados a la mundología y la universidad de la vida, y que, merced a prebostes y decanos corruptos, pacatos y mentecatos, acaban copando la Universidad de verdad. «No conozco el caso, pero» es el nuevo «no soy racista, pero» de estos sujetos que, así como quien dice lo segundo se está acreditando como un racista de capirote y campanillas, ellos están proclamando, educadamente, según su percepción de la vida —un poco menos educado si la locución va precedida de «vamos a ver»—, «no tengo ni puta idea, pero siéntate, que yo te lo explico».
Pues bien, recuerdo que una de estas periodistas humanas, que acababa de volver de ver niños reventados en Afganistán, o Siria, o Iraq, o qué sé yo, estaba presentando una novela basada en este tipo de excursiones sentimentales y charlillas con desesperados, pero, para que no se notara demasiado que intentaba convertir aquel espeso líquido rojo infantil, retratado en proporciones variables, en pura y simple liquidez, lo cubrió de una nueva capa o disfraz, o, para hablar en necio, un nuevo topping del muffin de su desvergüenza. «Si queréis entender la yihad, comprad este libro». Yo le hice ver educadamente que difícilmente podrá explicar el yihad alguien que, por ese y otros detalles, evidencia palmariamente no saber árabe, a pesar de haberse paseado por la Umma como una maleta, y que no sabe, por ejemplo, que yihad es masculino, como todas las palabras terminadas en consonante, salvo los nombres de parentesco femenino, partes dobles del cuerpo, vientos y fuegos. Sus respuestas, cada vez más enconadas, hicieron sólo referencia a su condición de experta, a los años empleados en pasearse por naciones que no la necesitaban —consumiendo sus recursos y obligando a diversas fuerzas de seguridad a protegerla— y otros argumentos de autoridad y baculinos, con gran aplauso de sus amistades y seguidores.
Debiendo hablar en español de moda oriental para otro medio, y siendo de otra pasta que los periodistas humanos, he dado en perder dos días examinando si debería escribir «el burqa» o «la burqa», a pesar de tener la seguridad de lo primero, ya que la palabra ni es árabe ni termina en ta' marbuta. Sobre si escribirlo con q o con k, es menos dudoso. La Real Academia Española, que tan a gala tenía usar el sistema de la revista Al-Ándalus, lo niega tres veces al pedir que se escriba «Irak», con lo que el lector pierde el conocimiento de cómo suena y se escribe en árabe. Para eso, tanto daba escribir «Irac», «burca». Pero entiendo que mola mucho más escribir «zinc», «zenit», «uzbeko», que «cinc», «cenit» o «uzbeco», así que respeto tanto la forma transliterada, como la medio exótica y la regularizada.
No me parece bien, empero —después de consultar a Dozy y Fanjul para retener la idea de que, en efecto, la palabra debe ser masculina, aunque, entre las muchas culpas de los malditos talibanes, no falta entre ellas el habernos dado terribles quebraderos de cabeza a los arabistas con sus palabras de raíces y formas iranias— regularizar el género de burqa porque termine en a, como parecen haber hecho los franceses e incluso los alemanes, ya que nosotros hemos dejado de decir, como se decía en el Siglo de Oro, la tema, la guardia, la fantasma o la cisma, como aquella de Inglaterra de la que escribió Calderón.
E Inglaterra me lleva de nuevo a Almería, porque, lejos del periodismo de casos humanos, y dando en pensar la raíz profunda de las cosas, quería jugar con esos memes y panfletos racistas que quieren hacer de Grecia una superpotencia mientras los futuros alemanes vivían en ciénagas, y qué mejor que comparar a Gádor con Londres.
Me gustaría poder decir que, en el IV milenio —a.C., no el de Íker Jiménez— mientras en Londres se celebraban sacrificios humanos, Gádor era un foco irradiador de cultura para toda Europa, y que, en 1910, mientras Londres estaba en el apogeo de su imperio, en Gádor se celebraban sacrificios humanos. Sin embargo, muy poco sabemos de los londinenses contemporáneos a la cultura de Los Millares, ya que de esa época sólo quedan unas estructuras de madera por Vauxhall, y, además, aún ahora, en el siglo XXI, se celebran sacrificios humanos, como ha demostrado el caso Adam (2001) —el hallazgo en el Támesis de un niño nigeriano descuartizado en un crimen ritual—, al tiempo que proliferan burkas y otros elementos de cultos exóticos.
Con todo, aun sin comparación, la pregunta, lo importante, es «por qué». Como me queda ya poco espacio de artículo, voy a usar las técnicas del periodismo humano, y voy a aventurar que la decadencia, ruina y abandono de Los Millares y la previsible decadencia de Londres no se deben tanto a influencias extranjeras, cambios en la estructura socio-económica o el tan traído y llevado clima —ídolo y obsesión de los historiadores del presente, que seguramente serán ridiculizados por los historiadores del futuro, sin que eso deje de compadecerse con las altas posibilidades de que no haya historiadores del futuro porque vayamos a morir todos por culpa del clima—, sino a la proliferación de variantes prehistóricas del periodismo humano que hicieron prevalecer unos pocos sentimientos, pálpitos y espejismos por encima de la razón y la realidad, que no en otra cosa se basaron tanto los perpetradores del crimen de Gádor al cometer el infanticidio como sus supersticiosos convecinos al pretender la efectividad de una ordalía contra ellos.