Técnicas para columnistas


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Los últimos consejos y censuras acerca del uso inadecuado de palabras y expresiones periodísticas que don Amando de Miguel expone con su habitual claridad y concisión, me han hecho recordar una anécdota sobre la técnica de la columna periodística, literaria o de opinión, que refería en uno de sus libros Francisco Umbral.

Contaba Umbral que, en sus primeros pasos en Madrid, cuando apenas despuntaba su vocación literaria, frecuentaba el Café Gijón en el que, antes de mudarse al café Teide, siempre escribía sus artículos César González Ruano, el periodista más célebre y popular de su época y con el que llegó a trabar amistad y admirar su portentosa facilidad para escribir los artículos de los que vivía, con hermosa caligrafía y sin corregir nada, como recuerda uno de sus principales discípulos, Manuel Alcántara, en el maravilloso prólogo del libro de González Ruano “Mi medio siglo se confiesa a medias”.

Umbral contaba que, en cierta ocasión, le había preguntado cómo era posible escribir, casi en escritura automática, dos o tres artículos diarios, y luego dedicarse a lo que de verdad le interesaba, indagar como un diablo cojuelo en las vidas de los personajes, “gentes de condición plural”, como decía él mismo, del Madrid de su tiempo.

González Ruano era consciente de que había vendido su alma literaria para alcanzar la fama con el periodismo que practicaba, popular y muchas veces frívolo, pagando el precio de la secreta gloria literaria que nunca terminó de alcanzar. En su género, artesanal e inevitablemente efímero, consiguió, eso sí, fama y dinero, y algún consuelo debió proporcionarle, caprichoso y manirroto como era esto último.

El mefistofélico González-Ruano, como un viejo demonio literario, le contó su secreto a Umbral, y más o menos vino a decirle: “Mire usted, Umbral, los artículos periodísticos son como las morcillas: los ata usted muy bien al principio y al final… y en medio, pone usted lo que quiera…”.

Ese periodismo entreverado de literatura, servido en grajeas para desayunar, era el nacido del folletín francés del XIX, que floreció en el primer cuarto de siglo en España, heredero también de portentoso periodismo alemán, primera víctima del advenimiento de los nazis.

Uno de pioneros de aquel género Ludwig Börne, ya en 1823, como González Ruano al joven Umbral, daba públicamente su receta en un artículo titulado “El arte de convertirse en un escritor original en tres días”:

“Tomad unos folios y escribid ininterrumpidamente durante tres días, sin falsedad ni hipocresía, todo lo que se os pase por la cabeza. Escribid lo que pensáis de vosotros mismos, de vuestras mujeres, de la guerra con los turcos, del Juicio Final, de vuestros superiores, y una vez transcurridos esos tres días os quedaréis pasmados de la cantidad de ocurrencias inauditas que habéis tenido”.

La base del consejo la encontraba Börne en que “los pensamientos sublimes son congénitos a todas las mentes humanas, y también los pensamientos originales, porque con cada persona que nace se vuelve a crear el mundo”.

Prácticamente muerto el periodismo literario, y gravemente enfermo el periodismo en general, esta alquimia de la escritura tiene sus reglas. O las tenía. Antes los redactores jefes y los directores, se sentían celosos responsables de los productos de su periódico, hasta en sus más mínimos extremos. Ahora solo importan los catecismos y los argumentarios, y únicamente se castiga con severidad la herejía de la incorrección política, antes que los pecados contra la forma o el estilo. Y, además... se pone todo perdido de anacolutos.