La hora de la verdad


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AMANDO DE MIGUEL

En el lenguaje taurino, “la hora de la verdad” se dice de la suerte de matar al toro. Es el momento decisivo para que el público entendido pueda juzgar el coraje del toro y el talento del torero.

En griego, la “verdad” se dice aletheia, una voz derivada del verbo aleo (=moler). El polvo de oro u “oro molido” es el que se empleaba para iluminar los códices antiguos. Era un símbolo religioso de pureza y autenticidad. Todavía hoy, se dice de una persona íntegra y admirable: “es oro molido”.

En diferentes idiomas, la “verdad” se identifica con sinceridad, autenticidad. Es decir, se supone que es algo que emite un sujeto honrado. El caso paradigmático es el de los tribunales de la tradición inglesa. En ellos, los testigos juran “decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. Es claro que se trata de una pretensión desmedida de honradez. No se puede tomar, literalmente, un juramento tan difícil de cumplir. Más le valdría al juez partir de una consideración pragmática. Es la que apunta el pensador colombiano, Nicolás Gómez Dávila, en sus Escolios a un texto implícito: “La verdad es la suma de evidencias incoherentes” (p. 132).

La “verdad” es una idea demasiado solemne, y hasta sublime, para que resulte atractiva. En la lengua española, manejamos, mejor, el plural de “verdades”, que nos resulta más familiar. De ahí, por ejemplo, la utilidad de la expresión “cantar las verdades” a quien corresponda, incluso, si es el lucero del alba. Ya se sabe que, en español, el plural no funciona, solo, en clave numérica, sino también festiva. Por eso se arguye que “los niños y los locos dicen las verdades”, al no dominar el hábito social de la inhibición, el disimulo, la urbanidad. A menudo, se asume un riesgo al “cantar las verdades del barquero” a los poderosos. Ya lo asegura el pueblo sabio, “cantando las verdades, se pierden las amistades”.

Las míticas y populares ”verdades del barquero”, a partir de un viejo cuento, admiten muchas versiones. Todas ellas responden a la sabiduría popular, tan recelosa del prójimo. Una de ellas sostiene: “quien da pan a perro ajeno, pierde pan y pierde perro”. Es una especie de rechifla de la bondad ingenua. Más o menos, este viene a ser el contenido de muchas de las irónicas “aventuras” de don Quijote; por eso mismo, nuestro héroe nacional.

En un sentido, aproximadamente, filosófico, la verdad es lo que se acomoda a la realidad, a los hechos; por oposición a lo que resulta imaginado, ficticio, engañoso. Aunque, la distinción de los polos dichos pueda parecer sencilla, en la práctica, no lo es. Se supone que dos interlocutores emiten enunciados, que pretenden ser verdaderos. Sin embargo, son tantas las desviaciones a ese principio, desarrolladas en la vida corriente, que la verdad pura queda bastante tocada. No es que los dos (o varios) interlocutores traten de engañar, sino que no saben, o no les conviene, adaptar, siempre, sus manifestaciones a la realidad, considerada como objetiva. Para empezar, nada garantiza que todos los observadores perciban los mismos hechos de parecida manera. Es que, además, tales percepciones se ven condicionadas por los deseos o los intereses de las personas en cuestión. Este sí que es un hecho incontrovertible.

Al decir una verdad, lo que cuenta, definitivamente, es que el sujeto no intente engañar o aprovecharse demasiado.