Tribulaciones en torno a la cesta de la compra


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AMANDO DE MIGUEL

La “cesta de la compra” es una hermosa metáfora, que un día fue realidad. Parto de un hito histórico, el año 1947. Casi todos los embajadores han abandonado las sedes diplomáticas en Madrid. España no entra en las Naciones Unidas. Se organiza una gran manifestación oficial de protesta, al grito de “Ellos tienen ONU, nosotros tenemos dos”. El régimen monta un referéndum, naturalmente, amañado. Lo interesante no es eso, sino la situación socioeconómica. Fue “el año del hambre” (todavía no se decía “hambruna”), algo literal. Se produjo una pertinaz sequía. La productividad llegó a su mínima expresión. Más de la mitad de la población ocupada se dedicaba a producir alimentos, y estos escaseaban, incluso el pan. Hubo que importar trigo de la Argentina. El Gobierno había instituido el “racionamiento” (hoy, diríamos que topaba los precios de algunos productos más necesarios). El resultado fue una escasez angustiosa y el consiguiente mercado negro (“estraperlo”).

Recurriré a algunos recuerdos personales para ilustrar la situación descrita. Mi madre dedicaba la mitad de la jornada a procurar alimentos y productos de higiene. Ni siquiera había jabón. Lo fabricábamos en casa a base de sebo y de sosa cáustica (de estraperlo). Mi madre se levantaba al amanecer para proveerse de bocarte en el puerto de San Sebastián, por unos pocos céntimos, a la llegada de los barcos pesqueros. Luego, recorría los puestos del mercado para llenar la cesta con los productos frescos con los productos que traían las casheras. Había que deambular por tiendas y economatos, con las consiguientes colas, hasta completar las existencias. Naturalmente, no existían los frigoríficos; las “fresqueras” hacían sus veces. La leche había que adquirirla fresca cada día. Algunas veces se “cortaba”; entonces, mi madre hacía requesones. También compraba fruta “tocada” para hacer compota. Por si fuera poco, algunos días, mi madre bajaba a la playa de la Concha para recoger maderas viejas que traía la marea. Era el combustible para la cocina. Mientras, mi padre trabajaba 14 horas diarias en dos empleos.

Valga un recuerdo concreto. Tenía yo diez años. Mi madre me envió a un misterioso portal a comprar una botella de aceite. La llevaba envuelta en un periódico. Existía el temor de que los guardias abortaran la operación. Por eso, se empleaba a los niños como “correos”. Se rumoreaba que Franco había hecho fusilar a algunos estraperlistas. Por suerte, la operación de la botella de marras fue un éxito. Pagué por ella las 75 pesetas acordadas. (El sueldo mensual de mi padre no debía de pasar de las 400 pesetas).

En los años 50, la situación fue mejorando, gracias, sobre todo a la parva ayuda estadounidense y, sobre todo, a la inmensa acumulación de esfuerzo de los españoles. El “pluriempleo” era lo normal. Llegaron los primeros frigoríficos; primero, los de hielo. A mí me tocaba subir del bar unas pesadísimas barras de hielo. El salto definitivo fue el de los años 60. Se acabó la “pertinaz sequía” y empezó a llover, sistemáticamente, y a llenarse los embalses (“pantanos”). Aparecieron los primeros “supermercados”. Se acabó el racionamiento. Solo, un tercio de la población ocupada se tenía que dedicar al sector agrario. Se empezaba a exportar alimentos y a alimentar a millones de turistas extranjeros.

La situación de los últimos años es bien conocida. Solo, un 5% de la población ocupada se instala en el sector agrario. Es decir, ha aumentado, prodigiosamente, la productividad. Empieza una situación nueva. La pandemia nos ha abierto la posibilidad de encargar la cesta de la compra onlain. Está a punto de llegar el momento en que desaparecerán los súper, sustituidos por enormes almacenes informatizados en las afueras de las ciudades. Llenar la cesta de la compra, solo, emplea unos minutos a la semana. Las mercancías se distribuyen a domicilio.

A pesar de todo, la sorpresa es que se ha producido un nuevo estrangulamiento, debido a la subida imparable de los precios. Desde luego, es superior al 10% anual, que se establece, oficialmente. Por primera vez en decenios, disminuye la productividad. El Gobierno intenta a la desesperada “topar” los precios de los alimentos y de la energía, desconociendo el peligro del mercado negro y de las escaseces. Muchos hogares, ya, no pueden llenar, simbólicamente, la cesta de la compra.

El asunto, ahora, desborda la situación española; afecta a toda Europa. La cual es, solo, un apéndice, una península occidental del enorme continente asiático. En Europa, escasean las materias primas y las fuentes de energía. Todo hay que importarlo de otros territorios lejanos. Nos hemos reducido a ser una especie de “parque temático” para los viajeros ricos y curiosos del resto del mundo. Es el equivalente de lo que significó Grecia en los tiempos del Imperio Romano.

Total, que se renueva la situación de tener que llenar la cesta de la compra de los españoles, ahora, con bolsas y otros envases de plástico. El problema más grave es que, ya, no existe la antigua mentalidad de la ética del esfuerzo de nuestros padres. Es la hora de la decadencia europea. El centro de la actividad económica mundial se traslada a las misteriosas tierras de donde vinieron un día los Reyes Magos.