La ley y la trampa


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

La Ley en España, como concepto teórico, tiene un valor de sortilegio o encantamiento del que sospecho que carece en otros países. Tiene, eso si, un poder reverencial como bálsamo de Fierabrás de cualquier problema social, y que es solo comparable con la ofensiva desfachatez con la que se elude su cumplimiento, tanto más flagrante cuando que se hace precisamente por aquellos que tienen la exclusividad de su creación, modificación y derogación.

Ante cualquier cuestión, desde las menstruaciones dolorosas hasta la reforma perpetua de la enseñanza, se exigen constantemente leyes nuevas, como si la novedad fuese garante de la mejora y de la inmediata solución de cualesquiera males.

Una vez publicadas, las miríficas leyes se burlan, se soslayan y se incumplen en aras de un interés mayor. Incluso hay leyes contradictorias como la de la Protección de Datos y la de Transparencia que sirven a dos amos, para cuadrar los círculos y crear tremenda confusión de propios y ajenos.

Las leyes españolas de nuestros días, reconozcámoslo al fin, son una basura ininteligible y contradictoria, cuya eficacia está solo en el exacto momento en el que se anuncia ante un problema, real o ficticio, para tranquilizar las almas de los editorialistas o de eso que se llama “la opinión pública”, como el conjuro de un dudoso chamán o la rogativa a algún apolillado santo.

Una prueba de ello la tenemos en la figura del diputado cunero, también llamado paracaidista, figura de larga tradición, cuya existencia incumple la propia ley electoral sin sanción alguna.

Siendo la circunscripción electoral la provincia, se supone que, en el momento de la elección, el candidato tiene algún vínculo con el lugar al que se lanza, como primer espada de una provincia cualquiera, a la que se ofende al mismo tiempo al presuponer que en aquellas tierras baldías no florece inteligencia ni dignidad suficiente, que haría innecesario importar políticos de los cenáculos donde estas cosas se pastelean y deciden.

Probablemente sea así, pero entonces, quizá sobra esa imposición legal del vínculo con esos burgos podridos que exige su empadronamiento. Tecnicismo administrativo que, a su vez, exige vivir al menos seis meses al año pisando el barro de sus problemas e insuficiencias, en los rastrojos del lugar al que se supone que se quiere representar.

Si somos cuneros somos cuneros y no tenemos que degradarnos viviendo en eso que, siempre despectivamente, se ha llamado “provincias”.

A los partidos, hasta en las elecciones autonómicas, les molestan estas exigencias, con harta hipocresía, las critica siempre que las haga otro, y olvidan que ellos si no lo han hecho todavía, lo harán. Como ahora lo hace VOX.

Macarena Olona la lideresa paracaidista de VOX, lo acaba de hacer. Sin poseer el don de la ubicuidad nos dice que vive en Madrid, en Alicante, o en Salobreña, empadronada en una casa del líder granadino de Vox, prestada para cumplir con esa tontería del empadronamiento. Abogada del Estado no puede desconocer este hecho. Ha perdido la virtud de cumplir la ley, que prometió reiteradamente, como política y como funcionaria, y con ello su crédito. ¿Quien hace un cesto – como dice el sabio refranero – qué nos impide pensar que está dispuesta a hacer ciento?.

Las enormes tragaderas de la obsecuente justicia lo permitirán, porque ya lo han hecho en otras ocasiones. Así sucedió con el candidato de Podemos a la Presidencia de la Región de Murcia, con atenuantes algo sospechosos: este señor sí vivía al menos en la feraz huerta murciana, desde hacía nada menos que unos diecisiete años, y tenía un arraigo que jamás Macarena Olona tendrá en Salobreña.

Sin embargo había olvidado empadronarse en Murcia dado que seguía empadronado en Navarra, tierra cuyo régimen fiscal seguramente no es peor que el de Murcia. “Por razones sentimentales” adujo en su descargo.

Y así todo.