Democracia vaciada


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JOSÉ Mª MARTÍNEZ DE HARO

PERMÍTANME COMPARTIR CON ustedes una incógnita: ¿cuántos demócratas había en España en 1975?. Esta pregunta rondaba en las mentes del reducido equipo que desde la Presidencia del Gobierno, en Paseo de la Castellana, nº 7, preparaba el camino hacia una democracia. En aquellas fechas no logramos saberlo, ni siquiera en cifras aproximadas. Ahora, en el año 2021 del siglo XXI, tampoco creo que lo sepamos. Hay que retroceder en el tiempo, en la España de 1975 no cabía un franquista más. Las manifestaciones multitudinarias durante la larga agonía y muerte de Franco impactaron a los gobiernos democráticos del mundo.

Pero por esas cosas del destino, aún caliente el cadáver de Franco, decidimos caminar alegremente hacia la senda constitucional y la democracia. La abrumadora mayoría que aprobó la Constitución de 1978 daba carta de legitimidad a la naturaleza democrática de los españoles: a golpe de BOE, todos demócratas. No fueron ajenas a esta epopeya las consignas de los recién legalizados partidos políticos. Según los más sutiles observadores, también pudo hacerse visible el factor de oportunidad o de modernidad. El caso es que en 1978 en España no cabía un demócrata más.

Como en tantas cosas de la vida, el tiempo se ha encargado de diluir la magia del momento y aparecen dos dudas simétricas: o bien los de 1975 no eran tan franquistas, o los de 1978 no eran tan demócratas, y ello por una simple realidad, eran los mismos unos y otros en 1975 y en 1978. Tres años de fulgurante conversión dieron para mucho. No desvelaré los nombres de algunos de quienes se acercaban a la calle de Alcalá, nº 44, cuando Adolfo Suárez era ministro secretario general del Movimiento, antes de ser presidente del Gobierno, para aproximarse a la hoguera del poder que se avecinaba. Sorprendería la cantidad y poca calidad de los argumentos de aquellos incipientes políticos, de casi todas las ideologías, con el sano propósito de un “acomodo” en el inmediato futuro democrático. Habrá que decir que con el cadáver de Franco aún caliente muchos lograron una ficha de “demócratas de toda la vida”, incluido el propio Suárez.

Y ha ocurrido lo previsible para los más agoreros. A lo largo de estos 43 años la democracia española ha ido vaciándose de sus esencias y también de demócratas. Apenas quedan en pie unas Instituciones que aún velan por la Constitución y el Estado de Derecho. Las más decisivas han sido erosionadas y maltratadas desde el propio poder político que recelan de su independencia y las consideran un obstáculo a las manifiestas ansias de ocupación de todo el espacio público. No hay que explicar mucho más, los periódicos y noticiarios nos acercan diariamente a esta realidad lacerante. Como resumen de este largo periodo desde 1975 hasta ahora, el entusiasmo se ha ido enfriando contrastando con la cruda realidad de los sucesivos gobiernos que han ocupado el poder desde posiciones de centro, izquierda y derecha. Las promesas de entonces y de ahora se esfuman en la vacuidad de los hechos. Y no es que sea negativa la experiencia democrática, es innegable el avance económico y social y el progreso de los españoles en general. Como es también cierto el Estado de Derecho y las libertades que ampara la Constitución. Ocurre que están en cuestión muchos de esos avances y se percibe un claro deterioro de la cosa pública en detrimento de la calidad democrática de España. Es decir, un retroceso que se percibe en el desánimo social y la perplejidad de algunas actuaciones de los últimos gobiernos bordeando la legalidad constitucional o rebasándola sin mayores obstáculos.

De repente llegó el futuro anunciado acompañado de sus complejidades, y los políticos españoles en su mayoría están en otra cosa, fundamentalmente crear otro nuevo y mejor futuro imaginario sin haber resuelto la crudeza del presente. Su credibilidad se pierde en la nube, esa nube que dice que guarda de manera intangible todos los mensajes, recuerdos, fotos y discursos que han teñido a España de una irrealidad permanente. El espectro político es desolador: la derecha continúa empeñada en encontrar su espacio y su razón de ser en este jodido país. La barrera de complejos y limitaciones conceptuales de los más conspicuos dirigentes de la derecha no logra superar el horizonte electoral. La aparición de una figura emergente y valiosa como Isabel Díaz Ayuso asemeja a un milagro de Santa Genoveva. La derecha confía en un derecho de pernada sobre una parte de la sociedad a la que considera irremisiblemente cautiva a unas siglas. Por el contrario, las izquierdas sí que creen en su razón de ser y conocen su espacio en la sociedad sobre la que también comparten un derecho de pernada. La diferencia es clara, las izquierdas se manifiestan desde una supuesta superioridad que la derecha no ha sabido rebatir. Y sitúan la razón de ser en la inefable seguridad de ser la única fuerza legitimada para ocupar el poder. Poco importa el uso que puedan hacer del poder. Su mensaje es inescrutable y certero. Una prueba determinante es el conjunto de gilipolleces mostrencas revestidas de Testamento del Futuro que se llama algo así como la Agenda 2050. Queda claro, incluso para sus más firmes seguidores, la izquierda no está en lo de ahora, no es capaz de entender el siglo XXI y busca desesperadamente la hegemonía perdida que la hacen anacrónica y cautiva de los radicalismos. Todo esto podría haber sido corregido por la elasticidad del centro, pero el centro ya saben, ni existe ahora, ni existió, y puede que no exista nunca en este áspero país.

Y quedaba como revival nostálgico la llamada “tercera vía”, esa alternativa donde habría de concentrarse lo mejor y más granado de la sociedad: Antonio Garrigues, Félix Ovejero, César Antonio Molina, Fernando Sabater, Albert Boadella, Manuel Pizarro, Félix de Azúa, Manuel Valls, Francesc de Carreras, Elisa de la Nuez y tantos otros intelectuales, escritores, académicos, empresarios, profesionales y juristas que han probado con excelencia sus capacidades sin necesidad de amamantarse de las ubres del Estado. Pero no parece que haya una voluntad mayoritaria de transitar por esa senda, la providencia no ha deparado a los españoles ciertas cualidades para el sosiego. Vivimos con la carga emocional y existencial de unas permanentes cuentas pendientes que enfrentan a los dos extremos del arco ideológico y que amargan la existencia de millones de españoles que sólo quieren vivir en paz. Ese amplio espacio de enfrentamiento es la matriz política de las izquierdas.

Cuando fracasó UCD, uno de los colabores más próximos preguntó a Adolfo Suarez, ¿de vedad crees conocer bien a España y los españoles? Adolfo esbozó una sonrisa. Poco tiempo después fundó el partido CDS, y en aquella experiencia tan amarga creo que logró vislumbrar la pregunta que no supo contestar. Aquello fue el fracaso personal de uno de los artífices de la transición, y el comienzo de una larga trayectoria de desestructuración y derribo del régimen que tanto aclamamos en 1978. Hasta hoy.