Expulsados del paraíso


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SAVONAROLA

Ya sabéis, mis queridísimos hermanos, que después del séptimo día, Jehová plantó el huerto del Edén. Tomó de entre los animales al hombre, lo llamó Adán y lo puso en él para que lo labrara y lo guardase. Y le dijo: “Podrás alimentarte con todo aquello que te ofrezca este jardín cuyo cuidado te encomiendo; mas no comerás la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que así lo hicieres, ciertamente morirás”.

Y dijo Jehová: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él”. Entonces hizo caer un sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. De la costilla hizo una mujer, y la trajo al hombre.

Dijo entonces Adán: “Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne”. Y estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, y no se avergonzaban.

Me consta que conocéis el resto del relato, mis más dilectos discípulos, pues más de una vez os he hablado de aquesta historia que habla de una serpiente, tentaciones, mordiscos a una fruta que algunos identifican con una manzana y la ira de Dios, harto más implacable y feroz que la Corte Suprema de Afganistán.

Porque el relato concluye con el Padre instituyendo el noble oficio de la sastrería, confeccionando ropas con el cuero de otros animales para vestir a la primera pareja de pecadores y entregado a una reflexión que convirtió en sentencia: “He aquí que el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no alargue su mano y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre”.

Y de aquesta forma, amados míos, el Padre expulsó a los hombres del Paraíso, no sin antes condenarlo a él y a toda su estirpe a “ganar el pan con el sudor de tu rostro hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás”.

En este carrusel de la Historia, mis muy caros hermanos, desde entonces no hay edén ni refugio eterno para solaz del género humano. Ni tan siquiera jardín o piscina alicatada de gresite do refrescarse y solazarse como Dios nos hizo sin la amenaza de que otros animales –no necesariamente la sierpe- trunquen la paz y el sosiego.

Así ocurrió, según cuentan lenguas desnudas, que aconteció en época mucho más reciente en este paraíso tan cercano como es la costa levantina.

Dicen que todo empezó en un tiempo en que este vergel divino fue también paraíso y tierra de jauja para promotores inmobiliarias de toda España y buena parte del extranjero.

De súbito, queridísimos míos, emergieron de la tierra casas y bloques por doquier. Nacían muchos más apartamentos en nuestra comarca que niños en la provincia entera, y todos se vendían. Bueno, las criaturas no.

No obstante, los humanos olvidaron que Dios no quería que el hombre “coma y viva para siempre”. Tampoco los negocios. Y el mercado acabó pinchando la burbuja. Todos salieron despavoridos en busca de la salvación o, al menos, de rescatar lo posible en medio de aquel desastre.

Los hubo con más y con menos suerte. Algunos recalaron en islas desiertas o en calas a las que nunca hubieran querido arribar. Mientras tanto, otros encontraron en las ínsulas que habitaban inesperados restos del naufragio.

Y, aunque la tierra es siempre pródiga, el hombre se empeña en domesticarla a su antojo. Incluso aquellos parajes ya modelados por quienes venían ocupándolos desde antes.

No tardó en generarse un sordo y, a la vez, despiadado conflicto, hermanos, en un oasis poblado por evas y adanes que compartían su vida al desnudo.

Los recién llegados, el bando de los vestidos, lejos de integrarse en la comunidad a que arribaron por salvar sus ahorros invertidos en unos apartamentos que nunca llegaron a construirse, se emplearon en imponer su ley.

No la esculpieron en tablas, como las que Jehová entregó a Moisés. La escribieron en bañadores de algodón, tergal y nylon. Para obligar su puntual cumplimiento y observanza, no emplearon la sutil y sibilina persuasión de la serpiente, sino la enérgica contundencia del gorila.

Se habla, mis carísimos semejantes, de más de cien incidentes con violencia de por medio, de intimidaciones y la prohibición impuesta, por los santísimos güevos de alguno, de acceder sin ropa a una piscina que era nudista desde el mismo día en que se trazó en un plano.

En tanto, un vergel trocado en campo de batalla y el cielo ardiendo que más parece el averno en llamas. Las palabras cruzadas convertidas en dardos en lugar de puentes de comunicación y, por falta de diálogo y entendimiento, los habitantes de medio millar de estancias del edén, cuatrocientas moradas por unos y un centenar por otros, viven exiliados sin haber sido expulsados. Falta cruzar la frontera del entendimiento y la tolerancia. Vale.