Martín Lutero y la Reforma protestante, siglo XVI


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ALMERÍA HOY / 15·11·2020

La reforma de la Iglesia católica estaba en el ambiente de toda Europa y en las mentes más preclaras del momento, que con verdadero espíritu cristiano deseaban acabar con la acumulación abusiva de riquezas por parte de la Iglesia y la confusión de la autoridad religiosa del papa con su poder temporal, que se arrastraba de la época medieval; eran cuestiones que se alejaban de la doctrina de Cristo, estimuladas por el Humanismo y la libertad de costumbres paganas del Renacimiento, considerados ambos como el germen de la Reforma protestante, decisivo para la explosión casi volcánica que se produjo, y que tuvo la virtud de satisfacer al insaciable nacionalismo de la nobleza y de la burguesía, un nacionalismo que denunció a la Iglesia de Roma como potencia extranjera, lo que le sirvió de excusa para desasirse de la tutela eclesial. Ello hizo que el pueblo alemán se entusiasmara con las tesis de Martín Lutero y creyera haber hallado en él a su profeta. Además, estaban las consignas de los poderosos, ignorantes e inmorales, ávidos de enriquecerse con los bienes eclesiásticos. Así es que la Reforma protestante, propiamente religiosa, se mezcló con el nacionalismo y de ahí vinieron su expansión y las guerras de religión iniciadas al comienzo del reinado de Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico.

El honrado sentir del pueblo alemán tuvo como mentor un fraile de gran talento y cultura, con tintes de soberbia, amargado por su vida interior, que así era y le sucedía a Martín Lutero, adalid de la Reforma protestante, nacido en Eisleben (Turingia) el 10 de noviembre de 1483. De origen campesino aun cuando su padre, Hans Lutero, era minero, un hombre severo y duro que quería que su hijo fuese funcionario para lo que le obligó a estudiar derecho. Sin embargo, con el fin de actuar con arreglo a su conciencia, el joven Martín dejó los estudios de derecho por los de teología y filosofía. Turbado por sus inquietudes espirituales contactó con humanistas y sacudido por la muerte repentina de un compañero más el temor ante la perspectiva de su propio fin, creyó hallar la paz ingresando en el convento de los agustinos de Erfurt, donde se doctoró en teología. Lutero era un ser angustiado por tentaciones que le infundían un sentimiento de culpabilidad que no se disipaba ni con las penitencias crueles a las que se sometía, ni con su apasionada lectura de la Sagrada Escritura. De modo que su espíritu religioso y su pensamiento lo impulsaron a una profunda vida interior y de renuncia al mundo. En el año 1508 pasó a explicar teología en la universidad de Wittenberg y en 1510 viajó a Roma con una comisión general de la orden de los agustinos a la que pertenecía.

Una serie de circunstancias le llevaron a oponerse con furor a la predicación de las indulgencias que predicaba el dominico Johann Tetzel. (Dice el catecismo de la Iglesia católica que indulgencia es la remisión o indulto de las penas del Purgatorio por los pecados perdonados en el sacramento de la penitencia, que los fieles cristianos compraban con dinero.) Entonces, el 31 de octubre de 1517 Lutero fijó sus noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg, como protesta contra las indulgencias, a la vez que proclamaba su inutilidad, diciendo que no justificaban a los pecadores ni servían a los difuntos, y que todo cristiano, vivo o muerto, tenía derecho a los bienes de Cristo y de la Iglesia por el don de Dios sin necesidad de indulgencias. Al parecer no era su intención atacar a la Iglesia o al papa, así como tampoco pretendía renegar de su fe católica. Claro que de forma inconsciente empezó a aflorar el principio fundamental del protestantismo: la negativa a reconocer a la Iglesia católica la misión de mediadora entre Dios y el hombre.

Pero ya antes, aun desconociendo el significado de las noventa y cinco tesis luteranas, la opinión alemana se dividió. Lutero había sabido hallar el tono justo para que sus compatriotas le hicieran coro de inmediato, aun atribuyéndole afirmaciones que él no había dicho, ni tan siquiera pensado, de modo que se constituyeron dos partidos antagónicos, unos del lado de Lutero y otros de Roma. Así es que se abrieron las esclusas y el torrente del que ellas salió arrastró a Lutero, que vio como sus tesis eran manipuladas, incluso deformadas, de modo que perdió el control de la situación.

Llevado el asunto a Roma, tardó tiempo en resolverse pues el papa León X creyó que se trataba de simples disputas entre frailes, en este caso entre dominicos (predicadores de las indulgencias) y agustinos (celosos de los dominicos). No obstante, el papa envió un legado pontificio para hablar con Lutero, pero no pudo refutar sus objeciones y regresó de vacío. Luego Lutero prometió a un camarero papal callar siempre que sus opositores hicieran lo mismo, de modo que la cuestión parecía que estaba próxima a su fin, pero no sucedió así, en una disputa religiosa que tuvo lugar en Leipzig (1519) en la que Lutero, fiel a su promesa, no intervino; pero cuando el doctor Johann Eck, defensor de la doctrina católica, atacó a la luterana dio lugar a que Lutero, exacerbado en su amor propio, se revolviera con violentas invectivas contra la Iglesia católica que tenía reprimidas, de ese modo se colocó fuera de la misma, y a su lado se colocaron los humanistas, los estudiantes, los que profesaban principios heterodoxos y muchos descontentos de Roma. Y ocurrió lo inevitable: Lutero fue excomulgado por el papa León X mediante la bula “Exsurge Domine”, mal recibida en Alemania. Sin embargo. Lutero, lejos de someterse, en una gran manifestación, rodeado de estudiantes, quemó la bula en la ciudad de Wittenberg (10.12.1520). Al día siguiente expuso en su cátedra que era necesario que la sede pontificia fuese quemada, así dio lugar a que otra bula en 1521 lo excluyera definitivamente de la Iglesia junto con sus partidarios.

En situación tan endiablada Lutero se encontró en la disyuntiva de permanecer aislado o bien fundar una Iglesia, y así empezó a precisar su doctrina, cuya esencia se halla en tres de sus obras: “A la nobleza de la nación alemana”, “La Iglesia durante el cautiverio de Babilonia” y “La libertad del cristiano”. Para Lutero la religión es una cuestión personal, siendo su dogma principal la fe en Cristo y en su redención. Creyendo que bastaba confiar en Dios defendió únicamente la fe, que nos asegura la salvación, y no las obras. Con esta doctrina de la justificación a base de los méritos de Jesucristo por su pasión y muerte quedaban reducidos a poca cosa los méritos de las propias obras, las prácticas cristianas y la acción sacerdotal. Admite que el mundo entero es creación de Dios y que Jesucristo es el mediador entre Dios y los hombres. Consideraba que los sacramentos son meros símbolos, que redujo a tres: el bautismo, la penitencia – que no borraba los pecados - y la eucaristía – “cena” en vez de misa - distribuida bajo las especies del pan y del vino. Concedía sólo autoridad a la Biblia, fuente de la verdad divina.

Opinaba que la Iglesia era una institución humana y que no cabían mediadores entre Dios y el hombre. Aseguraba que el pecado original incapacita a los humanos para el bien y destruía el libre albedrío, perdida la libertad nadie era responsable de sus obras. Llegó a la conclusión de “que la justicia no consiste en las obras sino en la fe, la esperanza y la caridad: creyendo y esperando en Dios merecemos el nombre de justos. Manchados con el pecado original somos incapaces de cumplir la ley, pero Cristo la cumplió por nosotros y es nuestra justicia, nuestra santificación y nuestra redención”. Asimismo, Lutero, en franca heterodoxia, rechazó la autoridad del papa, el dogma del purgatorio, el culto a la Virgen y los santos, así como las peregrinaciones, las indulgencias, los ayunos y el celibato clerical. No obstante, el papa León X, con espíritu magnánimo, se vio obligado a condenar la doctrina de Lutero, a quien dio un plazo de setenta días para que se retractase, pero la soberbia del monje agustino, estimulado por unos y otros le impidieron retroceder. Aun cuando Lutero aceptó vivir en el mundo y participar de sus goces, siempre mantuvo su tendencia hacia el ascetismo. Su religión no tuvo una base concreta, pero siempre luchó por la pureza de su ideal. Sufría por los conflictos y contradicciones que hallaba en sí mismo. Debatió con discrepantes sobre sus principios religiosos como el suizo Zwinglio, Lutero creía en la transformación del pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo, se aferraba a la fórmula: “Esto es el cuerpo y sangre de Cristo”, y Zwinglio decía: “Esto representa”.

Y en el centro de este conflicto religioso le tocó lidiar al recién llegado joven rey de España, Carlos I, electo emperador, cuando llegó a Alemania en el invierno de 1520 le tocó ser el actor principal en el más terrible drama que desgarraría no sólo a Alemania, sino a toda la Cristiandad (Europa). A Lutero, desde el primer momento lo consideró un hereje que ponía en peligro la unidad religiosa de la Cristiandad, lo consideraba un ser insoportable al que lo hizo vigilar y al que ni por asomo pensó en proponerle un compromiso como hizo el Vaticano. Sin embargo, Lutero se veía rodeado por la simpatía de Alemania. El número de sus partidarios, más bien escasos al principio, iba creciendo. Pero movido por el elector Federico de Sajonia, Carlos V accedió a oír a Lutero en la dieta de Worm con la intención de reconducir la situación. El monarca declaró ante los príncipes, muchos de ellos partidarios íntimos de Lutero, “que estaba firmemente resuelto a consagrar todo su poder, su imperio y su misma vida a mantener íntegro e ileso el dogma católico y la doctrina de la Iglesia romana que habían profesado sus abuelos”. De esta forma Carlos V declaraba la guerra al protestantismo y proscribía al hereje, pero esta declaración no fue el final, sino el comienzo de una contienda secular. Lutero se negó a retractarse y hubo de salir de la ciudad. Ante la contumacia de Lutero el emperador lo proscribió y ordenó la quema de sus escritos. La Reforma protestante siguió avanzando con enormes progresos. Lutero, refugiado en el castillo de Wurzburgo, se ocupaba en traducir la Biblia al alemán y escribir violentos libelos contra algunos dogmas católicos y contra la curia romana, que alcanzaron gran difusión e indujeron, sin él quererlo, a la desobediencia.

El espíritu de rebelión contra Roma, que era de orden teológico y moral, se extendió por el norte de Europa y Suiza donde estallaron terribles disturbios. Aun siendo Lutero incondicional del poder de los príncipes, los campesinos, oprimidos por la nobleza y abrumados por los derechos feudales, pensaron que si se les predicaba la desobediencia al papa y a los obispos, con más razón podían rebelarse contra sus brutales y codiciosos señores. A los ataques a las iglesias siguieron los ataques a los castillos y la revolución social se extendió por varias regiones alemanas. Lutero, que confiaba más en el poder de los señores que en el de la plebe, se unió a los nobles contra los sublevados, siendo terrible la represión sobre los campesinos alzados en armas, cuyas masas enloquecidas fácilmente fueron destrozadas (mayo de 1526). El horror de aquellos días se saldó con la muerte de más de cien mil campesinos. Tanto horror hizo que muchos príncipes y ciudades permanecieran fieles a la Iglesia y al Imperio, pero Alemania quedó dividida. Y a aquella Alemania dividida volvió Carlos V, ya coronado emperador en 1530, con el prestigio de sus victorias sobre Francia. A partir de entonces el emperador puso empeño en resolver el conflicto por la vía amistosa, pero las propuestas prudentes que hizo él y los católicos para sofocar el conflicto fueron rechazadas por los reformistas sin llegar a un punto de encuentro. Entonces el emperador determinó reducirlos por la fuerza y los derrotó en la batalla de Mülhberg (1547). Pero cansado el césar Carlos adoptó una política de pactos llegándose al acuerdo de la “Confesión de Augsburgo” (1547), pero ya el daño a la doctrina católica estaba hecho.

Lutero, ya excomulgado y perseguido por el emperador tuvo un encuentro con un grupo de monjas, entre las que estaba Catalina de Bora con la que el 13 de junio de 1525 contrajo matrimonio legalmente. Tuvieron seis hijos, que no todos llegaron a adultos. Pasados los años, y cuando tenía 63 de edad, en la noche el 17 de febrero de 1546 sintió un fuerte dolor en el pecho, que más tarde se le agudizó (es probable que fuera un infarto agudo de miocardio). Sobre las tres de la madrugada del día 18 murió en Eisleben, su ciudad natal, siendo enterrado en Wittenberg.