De perros y gatos


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

“Primero vinieron por los perros, pero como yo era gato no me preocupé.
Ahora vienen por mí”.

Como muy bien dice la ministra de Justicia, en las líneas de metro que ella frecuenta cada día, la gente no para de hablar de la composición del Consejo General del Poder Judicial. Desde la mítica división de los españoles entre los partidarios de Juan Belmonte y de Joselito “El Gallo”, pocas cosas han enardecido más a la opinión pública.

Parece que afortunadamente las aguas vuelven a su cauce y los dos grandes partidos están ya apartando a los jueces de sus respectivos hierros, para que lidien, o sean lidiados, en las grandes plazas, vuelva la paz al metro de Madrid, y puedan así los pocos viajeros neutrales, reanudar sus lecturas de Platón y Propercio, interrumpidas por los gritos y descalificaciones que el tema ha propiciado. Haya paz.

Sin embargo, nuevas polémicas, sobre los problemas que de verdad interesan a la gente, se dibujan en el horizonte: la Ley “Trans” y, acto seguido, la Ley de Protección, Derechos y Bienestar de los animales.

Sobre la ley “Trans”, que afecta a una minoría asaz minoritaria sospecho, aunque nunca se sabe, que los debates en los autobuses y metros en horas punta se desplazarán del transporte público a espacios más recoletos.

Ahora bien, la Ley de derechos y bienestar de los animales, cuyo anteproyecto, para valoraciones y juicios, tiene expuesto un organismo creado “ad hoc”, llamado Dirección General de Derechos de los Animales, me hace barruntar que removerá las cenizas del debate a no mucho tardar. Porque nuestros contemporáneos tienen muchísimos animales, quizá más de los que el buen sentido permite, y estarán muy interesados – los dueños casi más que sus mascotas - en desgranar el texto al que ya tenemos acceso en internet, ese invento que todo lo contiene.

El anteproyecto no tiene desperdicio, pero como el arte es largo, la vida breve y su redacción es de una extensión norcoreana, haré unas observaciones a vuelapluma, dedicadas exclusivamente a los gatos.

En buena lógica el anteproyecto define el concepto de “animal de compañía”, ¿Qué es un “animal de compañía”? ¿un gato, un conejo, una lechuza...?. La ley dice que es animal de compañía el que figure en un listado que se confeccionará reglamentariamente. De momento no lo sabemos.

Sin embargo, hay tres animales que tienen un estatus superior, ya que la ley dice que son animales de compañía “en todo caso”: los perros, los gatos y los hurones (art 3.). No entiendo las razones que justifican este privilegio, salvo que el Director General tenga uno, mientras se olvida a otros mustélidos que nos han acompañado desde la noche de los tiempos, como la comadreja, el turón o la garduña. Por no hablar del armiño, que tanta compañía hizo a las monarquías “comme il faut”.

Volvamos a los gatos, ese animal convertido “ex lege” en animal de compañía, pese a su altanera independencia, frente a la perpetua minoría de edad de todas las clases de perros habidos y por haber, que los sume en una dependencia total y absoluta, astutamente conseguida con sus ojos suplicantes y su comunicativo rabo.

Hay varios tipos de gatos según nos explica la ley:

a) El Gato feral (Art. 3.t)) que, perteneciendo a la especie de “animal de compañía”, no parece conforme con ese destino, y se ennoblece con un “escaso o nulo grado de socialización con el ser humano”. Vamos, que no nos quiere mucho. Sus razones tendrá. Si se aleja mucho de la civilización hay que decir que hay otro gato, no previsto por la Ley, el gato montés, que suele exterminarlo sin contemplaciones.

b) Está también el “gato merodeador” (art. 3 u)). Que, teniendo dueño, a veces no aguanta la compañía que se le atribuye a su idiosincrasia, y tantea esporádicamente el dulce aire de la libertad (a éste le reserva la Ley una castración inmisericorde, para que su merodeo no tenga las consecuencias para la familia de la vergüenza del embarazo no deseado).

c) luego está el “gato urbano” (art. 3 v)), que siendo feral, lo que es en realidad es un gorrón, que necesita de nuestros desechos y gollerías para sobrevivir, y viven en suelo urbano o urbanizable programado, para hacernos compañía, pero desde lejos.

Si el gato feral abandona, voluntariamente o movido por la necesidad, su salvajismo, y se acerca a la urbe, la ley actualmente los asimila al “gato urbano” (art 50.3). Sin embargo, aquellos gatos ferales que huyeron de la esclavitud, cimarrones de su condición, y que orgullosamente la mantienen fuera del suelo urbano, “serán sometidos al control ético poblacional mediante el sistema de captura, esterilización y retorno (CER), con el objetivo de evitar el aumento descontrolado de su población” (art 50.4).

Mínimo castigo para el que desafía nuestra amorosa compañía.

Los gatos por alguna extraña razón, pese a que intentamos convertirlos en perros, prefieren la compañía de otros gatos a la nuestra. Lo que hace surgir otro problema; las colonias gatunas. Aquí la ley declara la competencia de la administración local para el desarrollo de Programas de Gestión Ética de Colonias Felinas (art 51) de los “gatos urbanos”. El artículo 54 establece un muy minucioso régimen de prohibiciones para impedir la independencia de las colonias respecto a la metrópoli, entre las que se incluye una misteriosa prohibición: Está prohibido, (art 54.7) “el aprovechamiento cinegético de los gatos urbanos” (?). Esperemos que la pobreza energética no nos obligue a descender a ello, porque la multa oscila entre 10.001 a 50.000 euros (artículo 85.1.b)).

Y hasta aquí cuanto sé de los gatos, animales a los que por una parte se prohíbe mutilar, pero al mismo tiempo se condena por su insumisión a una castración que ni siquiera es química.

El texto todo de la ley es maravilloso y profetizo que las discusiones en los cenáculos, tanatorios y lineas del Metro de Madrid, desbordarán las de un tema tan lleno de pasión como banal, cual fue el de la independencia de la justicia.