Vuelve la burra al trigo


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Después de ver cómo las masas -siempre despreciables- acaban con estatuas de santos, negreros, descubridores y cabronazos, he cambiado la opinión que tenía sobre el esqueleto del Hotel Algarrobico.

Pensaba, tiempo ha, en el calor que acompaña a lo reciente, que su mejor destino era una festiva voladura, similar a la de la grande y efímera estatua de Stalin en Praga, seguida de la cuidadosa y ulterior restauración de lo que antes había.

Ahora he comprendido que toda destrucción solo aletarga nuestra ira y hace además, como efecto añadido, que perdamos la memoria de lo que vivimos y nunca debería olvidarse.

Dicen que después del verano, tras profundas reflexiones, el Tribunal Supremo se librará de esta patata caliente. Han tardado tanto que incluso yo también he reflexionado: el Algarrobico es una parte de nuestra memoria, un hito, una piedra miliar de la avaricia y la estupidez de nuestros tiempos. No se debe borrar, ni tampoco, por supuesto, inaugurar.

Hubo un tiempo en que decir “Almería”, fuera de Almería, casi llevaba aparejada la admirativa evocación del “Cabo de Gata”, el paisaje lejano y solitario que a todos nos impresiona en un mundo colmatado de hormigón y adefesios.

Hoy, decir Almería, evoca antes la palabra de una playa destruida por el esqueleto del “Hotel Algarrobico”, que nadie se decide a demoler, con más pecado de los que pudieran acompañar a Fray Junípero Serra o Cristóbal Colón o Gengis Khan.

Demolerla y restaurar el “Parque Natural” en la playa en que se perpetró el desaguisado sería suprimir la historia, anular la memoria. Hacer como que no pasó lo que pasó. Igual que no existe el bien sin el mal, tampoco existe la belleza sin la fealdad. Debe permanecer como está. Yo la utilizaría como un museo de los horrores que un par de generaciones -seamos generosos- perpetraron con el litoral español.

Su singularidad la hace destacar como una mosca en un plato de leche. Cosa que no pasa, por ejemplo, en la Manga del Mar Menor, o en todo el Mar Menor, o en casi toda la costa mediterránea, en que el propio desastre no nos dejado, hasta hace poco, darnos cuenta del bosque de su enorme magnitud.

Nuestra naturaleza tiende al olvido y al perdón, lo que es piadoso y cristiano respecto a lo segundo, pero peligroso respecto a lo primero. Por eso se dice que quien no conoce su historia esta condenado a repetirla. La primera vez como una gran tragedia, la segunda como una miserable farsa, apostillaba Marx.

Todavía no se ha resuelto el tema Algarrobico y ya hay quien considera necesario hacer un hotelito en la Playa de los Genoveses, aprovechando unas ruinas de un cortijo que alguien adquirió. Por puro sentimentalismo. Claro. O por los puestos de trabajo. Crecen como hongos en otoño los hotelitos sostenibles en los parques naturales, en las playas más solitarias del mundo, visítelas y cuéntelo a sus conocidos, como si ya se hubiese resuelto la gigantesca Patata Caliente de la playa del Algarrobico.

Está claro que nuestra memoria ni siquiera respeta los monumentos, aunque sean funerarios. Y no aprendemos de nuestro pasado, porque lo hemos olvidado, aunque el muerto esté todavía caliente en los hornos del Tribunal Supremo. Pero sin los monumentos la memoria simplemente se desvanecerá como si nada hubiera ocurrido nunca.

En sus “Memorias” Albert Speer, arquitecto favorito y hombre para todo de Hitler, entre muchas banalidades, da cuenta de los proyectos, edificios, arcos, avenidas…, diseñados por él a mayor gloria de la megalomanía nazi para el futuro imperio de los mil años. Eran proyectos desaforados, comparables en su tamaño a los dibujos de Piranesi, que discutía personalmente con el “Fürher”, gran aficionado a la arquitectura y acuarelista amateur.

Speer se atrevió con gran escándalo de la corte de jerarcas nazis -fue casi su único atrevimiento- a presentar a su amado Fürher unos bocetos de esos mismos dibujos de proyectos, pero convertidos en ruinas, para trasladar a proyectos inexistentes la imagen que el tiempo implacable acabaría cincelando, como en una elipsis, sobre la arquitectura de un soñado Imperio Alemán.

A nadie le gusta pensar como ruina lo que todavía no es una realidad. Pero a Hitler no le molestó la osada iniciativa. Las ruinas, las estatuas, no pueden ser eliminadas. Lo que pasó, pasó, si lo olvidamos, si lo borramos, lo volveremos a hacer, como muy bien descubrió Charlton Heston en el último fotograma del Planeta de los Simios.