Una libra de carne entre Martín y María


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SAVONAROLA

Porque el Señor ama la justicia y no abandona a quienes le son fieles, los protegerá para siempre, pero acabará con la descendencia de los malvados, cantó en un Salmo el rey David, amados míos, hace más de 3.000 años.

He de decir, mis más dilectos hermanos, que a cada uno le parece correcto su proceder, pero sólo el Padre es capaz de juzgar los corazones, por eso cuesta tanto adoptar la decisión correcta y, aun haciéndolo, jamás el hombre tendrá la certeza de haber elegido la más correcta opción.

Sabed que, incluso Salomón, el hijo de David que pasó a la Historia como el arquetipo de hombre justo entre los justos, mandó asesinar a todos los dirigentes del reino de su padre para suplirlos con sus leales.

Hoy os quiero hablar de un asunto sobre el que os confieso, queridos discípulos, que no las tengo todas conmigo. Y para ayudarme a entendello, me envió el Santo Espíritu el recuerdo de lo que aconteció a Antonio, un mercader de Venecia que no pudo hacer frente al empréstito de un judío llamado Shylock, un suceso que contó con detalle un inglés llamado William Shakespeare.

Dijo que el noble, pero pobre, Bassanio, solicitó a Antonio 3.000 ducados para poder enamorar a Porcia, una rica heredera. Sin embargo, nuestro mercader había empleado toda su fortuna en diferentes operaciones comerciales por todo lo largo y ancho de este mundo.

Mas, por ayudar a su amigo, Antonio decidió pedir prestada dicha suma al usurero judío Shylock, quien aceptó el trato con una sola condición: Si la suma no era devuelta en la fecha indicada, el comerciante tendría que darle una libra de carne de la parte de su propio cuerpo que el prestamista eligiera.

Los barcos se hundieron y la deuda no se pagó. Shylock reclamó su libra de carne, y exigió que fuera de la parte más próxima al corazón. La situación se dirimió en un juicio presidido por el Dux. Dieron la razón al judío. El Tribunal admitió que el usurero podía cobrarse la libra de carne, pero con la advertencia de que sólo percibiría eso, carne, que era lo estipulado en el trato, y que derramar una única gota de sangre, le convertiría en reo de un delito que se paga con la vida.

La historia está plagada de multitud de túneles y pasadizos que conectan distintos planos del relato que se cruzan entre sí, pero a este anciano monje le basta con lo que ya ha supraescrito.

Y mientras esto os contaba, no cesaba de pensar en lo que hogaño acontece en la muy noble y leal Villa de Turre, aunque con las debidas distancias. Aquí no sé quién es Antonio, Shylock ni Bassanio, y vosotros, mis queridos hermanos, habréis de decidir si el que pide está obligado a satisfacer su deuda, y si el que presta ha de recibir lo concedido.

Pues en este confín del mundo que os digo, hubo un acuerdo entre dos partidos para repartirse la regiduría del lugar a partes iguales durante dos años cada uno. El trato convenía a ambos. Ninguno de los dos se bastaba por sí solo para alcanzar el poder, porque el resultado de la contienda electoral había deparado más ases a la manga de un tercero.

El convenio fue fielmente cumplido durante la primera parte del mandato. Mas héteme aquí que, en llegado el turno del relevo, maese Martín el Morado, quien recibiera el poder en préstamo, receló en devolvello a quien se lo facilitó con su apoyo.

El regidor lamenta imprevistos cambios en la situación de hogaño. Una firme convicción ética le impide investir con su voto en la alcaldía a un alma manchada con el estigma de aparecer como investigada en una querella por prevaricación.

La otra parte del trato, las huestes de María la Roja, reprocha airada que en nada ha cambiado su condición, pues la causa ya estaba abierta antes del común acuerdo, y su espada ha servido leal en todas las batallas libradas desde ese mismo punto y hora.

Y, héteme aquí, amados hermanos en Cristo, que llevo días y noches insomne, meditando y dando vueltas al magín. Porque no faltan razones a ninguna de las dos partes en aquesta liza, empero verdad sólo hay una, y es menester primero buscarla para poder hallarla.

Al fin, el parecer de este fraile, más juicioso por anciano que por monje, observa en cada uno la razón que le asiste.

Por una parte, la mesnada de María asegura haber sido fiel y leal en todo momento al pacto. Que coronó a Martín; calló cuando debía hacerlo, y embistió cuando la empresa común lo urgía. Por eso exige mandar el tiempo que le toca.

Empero el regidor morado dice que le asiste, también, el derecho a ser fiel a sus principios y, por tanto, a no elevar al trono a una dama so la que ronda el peso de la Justicia. Mas ¿eso le salva de cumplir su parte del trato?

Dejar la alcaldía no obliga a Martín a investir a María. Si renuncia, serían los compañeros desta, y aun la misma María, los responsables de las consecuencias de sus actos.

Como veis, todos tienen y defienden su razón. Y yo pregunto ¿Vale el trono de Turre la libra de carne más próxima al corazón? Mucho me temo, queridos míos, que en esta ocasión no os serviré de gran cosa. Vale. O no vale.