En la muerte de José Luis Balbín


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Con la muerte de Jose Luis Balbín desaparece, más que un periodista, una forma de entender el periodismo. Fue el suyo fue un permanente esfuerzo de transmisión a ese impreciso sujeto que es el público, la sociedad , lo que esta pasando, con una mirada vagamente escéptica, dirigida por esa intención de aquello que decía Hanna Arendt que constituía el objeto de sus esfuerzos: “Yo lo que quiero es comprender”.

Comprensión de que lo que sucede, ha sucedido ya, de que es imprescindible reflexionar en lo que ha pasado para entender no solo lo que nos pasa, sino para sospechar lo que nos va a suceder. Y para ello es imprescindible también conocerlo, saber esa cosa que ahora nuestros adanistas gobernantes desprecian como conocimiento inútil: la Historia. La grande y la pequeña.

Balbín se sentaba abacialmente en una silla con un grupo, ni grande, ni pequeño, de gente que hablaba pausadamente, sobre temas de los que eran realmente expertos. Hoy no puede uno evitar la sonrisa burlona cuando escucha el adjetivo aplicado a individuos que se asoman treinta segundos para pontificar sobre cualquier cosa, y a los que no les da vergüenza ni su intervención ni su decorado.

Balbín encendía su pipa – horror,! fumando en público! - como un rito iniciático, como un botafumeiro apaciguador, y sus invitados, sabios, verdaderos expertos, gente que ya había visto pasar mucha agua bajo sus puentes, hablaban sucesiva y tranquilamente como si se hubiesen encarnado en ellos remotos filósofos griegos. … ¿dónde estará esa gente? ¿Habrán muerto todos?

Recuerdo que, poco antes del no tan santo advenimiento de las televisiones privadas, Balbín se oponía en solitario a que se autorizasen la empresas de televisión. Yo en ese momento no alcanzaba a comprender su posición. Pensaba que el aumento de la oferta aumentaría la libertad de elegir. Y que el mundo sería más rico y pluriforme cuantas más clases de danones hubiese a nuestro alcance.

No es así, los árboles no nos dejan ver la basura.

Tengo que reconocer que Balbín tenía razón, ahora que se ha muerto hay que dársela: las casas se llenaron de mamachichos, chafarrinadas, anuncios omnipresentes y trivialidades que se interrumpían con suculentos anuncios “después de la publicidad”, o bruscas interrupciones “para ir a publicidad”.

Y con eso, poco a poco, los españoles, “las generaciones más preparadas” también, nos fuimos volviéndonos más imbéciles, hasta llegar a nuestro deplorable estado actual. Nuestros gobernantes y congresistas, que nos producen vergüenza, son el espejo deformante de lo que nosotros mismos somos: “Arrojar la cara importa, que el espejo no hay por qué” decía Quevedo.

Lo que empezó en Telecinco, siendo un cotilleo persistente sobre famosas, frivolidades varias y personajillos inventados, pasó, sin desaparecer en absoluto, gracias a la Sexta y sus progresistas dirigentes, a un sarao similar sobre la política, pasando del entretenimiento a la intoxicación. Basta contemplar, para echar de menos aquellos debates de “La Clave”, unos de esos debates de los sábados por la noche, en los que todos gritan a la vez mientras se interrumpen, y en los que aquellos que un día fueran periodistas discretos y elegantes como fue siempre José Luis Balbín, se han convertido en agentes de la NKVD, que sobre eso son ,además, botarates intrusivos.

Nunca tuvo más verdad, amigo Balbín, aquel dicho de la profesión. “No le digas a mi madre que soy periodista... ella cree que toco el piano en un burdel”.