Murcia


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Murcia es una provincia perdida en el panorama nacional, semioculta, solapada entre Alicante y Almería, se diría que no existe, perdida como la catedral de Sigüenza, como el reino de Bután. Con una inexistencia poco menos que mítica, como la Atlántida, como la provincia de Huelva, como Jaén.

Teruel existe pero Murcia no.

Como al Piyayo... a chufla la toma la gente desde el caballo de su acento. Tiene, nadie lo diría, más población que Vizcaya, pero su peso político es despreciable. Su líder con carrera más destacable es Teodoro García Egea, con vuelo alicorto que no acaba de despegar. El Partido Socialista, que en tiempos tuvo allí un granero de votos más sólido que el andaluz, decidió trocar su suerte apoyando a Castilla la Mancha que tiene más territorio y más escaños.

Tontos no son. Se cerró el grifo del hipotético trasvase del Ebro por orden de Zapatero, siempre sumiso a los poderosos y sus intereses y, como era un tema murciano, país improbable, nadie protestó demasiado.

Murcia, sin embargo, merecería mejor suerte. Ser como una colonia griega, un refugio ignorado y puerto seguro para una importante escuela epicúrea. Porque el murciano es sobre todo un epicúreo que no sabe que lo es. Poco intelectual, el epicureísmo murciano es connatural. Casi genético. El murciano para ser feliz sólo necesita una mesa en la Plaza de las Flores, una cerveza con cualquier cosa, unos amigos y una primavera radiante como únicamente la hay en Murcia. Si no hay vino de Falerno, el Jumilla vale. Unamuno hubiera sido otro de ser murciano. Estoy seguro.

Oirán ustedes hablar puntual y permanentemente de la Feria de Abril, de los Sanfermines, de la Tomatina, de las Fallas. Pero muy poco del Entierro de la Sardina, que es una de las fiestas más paganas imaginables, con la que se rinde culto secreto y dionisíaco al renacer de la Primavera, al mito de Hades y Perséfone. A la felicidad de estar vivo.

Hay una cierta e inefable intensidad en los placeres no desvelados, en los lujos discretos y cotidianos, en las aspiraciones modestas y en los deseos tan al alcance de la mano como un vermú de barril y unas olivas, que, precisamente por ello, no están al alcance de cualquiera. Hay que ganárselo, la geografía y el clima modelan el carácter.

Por eso me preocupa que desde la Corte, por bagatelas políticas irrelevantes, reparen en Murcia para otra cosa que no sea reírse torpemente de ella como hasta la fecha. A ver si de mucho hablar de Murcia la descubren y el turismo, plaga de langosta sin insecticida que no sea el olvido, se come todos los michirones, los pasteles de carne, y los paparajotes…

Mejor seguir recorriendo la escondida senda del Puente Viejo a la Catedral sin pagar el precio del éxito, sin desvelar el secreto del goce escondido de vivir, más que al que se lo merezca.