Confesiones y despedida de un ochentón


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AMANDO DE MIGUEL

Te invito, lector, a una simpática experiencia: tratar de entender los avatares de la sociedad española a través de la peripecia intelectual del autor de estas páginas. Esta lección de despedida pretende ser rememorativa; viene a significar un testimonio testamentario, unas confesiones de lo que han sido mis papeles primordiales a lo largo de una larga vida. A efectos administrativos pertenezco ahora a las “clases pasivas” como catedrático emérito de Sociología, pero he desempeñado diversos roles, si bien todos ellos conexos entre sí. Uno ha sido lo que he tratado de ser y como lo han visto los demás. No es fácil trazar esa proteica personalidad en un tiempo bastante ajetreado como el que me ha tocado vivir. Los testimonios de estas confesiones o testamento espiritual se reducen a literatura en el mejor sentido del término.

Precisa el diccionario que, en plural, las “confesiones” consisten en una especie de relato autobiográfico “en el que el autor dice no ocultar sus errores o sus faltas”. Al exponerlas desde la atalaya de un ochentón, cuento con la ventaja de que se agudiza la memoria retrógrada, la de los sucesos distantes en el tiempo. Queda así compensado un poco el fallo de la memoria anterógrada, la de los sucesos recientes.

A diferencia de otros géneros parecidos (autobiografías, memorias, diarios), las confesiones permiten la espontaneidad que significa romper, en lo que convenga, el estricto orden cronológico. Las autobiografías se escriben para la posteridad; las memorias para los coetáneos; los diarios para un mismo; las confesiones para los amigos. En su día publiqué un vistoso libro, Memorias y desahogos (Madrid: Infova, 2010). Lo que aquí añado o complemento es una interpretación de mí mismo, la persona que tengo más cerca, con el ánimo oculto de que se me perdonen mis extravíos.

Se podría pensar que el conocimiento de los episodios biográficos de una persona no tiene mucho interés, puesto que “todos somos más o menos iguales”. La presunción es falsa. Antes bien, si bien se mira, es tanta la diversidad humana que enriquece mucho saber algo de las andanzas y peripecias de la mayor cantidad posible de sujetos. Esa es la esencia de la mejor literatura. De modo sublime, la obra literaria más difundida, los Evangelios, no es más que la recolección de los sucesos de la persona más influyente que ha existido: Jesús de Nazaret.

El género literario de las “confesiones” se denomina así por el primero que lo cultivó de manera eminente, las Confesiones de Agustín de Hipona. Se propuso reconstruir el itinerario de su conversión al cristianismo. Sin tanto aparato, de una forma convencional y cotidiana, es el método que desarrollamos todos al dar cuenta de las relaciones afectivas que tejen nuestra vida. Por ahí suele derivar el contenido de muchas conversaciones íntimas. Empleamos bastante tiempo en esa labor de legítima propaganda de uno. Así pues, las “confesiones” pueden interpretarse como una especie de justificación del sujeto que las emite. Simplemente, intenta dar una buena impresión de su persona, incluso destapando algunos yerros. Bien es verdad que, en el fondo, de manera latente, lo que se propone es mejorar la opinión que tiene de sí mismo. Si difícil es llegar a apreciar verdaderamente a otras personas, más arduo resulta todavía el intento de estimarse a uno mismo. También es verdad que un exceso de autoestima puede conducir a esa degradación que significa el “narcisismo”. He de volver sobre un asunto tan cardinal.

Mis “confesiones” no son de ahora, a guisa de testamento literario. Las he ido vertiendo gota a gota a través de la corriente continua de mi obra publicada. No se muestra tanto en los escritos propiamente sociológicos, dirigidos fundamentalmente a entender la sociedad española y tangencialmente otras sociedades (Estados Unidos, México). El propósito “confesional” se destila mejor en las varias novelas que he escrito, de modo especial, la Historia de una mujer inquieta (Madrid: Infova, 2011), cuyo protagonista soy yo mismo. Y no tanto lo que me ocurrió como lo que me pudo suceder o soñé que podría haber sido posible. Algo parecido se podría decir de Amores septuagenarios (Pragmata, 2014).

La prerrogativa para emitir ahora estas “confesiones” más directas se funda en mi condición automática de octogenario. La cual equivale a haber superado la “esperanza de vida” o probabilidad de vivir que tienen los varones de mi cohorte demográfica. Porque, al final, lo que cuenta es haber acumulado muchas experiencias, haber tratado a una gran cantidad de personas en distintos ambientes. Así pues, los años vividos, con sus aciertos y desengaños, constituyen el capital más valioso del que he podido disponer.

Cabría precisar el sentido de otros dos términos que aquí repito: “testamento” y “literario”. Son dos palabras bastante difusas. Detrás de cada una de ellas hay todo un mundo, al menos mi pequeño mundo, lo que yo soy o he tratado de ser. Trataré de diseccionarlas con algún detenimiento, por si pudiera servir para interpretar mejor lo que viene después.

Anticipo que una de las virtudes de cualquier lengua culta es la polisemia. Esto es, muchas voces, por lo general sustantivos o adjetivos, pueden significar varias cosas a la vez. Por lo general, no suelen ser sentidos dispares sino emparentados. Es decir, no hay propiamente sinónimos sino ideas afines. Tan singular característica hace más económico el aprendizaje y el cultivo de una lengua, especialmente de la propia, el “idioma” en sentido estricto. Al menos permite al hablante retener muchas menos palabras de las que precisaría si cada una de ellas acarreara un solo significado. Además, la polisemia facilita el juego, el matiz y hasta la poesía del lenguaje. Añádase el gozo inmenso de la lectura, que es la conversación con interlocutores ausentes, sean el autor o los personajes que trata. Sin llegar a tales sublimidades, el recurso a uno u otro de los distintos significados que pueden darse a las palabras facilita y hace más agradable la conversación. Se puede desplegar así con naturalidad la alegría, la ironía, el sarcasmo, el insulto, el afecto y tantos otros estados del ánimo que hacen tan interesante la vida de relación.

Vayamos al primer término: el testamento. Se trata propiamente de una idea jurídica, aunque bastante corriente. Es la que corresponde normalmente a la última decisión de una persona anciana cuando, al final de la jornada, declara sus bienes para que los disfruten sus herederos. También puede ser que se peleen por ellos. Se supone que es un documento que proporciona una cierta tranquilidad al declarante, aunque no quede exento de vanidad. Por analogía, para un escritor, artista o científico, sus bienes más preciados son sus obras y las heredan quienes van a seguir rentabilizándolas. Cabe arrimarme a otra versión analógica de “testamento”. De acuerdo con el diccionario, es “la manifestación escrita, destinada a la posteridad, que una persona hace de su pensamiento”. Preciso que tal pensamiento puede ser simplemente su peripecia vital. También se llama “testamento” a la “última voluntad” con la intención de que sea respetada por quien corresponda. Una versión menos comprometida, a la que me acojo con humildad, sería la del testamento como un texto para dejar memoria de uno a los contemporáneos cercanos. De esa forma podrán formarse una opinión más cabal del redactor a partir de los testimonios que deje.

El segundo término es el carácter literario de mis confesiones. Quedará aclarado a lo largo de esta disertación. Podría yo definirme así como un “hombre de letras”, o mejor, amigo de las palabras, aunque el término “filólogo” ya está establecido.

Toda la vida he sido alumno (del latín “el que es amamantado”) o maestro (del latín algo así como el que se sitúa en un plano más elevado desde donde predica). Creo que han sido mis roles más destacados con una cierta sucesión cronológica. Para ser precisos, vienen a ser algo parecido, pues un profesor o un escritor auténticos siempre están aprendiendo, y no tanto por obligación como por devoción. Tan persistente ha sido ese doble papel en mi vida que uno de los sueños nocturnos, que siempre me han asaltado de manera obsesiva, ha sido la “pesadilla de examen”. Me encuentro angustiado ante la dificultad de contestar a las preguntas que me hace un severo tribunal académico. El asunto no es nada original; los psicoanalistas hablan de él. En mi caso la recurrente pesadilla se explica quizá por la constante zozobra que siempre me ha acompañado como estudiante. Venía obligado a sacar buenas notas para que pudiera renovar la beca, sin la cual no hubiera podido continuar los estudios. Así que poco mérito han supuesto tantos sobresalientes como me han ido dando.

El alumno se hizo profesor, quizá porque no servía mucho para otra cosa. La tarea específica de la función docente es la de impartir lecciones. En las primeras universidades medievales se decía “lección” porque el profesor (en latín “el que habla”) disertaba sobre un manuscrito previamente leído. Al tiempo, los escolares, sentados en el suelo, trataban de retener el discurso en la memoria. El profesor se sentaba en su sillón (“cátedra” en griego) sobre una tarima o posición superior. El término “superior” indica literalmente, como en latín, que “está a mayor altura” sobre el suelo. Por analogía, también del latín nutricio, equivale a lo que es “de más calidad o importancia, de más alto rango, preponderancia o autoridad”. Suele convenirse que el “superior” (maestro, sacerdote, juez, comisario de policía, alto cargo político, etc.) habla formalmente desde un lugar más elevado, sea tarima, presbiterio, estrado, púlpito, escabel o podio. Vale cualquier plataforma destacada, aunque solo sea simbólicamente. Quizá por ello se suponga que la palabra que llega desde “lo alto” se encuentra más autorizada. De forma eminente en la tradición cristiana, “lo alto” es tanto el Cielo como la Divinidad (Gloria in excelsis Deo). En vascuence “Dios” se dice “Jaungoikoa” (Señor de las Alturas). En el castellano corriente y tradicional a Dios se le trata como “el de arriba”. Dado que imaginamos a Dios sentado en las alturas, Visconti pudo titular retóricamente su película La caída de los dioses. Es una metáfora de la derrota de los nazis alemanes.

Jubilado como catedrático (del griego “el que está sentado”) de la Universidad, he procurado siempre que mis clases u otras intervenciones orales tuvieran siempre el respaldo de un original escrito. Esa es la explicación de por qué he publicado tantos libros. Como es natural, el texto no lo leo, pero así los oyentes pueden disponer de una versión escrita, que es la auténtica. Es sabido que las palabras se las lleva el viento, mientras que los escritos permanecen (scripta manent) para mal y para bien, según los casos. Hoy se puede multiplicar de modo generoso el número de oyentes gracias al texto impreso o guardado informáticamente.

A pesar de la gran facilidad que suponen los textos reproducidos, no hay estímulo mejor para aprender y disfrutar que el seguir de modo presencial la intervención de un maestro. Da igual que sea escritor, profesor o conferenciante. Vale todo el que tenga algo que decir desde lo alto de un estrado más o menos simbólico. Ni siquiera la percepción de un vídeo o similar consigue la cantidad y calidad de información que se puede recibir con la asistencia personal a una “lección”. De ahí que la enseñanza on line nunca podrá superar la capacidad de transmisión que poseen las sesiones presenciales.

Lo más interesante en la vida es tratar personalmente a otros individuos y llegar a conocerlos bien. La mayor parte de las conversaciones corrientes se resuelven en referencias continuas a otras personas que previamente conocen o deben de conocer los interlocutores. Al encontrarse formalmente dos personas suelen darse la mano o un abrazo. Son gestos inconscientes para indicar que van sin armas.

Se podría pensar que hoy, con la dichosa internet, el Google y todos los demás archiperres informáticos, ya no se necesitan los maestros, conferenciantes o escritores. Nada de eso. El complejo “internético” nos transmite de forma instantánea una fabulosa cantidad de textos, datos, noticias, imágenes. Sin embargo, no es capaz de competir con la inmensa capacidad de asociar ideas, enlazar razonamientos, sugerir conclusiones, que puede comunicar un profesor en sus clases o un escritor a través de sus obras. Ese es el meollo de lo que llamamos civilización, esto es, los habitantes de un espacio amplio en cuanto se comunican con provecho.

Como es natural, la experiencia como estudiante de muchas clases (no todas) ha supuesto para mí un valioso enriquecimiento. Tal resultado se aprecia mejor con el paso de los años, cuando uno se va olvidando de lo que tuvo que retener para los obligados exámenes. Lo que importa es el sedimento o esencia que queda, pero sobre todo el hábito de discurrir, asaz placentero.

En los últimos cursos de mi bachillerato, me despertaron una gran curiosidad las conferencias que nos daban en el colegio algunos antiguos alumnos. Ya como profesor adjunto de la Universidad Autónoma de Madrid, recuerdo la excelente impresión que produjo a los alumnos y a mí mismo la conferencia de un economista octogenario, Román Perpiñá. Le invité a esa sesión para que los alumnos conocieran a una persona que me había influido mucho con sus libros. Precisamente, aquel día me dedicó uno con esta dedicatoria: “Para Amando de Miguel, recordándole que no hay familias sino hogares”. Quería decir que el estudio de una sociedad requiere la consideración del factor espacial, esto es, la precisión de en qué lugar y tiempo suceden los hechos analizados. Seguí un consejo tan oportuno en muchos de mis trabajos, casi siempre referidos a la España contemporánea. La dedicatoria de don Román fue para mí un verdadero descubrimiento, que iba a corroborar después con otras influencias.

Sea cual fuere la carrera que uno estudie o la dedicación profesional en que luego se ocupe, lo fundamental es vivirla. No es operación sencilla, si hemos de ser un poco exigentes. Se manifiesta primordialmente en la capacidad para buscar un orden (y encontrarlo) en las observaciones que uno hace y aprender a distinguir y comparar. Son técnicas que no se aprenden bien en ninguna asignatura. De modo ideal son las cualidades de un científico, pero también las de cualquier persona que haya logrado madurar lo suficiente. Por tanto, son bastante raras. Mi conclusión podría parecer petulante, y lo es. Reconozco también que las dos cualidades dichas las he conseguido desarrollar gracias a las oportunidades que me ha dado una existencia que muchas veces me ha resultado azarosa o atribulada. Sin embargo, ahora considero que ha tenido bastante sentido.

Me he preguntado algunas veces cómo es que el tipo de Sociología que yo he desarrollado difiere tanto de la que caracteriza a muchos de mis colegas compatriotas. La Sociología que yo practico es la que aprendí fundamentalmente en la Universidad de Columbia (Nueva York), sobre todo de la mano de Juan J. Linz. Se trata de una Sociología comparada al proponerse la explicación de los hechos sociales a lo largo de estas dos dimensiones: (1) “Dónde” tienen lugar, esto es, el espacio social. (2) “Cuándo” suceden, o lo que es lo mismo, el factor cronológico, el calendario. Algo tan simple difiere mucho del tipo de Sociología que suelen cultivar muchos de mis colegas residentes en España. La cual viene a ser más bien algo así como una Sociología esencialista, aunque pueda revestirse de teoría. En esto como en casi todo me encuentro con que mi trayectoria intelectual difiere mucho de la establecida o la dominante en mi país.

En 1963, después de tres años de intensa estadía en los Estados Unidos, tras haberme empapado de la Sociología comparada de mi maestro Linz, regresé a España. No era consciente de la frenética etapa de “calvariar” que me esperaba. No pude incorporarme inmediatamente a la Universidad, pues los estudios en Columbia no se consideraban como mérito; eran más bien un obstáculo para la carrera académica. Así que di en la aventura intelectual de dedicarme a levantar encuestas, primero como directivo de una empresa, Iberométrica, y después al frente de una empresa de nueva creación: Data. Una generación más tarde, con mi hijo Iñaki, montamos otra empresa del mismo ramo, Tábula-V, donde desarrollé la mayor parte de mis trabajos empíricos. Era una novísima vía de estudiar la sociedad a través de porcentajes e índices numéricos.

Debo recordar que, durante los primeros años de estudiante graduado y de profesional, los porcentajes los calculaba manualmente con una regla de cálculo. Incluso llegué a utilizar una ingeniosa regla de cálculo circular que construyó mi hermano José Luis, a la sazón estudiante de Arquitectura. Esa agobiante labor de cálculo mejoró sustancialmente con la adopción de los ordenadores de mesa a partir de los años 80, asunto en el que me metió mi hijo Iñaki. Antes de eso, en España y sobre todo en los Estados Unidos, pude servirme de los ordenadores IBM, que se llamaban sin ironía “cerebros electrónicos”. Seguramente fui el primer español del ramo de Letras que utilizó tales cachivaches para la tesis doctoral y los primeros trabajos científicos.

En 1969, tras la experiencia de dirigir Data (haciendo sobre todo encuestas de mercados), abrí un despacho profesional independiente. Ahora podría parecer una dedicación rutinaria, pero hace más de medio siglo constituía una provocación. Puse en la puerta este rótulo: “Amando de Miguel, sociólogo”. Ni siquiera existía tal profesión. La prueba fue que, al tener que declarar el nuevo trabajo a efectos fiscales, me percaté de que Hacienda no había previsto la nueva actividad de “sociólogo”. La palabra sonaba a algo así como “socialista”. De momento, ante mi solicitud, el Fisco incluyó mi actividad en la casilla residual de “magos y prestidigitadores”. La verdad es que la amalgama tenía cierto sentido.

La iniciativa de hacer Sociología en una empresa o en un despacho profesional no fue solo por un talante innovador; más bien se aproximó a una desesperada, porque no había otra. Antes de partir como estudiante para los Estados Unidos había empezado a dar clases en la Universidad como “ayudante” (sin sueldo) de Manuel Fraga y de otras cátedras. A mi vuelta, después de la estadía en Columbia (Nueva York) y en el Ford Center de Stanford (California), como ayudante de Juan J. Linz, no encontré acomodo en la Complutense. Ya se sabe, el que fue a Sevilla perdió su silla. Se me había olvidado el peso que tienen las envidias en nuestro país. Así que me vi impelido a buscarme mi vida profesional por mi cuenta. Me percaté de que, cuando uno no encuentra trabajo, se lo inventa. Claro que para que funcione este voluntarismo hay que tener suerte. Solo que la suerte no es más que el conjunto de factores cuyo peso no conocemos.

Aprendí a “hacer encuestas” de la mano de mi maestro Juan J. Linz, el español más influyente en el mundo dentro del ramo de la Sociología y la Ciencia Política. La suerte quiso que Linz viniera a España el año en que yo concluía mi licenciatura en Políticas. Me topé con él en una conferencia que dio a los alumnos de la Escuela de Organización Industrial, donde yo seguía un curso de postgrado. El efecto de tal conferencia fue una especie de “caída del caballo” por lo que respecta a descubrir la Sociología empírica, aplicada o comparada. Era entonces un exotismo e incluso una actividad considerada por el poder como sospechosa. Antes de embarcarme para los Estados Unidos empecé como entrevistador en la encuesta sobre los empresarios españoles que estaba dirigiendo Linz. Mi maestro me regaló el libro seminal de Paul F. Lazarsfeld, The Language of Social Research. Era entonces el nuevo catecismo de la Sociología empírica.

A partir de los años 70 di con el oficio complementario de divulgar los resultados de las investigaciones sociológicas a través de los periódicos y a veces de la televisión. Después de tantos años, el resultado ha sido la publicación de 130 libros (de Sociología, ensayos y novelas) y varios miles de artículos periodísticos. Las innúmeras intervenciones orales o ante los medios audiovisuales se las llevó el viento. Añadiré para mi coleto media docena de libros todavía inéditos, que serán, con suerte, obras póstumas. A mí mismo me maravilla ahora tal agitada producción de letra impresa. Quizá obedezca a la intervención de un reflejo condicionado, que dicen los psicólogos. Lo que me satisface y me ocupa realmente el tiempo es la lectura. No puedo devorar un libro sin armarme de papel y bolígrafo. Sea cual sea el texto que trato de embaularme, el reflejo que digo me impele a anotar las ideas que se me van ocurriendo. No es nada original, pero agradezco una facilidad que el buen Dios me ha dado: la de escribir con soltura, así como la de “leer” con provecho tablas estadísticas. Luego, como en cualquier deporte, todo es cuestión de práctica, de perseverancia. No hay mayor mérito. Añado lo que ya es un vicio: cualquier texto que escribo (siempre primero a mano) se somete a continuas correcciones, tachaduras y nuevas versiones. Así pues, mi obra es una especie de palimpsesto sin fin. Este mismo texto ha pasado por varios borradores. Desde hace unos años me obligué a ciertas reglas de escritura, más que nada como un ejercicio deportivo. Por ejemplo, las frases entre punto y punto no deben sobrepasar las 30 palabras. Por lo mismo, los párrafos no deben exceder las 30 líneas.

Ahora es una turbamulta de miles de sociólogos de todos los pelajes los que medran en España. Cientos serán los que levantan regularmente encuestas electorales o de mercados. Se observará que en casi todas ellas se sigue una práctica que yo aborrecí hace mucho tiempo: dar los porcentajes con un decimal. Se trata de una falsa precisión para impresionar a la audiencia profana, pues el error estadístico de muestreo supera con mucho el uno por ciento. En cuyo caso, el decimal que se añade al número entero carece de sentido, aparte de impresionar al público lego. Si bien se mira, los porcientos que arrojan las encuestas equivalen realmente a los valores medios de los correspondientes intervalos que determina el margen de error estadístico. Es decir, se trata de mediciones aproximadas. Bien está la determinación de las décimas de fiebre en el registro de la temperatura corporal. Pero tal precisión obedece a que la biología acuerda que esa medición oscile entre 36 y 41 grados centígrados. En los porcentajes de las encuestas se parte de un intervalo teórico entre cero y ciento, por lo que los decimales son un puro adorno del vicioso arte de la “estadísticomancia”.

Lo realmente distintivo del análisis de datos de encuesta o estadísticos que yo recibí de mis maestros en la Columbia (Merton, Lazarsfeld, Linz) es lo que se llama (mal traducido) “análisis multivariable”. No se fija tanto en los porcentajes “totales” de un conjunto, sino en las variaciones entre los “parciales” que corresponden a cada subgrupo que define una variable o medición. Este tipo de operaciones las he realizado, por ejemplo, de modo intensivo y extensivo en la serie de cinco gruesos volúmenes de Tábula-V sobre La sociedad española (1992-1997), empresa que dirigió Iñaki de Miguel. Es un tipo de operaciones que, por fatigosas, suelen rechazar la mayor parte de mis colegas españoles, incluidos los que también se dedican a levantar encuestas. Entiendo que lo fundamental no es acumular datos numéricos, sino compararlos con gracia a lo largo de las dos dimensiones que antes he expuesto: el espacio y el tiempo. Tampoco es que sea una novedad. Es la consecuencia del “método sociológico” que enunció el maestro Emilio Durkheim a finales del siglo XIX. Y ya ha llovido desde entonces.

El “pentateuco” sociológico de la serie sobre La sociedad española (auspiciada por la Universidad Complutense) se benefició de algunas colaboraciones firmadas. Sus autores: Francisco Andrés Orizo, Federico Jiménez Losantos, José María Tortosa, Miguel S. Valles, Mónica Ramos, María Ángeles Cea, Natalia Jiménez Baeza, Roberto-Luciano Barbeito. El conjunto supuso una insólita acumulación de datos, observaciones y análisis sobre la sociedad española de finales del siglo XX. La verdad es que no mereció mucha atención por parte de la comunidad sociológica de mi país, si bien fue difundido en su momento por los medios de comunicación. El consuelo es que quizá pueda ser de alguna utilidad para los historiadores del futuro. Lazarsfeld nos enseñó que esos debían ser nuestros verdaderos clientes.

He tenido la suerte de nacer y residir casi toda mi vida en España. Es uno de los países que ha experimentado más transformaciones políticas, económicas y sociales durante el último siglo. Digamos que un medio así constituye el sueño para un sociólogo, el que estudia las vicisitudes de un pueblo. También es verdad que me he sentido muchas veces inquieto con la política de mi país. No es tanto que en uno u otro momento me haya considerado de izquierdas o de derechas. Mi posición recurrente y obstinada ha sido la de encontrarme casi siempre en frente de los que mandan en distintos órdenes de la vida. No lo digo por alardear, pues no se trata de una postura brillante, ni siquiera cómoda. Es una manera de ser que se encuentra en la naturaleza de las cosas, algo así como en el chiste del alacrán que ayuda a otro animalito a pasar el río.

Es un hecho que, a lo largo de los años, con distintos regímenes y gobiernos, me he sentido un disidente contumaz. Además, he ido por libre, lo que supone escasos beneficios. Recuerdo que “disidente” en el castellano clásico era tanto como decir “protestante”. No me corresponde la etiqueta de rebelde o revolucionario y menos en la categoría de activista. Aun no siéndolo, algunos de mis escritos fuero censurados en los amenes del franquismo. También lo han sido después, aunque de forma más sibilina, en la etapa de la sedicente “transición democrática” de los último 40 años. Quizá se comprenda así mejor el carácter provisional, pegado a la coyuntura, de ese difuso término de “transición”.

Los divertidos episodios de censura que han caído sobre mis modestos escritos me han servido para calibrar la verdadera naturaleza del auténtico poder político, de “los que mandan”. Al final, las imponentes instituciones con altisonantes acrónimos se reducen humildemente a las entrañas de las personas con nombres y apellidos. (Recuerdo que para los griegos clásicos el alma no residía en el corazón sino en las entrañas). Es decir, lo que de verdad explica las vicisitudes de una sociedad es la herencia y la personalidad, de modo muy especial de “los que mandan” en todos los órdenes, los que se sitúan tanto a babor como a estribor.

Permítase un curioso inciso. No existe ningún criterio objetivo para determinar las posiciones de izquierda o derecha. En el espacio cósmico no hay arriba o abajo, derecha o izquierda. Aquí en la Tierra, son nociones imprescindibles, pero solo se pueden determinar con relación al cuerpo humano. Simplemente, la “izquierda” es la parte donde se aloja el corazón cuando una persona está de pie; la “derecha” es la parte opuesta. Por lo mismo, “arriba” es lo que se encuentra sobre la cabeza de esa misma persona o más lejos del centro de la Tierra. Parece una definición un tanto burda, pero no hay otra más precisa. Después de todo, el metro, la vara o la yarda no son más que aproximaciones de la longitud del paso humano. Un codo es la mitad de una vara. Una pulgada es la longitud de la falange del dedo pulgar de la mano (con el que se mataban las pulgas). Un pie equivale a doce pulgadas. Y así sucesivamente. Los ingleses han conservado mejor esa correspondencia de las medidas de longitud con el módulo del cuerpo humano.

En el espacio social podríamos convenir en que la derecha persigue la libertad y la izquierda pretende la igualdad. Pero, con menos ínfulas teóricas, una posición de derechas es la que desdeña otra de izquierdas; por lo mismo, una persona de izquierdas menosprecia a otra de derechas.

Continúo con mi desordenada retrospectiva de mis éxitos y mis fracasos, esto es, de mis aprendizajes. A partir de los años 60 del pasado siglo, al tiempo que empezaba a publicar libros y artículos de periódico, sufrí varios episodios de tímida represión política. Incluso, por esa razón, permanecí confiado en un hostal de Barcelona y di con mis huesos en la cárcel. Fue una experiencia inolvidable, que alteró profundamente mi vida, aunque tampoco se puede comparar con una verdadera persecución, una represión. Volveré sobre ella.

La dedicación de levantar encuestas, a la que tantas horas he dedicado, obedeció a una doble condición de fracaso previo. Por mucho que lo intentara, no logré seguir la impronta de mis maestros en la Facultad de Ciencia Políticas de la Universidad Central (luego Complutense): Díez del Corral, Maravall, Fraga, Arboleya. Eran los que marcaban el camino de un ensayismo histórico o teórico. Tampoco aprendí bien las lecciones de mis maestros de la Columbia en la Sociología teórica: Merton, sobre todo. A pesar de mis buenas intenciones y esfuerzos, siempre me faltó la facilidad que tiene el discurrir filosófico o teorético. Puede que contara mucho el fracaso de mi reiterada aplicación para aprender alemán.

Un parecido resultado a partir de un fracaso fue la decisión de hacer Sociología empírica o comparada a través de un despacho o de una empresa, como queda dicho. Empezó siendo una salida alternativa al no poder encontrar acomodo y medrar en la docencia universitaria. A trancas y barrancas, conseguí ser catedrático después de dos oposiciones fallidas y de verme vetado en la docencia universitaria por razones políticas. Una vez dentro del alma máter, me resultó más bien una madrastra para hacer investigación, como había visto que se hacía en los Estados Unidos. Así mis dedicaciones profesionales fueron en parte una reacción a las frustraciones académicas. No hay mal que por bien no venga. Ya sé que el refrán es una vulgaridad, pero me lo he repetido a mí mismo muchas veces. Figura como un emblema en mi escudo simbólico.

Tantos proyectos fallidos en lo profesional o en lo personal (he tramitado varios matrimonios hasta llegar a la tranquila felicidad) se explica de modo más general por un principio psicológico. A saber, “no se puede tener éxito y que todos te quieran”. Es algo que me lo repetía muchas veces mi amigo Juan F. (Pancho) Marsal. Hay que pagar un precio si uno pretende ir por libre o de una forma más personal o auténtica. Muchos de los triunfos profesionales que yo he conseguido han funcionado como respuesta reactiva a situaciones previas de errores o desilusiones afectivas. Es claro que en el juego de la vida a nadie le guste perder. Pero es un consuelo pensar que, gracias a tales reveses, aleatorios o culpables, se cobran nuevos impulsos para seguir adelante, aunque sea por la puerta trasera. Aunque uno se equivoque, algo puede sacar con el ulterior conocimiento de la condición humana.

No debe echarse en saco roto el factor incontrolable de la envidia por parte del prójimo, más extendido de lo que se reconoce. No es tanto el “pesar del bien ajeno” (como decía el Catecismo de antes) como la “satisfacción por el fracaso del otro”, siempre cercano. Es fácil percibir la envidia que manifiestan (o mejor, ocultan) algunas personas próximas. Además del sufrimiento por la envidia (de uno mismo o de los demás), en los episodios de infortunio o derrota, lo difícil es reconocer las culpas propias. Hay que ver lo difícil que es pedir perdón verdaderamente ante los demás, pero es más peliagudo todavía disculparse ante uno mismo.

El verdadero éxito de mi carrera, que podría pasar por desfachatez, ha sido íntimo y personal: en cada momento haber hecho lo que me dado la gana. Entiéndase, dentro de las naturales limitaciones que marca la moral, favorece la oportunidad y condiciona la inteligencia. De modo práctico, los éxitos son los que perciben los demás. En mi caso, quizá el más sonado, por primerizo e inesperado, fue el de los dos primeros “foessas”: unos documentados informes sobre la situación social de España (1966 y 1970), patrocinados por la Fundación Foessa. El alma de tal institución, asociada a Cáritas y a la Asociación Nacional de Propagandistas Católicos (ACNdeP), fue Francisco Guijarro. Se suele pasar por alto que, en el fondo de las empresas innovadoras, suele latir el corazón de una persona excepcional. Los “foessas” fueron realmente una innovación, un golpe de audacia en la naciente Sociología empírica o aplicada de España. Venía a ser el correlato de la nueva dirección “tecnocrática” que orientó la política del Gobierno durante los años 60. A su vez, todo ello respondía a una transformación sin precedentes de la vida social, asociada al “desarrollo”. Se comprende que fuera el caldo de cultivo ideal para desplegar la Sociología empírica.

Por cierto, al recordar la ameritada personalidad de Francisco Guijarro, me viene a la memoria una primera combinación de éxito y fracaso en mi etapa estudiantil. Realicé el bachillerato (como becario) en el excelente Colegio Católico de Santa María de San Sebastián, regentado por los marianistas. Fue secretario de la Congregación y de la revista del Colegio (Reflejos, fundada años antes por Enrique Múgica Herzog). Obtuve bonísimas notas y el premio extraordinario en el Examen de Estado al culminar los estudios secundarios. Comenzaba la década de los años 50, que iba a significar una gran transformación de la sociedad española, hasta entonces mayormente agraria y escasamente productiva. En un acto de precoz ejercicio de carácter (que quizá se explique por mi paso por el Frente de Juventudes), decidí estudiar Ciencias Políticas. Era una extraña carrera que entonces solo se podía seguir en Madrid. Solicité una beca para el Colegio Mayor San Pablo, una prestigiosa institución de la ACNdeP. A la sazón, mi padre era ordenanza en la Delegación de Hacienda de San Sebastián; su jefe directo era Francisco Guijarro, quien me recomendó para la beca. Me la denegaron. Fue un hachazo para mi autoestima. Mis padres decidieron trasladarse a Madrid. El objetivo de la familia era que los hijos pudieran seguir estudiando. Debo advertir que, al tiempo de los “foessas”, Guijarro no cayó en la cuenta de que yo era “el chico del ordenanza” de San Sebastián. Cuando lo descubrió más tarde, se llevó las manos a la cabeza.

Aunque el propósito de estas confesiones se centre deliberadamente en mi carrera profesional, debo hacer un paréntesis para detenerme en un factor más íntimo. En la vida de mi familia de origen fue decisiva la influencia de la personalidad y el carácter de mi madre. Fue ella la que determinó el “éxodo rural” de mi lugar de origen (Pereruela, Zamora) y luego el traslado de San Sebastián a Madrid. Su meta obsesiva fue siempre que sus hijos llegasen a estudiar y luego enseñar en la Universidad; lo consiguió con los cuatro hijos. Cierro paréntesis.

Resulta significativo que un hecho negativo (no haber podido seguir la carrera a través de un colegio mayor) haya sido tan decisivo en mi vida. Durante muchos años lo consideré como un infortunio biográfico, de parecida magnitud a los fracasos sentimentales, que no fueron pequeños. Siempre contemplé con envidia la situación de los compañeros alojados en colegios mayores. Quizá por eso, y como vicaria compensación, durante unos años, dediqué con gusto parte de tiempo a dar conferencias en algunos colegios mayores, fundamentalmente el Chaminade de los marianistas y el Diego de Covarrubias, dirigido por Fernando Suárez.

Mi padre entendió siempre que lo de la carrera de Ciencias Políticas era un capricho mío y me obligó a matricularme también en Derecho, una carrera seria. Su ilusión era que yo me hiciese inspector de Hacienda, como su jefe, Francisco Guijarro. Resistí con esa dualidad forzada hasta el tercer curso, en el que ostentosamente colgué la anticipada toga. La verdad es que solo había dedicado unos pocos días en los meses de septiembre a “empollar” las asignaturas de Derecho, que fui sacando a trompicones. Me ayudó mucho mi amigo Dámaso Yagüe. Así que el abandono de la carrera jurídica significó un fracaso, pero también una liberación. Los estudios de Políticas los llevaba con las mejores notas, lo que me permitió seguir como becario del SEU (el sindicato de estudiantes universitarios).

Al término de la carrera, solicité la prestigiosa beca Fulbright para ir a estudiar a la Universidad de Columbia en Nueva York, donde profesaba Juan J. Linz. Estuve a punto de sufrir un gran tropiezo, que habría significado el fin de mis expectativas profesionales. Los aspirantes a la Fulbright debíamos pasar un minucioso examen escrito de inglés y una larga entrevista con un tribunal. El inglés lo había aprendido mal que bien en una academia y lo había practicado un par de veranos en Inglaterra en un campo de trabajo para estudiantes. Un colega de cuyo nombre no quiero acordarme denunció ante la Comisión Fulbright que yo había copiado el examen de inglés. Tuve que pasar por la vergüenza de tener que repetir otro examen delante de un funcionario del Consulado de los Estados Unidos. Pero pasé la prueba escrita y sobre todo salí airoso de la entrevista. Obtuve el número uno de la promoción de becarios de esa convocatoria. Era otra vez la ilustración de cómo los reveses se encadenan con los éxitos. He de reconocer que debió de ser muy eficaz una carta de recomendación (en el sentido norteamericano del requisito) que escribió Linz a la Comisión Fulbright. Argumentaba que, de no obtener yo la beca, acabaría siendo una especie de sucesor de Fraga Iribarne. Hay presagios benéficos.

En 1969 andaba yo sumido con los trabajos del Informe Foessa en mi despacho de la calle Serrano de Madrid. Por cierto, todos mis colaboradores fijos eran alumnos; muchos de ellos llegarían a ser catedráticos. El Gobierno había decidido democratizarse un poco, culminando la orientación “tecnocrática”, y abrió la posibilidad de que hubiera elecciones municipales con dos candidaturas: la oficial y la independiente. Rafael Calvo Serer impulsaba a la sazón el periódico Madrid con una novedosa línea moderadamente crítica. Me encargó que levantara una encuesta electoral al modo como se hacía en los países democráticos. La encuesta adelantó que en Madrid iba a ganar la candidatura independiente, pero arrasó la oficial. Estaba claro que seguíamos en un régimen autoritario. El fallo de la encuesta fue oceánico, pero me permitió la oportunidad de empezar a colaborar con artículos de opinión en el Madrid. De modo inopinado me vi convertido en “escritor”. Fueron muy ilustrativas las tertulias con los periodistas y colaboradores del diario. Recuerdo sobre todo la influencia del director del periódico, el exquisito Antonio Fontán. Este episodio supuso un cambio definitivo en mi trayectoria profesional. Desde entonces he venido escribiendo en distintos periódicos más de tres artículos a la semana.

El Foessa de 1970 (Informe sobre la situación social de España. Madrid: Euramérica) constituyó un hito en la historia de la Sociología en España. Su éxito editorial fue rotundo. El único fallo fue la decisión del Gobierno de censurar el capítulo correspondiente sobre la vida política. El manuscrito original había pasado el trámite de la censura previa. Sin embargo, es de sospechar que el censor no se leyó el original de más de 1.600 folios, cargado con abundantes citas, tablas y mapas. Pero, una vez impreso, un ministro del Gobierno del ala tecnocrática, Vicente Mortes, por encargo de Carrero Blanco, me llamó para que eliminara el capítulo sobre la vida política. No parecía posible, dado que yo exhibía el oficio de la censura en el que se permitía la publicación de la obra. No hubo más remedio que ceder ante la imposición del Gobierno, que literalmente “compró” (así se estipuló en el contrato de adhesión) el capítulo de vida política. El Gobierno lo arrancó de todos los ejemplares que seguían almacenados en la imprenta y, según me dijo Mortes, lo distribuyó entre las autoridades, pues le parecía muy útil. A los pocos días de estar el informe en las librerías, recibí una carta de la directora de la sección española de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, la más nutrida del mundo. Había adquirido un ejemplar del Foessa y, ante la ausencia de las páginas correspondientes del capítulo de vida política, me rogaba que le enviara un original de dicho capítulo. Así figura en los fondos de dicha Biblioteca. Años más tarde publiqué el famoso capítulo como parte de un libro de memorias (los diarios de la cárcel). Véase A. de Miguel, El final del franquismo (Madrid: Marcial Pons, 2005).

En 1971 el Gobierno me procesó por un artículo en una revista interna de una empresa de la Construcción. En él se discutía la tesis oficial de que el alzamiento de 1936 había sido una “cruzada”. Yo sostenía que había sido verdaderamente el comienzo de una guerra civil. Sospecho que mi procesamiento no fue realmente por el artículo sino por el Foessa. Me hicieron un consejo de guerra, que me condenó a cinco meses de “arresto domiciliario” en un hostal de Barcelona (a ni costa, claro) y, tras ellos, a un mes en la Cárcel Modelo de Barcelona. (Curiosas figuras retóricas, “consejo de guerra” y “Cárcel Modelo”). El episodio supuso un enorme trauma para mí y mi familia. El consejo de guerra fue público, pero solo asistieron dos personas conocidas: Julio Busquets (sociólogo y militar; asistió de uniforme con la faja azul de Estado Mayor) y mi amigo Dámaso Yagüe. Me sentí inmensamente solo. El abogado defensor me comunicó, antes de la sesión del juicio, que el tribunal había decido condenarme a seis meses. O sea, que estaba todo previsto que pasara un mes en la cárcel. Donosa seguridad jurídica. La condena supuso el corte de mi actividad investigadora y la imposibilidad de seguir siendo profesor adjunto de la Universidad.

Menos mal que, mientras cumplía el degradante “arresto domiciliario” en Barcelona, salió una oposición a cátedras de Sociología. Decidí presentarme, a pesar de que me encontraba sin ánimos para prepararla. No obstante, obtuve una plaza por unanimidad del tribunal. Lo presidía Luis Sánchez Agesta, quien recibió una llamada del almirante Carrero Blanco, con esta admonición: “mientras yo viva, ese bandido (por mí) no será catedrático”. La verdad es que Sánchez Agesta tuvo la dignidad de enfrentarse al poderoso valido y el tribunal me otorgó la plaza de la Universidad de Valencia. Pero el Gobierno no publicó mi nombramiento en el Boletín Oficial del Estado hasta que Carrero Banco falleció (en un atentado de la ETA) en diciembre de 1973. Una vez más se encadenaban los éxitos con los fracasos.

No pude tomar posesión de la cátedra de Valencia hasta 1974. Antes de eso, me habían impedido incorporarme a la Universidad Autónoma de Madrid, donde yo profesaba como adjunto. Pero tuve la suerte de que la Universidad Autónoma de Barcelona me contratara como “conferenciante”, un insólito grado de profesor de hecho. La trampa pudo hacerse porque el rector de la Universidad, Vicente Villar Palasí, era hermano del ministro del ramo y así pudo enfrentarse a la prohibición que pesaba sobre mí de enseñar en las universidades españolas. Otra circunstancia feliz fue que el director del Departamento de Sociología era Juan Francisco (Pancho) Marsal, con quien había coincidido años atrás en los Estados Unidos. Él me facilitó que conmigo ingresaran en la Universidad dos colaboradores de la etapa del Foessa: Benjamín Oltra y Jesús M. de Miguel.

En 1974 pude tomar posesión en la Universidad de Valencia. Luego pasé por concurso a la de Barcelona (Pedralbes). Después de un par de estadías como profesor visitante en las Universidades de Florida y Yale, por fin recalé en la Complutense de Madrid. Era mi antigua alma máter, y en ella permanecí hasta mi jubilación.

Mi carrera académica fue bastante accidentada, al tropezar con algunos obstáculos derivados de mi ánimo crítico respecto al “Establecimiento” político y universitario. Mi imagen como catedrático era la de una Sociología “funcionalista”, la que se derivaba de mi paso por la Columbia como estudiante de Juan J. Linz, Robert K. Merton, Paul F. Lazarsfeld y Daniel Bell, entre otros maestros. Esa escuela se enfrentaba a la dominante en España, una Sociología crítica vinculada a la tradición marxista. También tuve cierta relación personal con la Escuela Crítica de Sociología (de orientación marxista), pero no acabé de integrarme en ella. El hecho fue que el “Establecimiento” académico me tuvo bastante orillado. Aportaré una sola ilustración. En 1998 la Facultad de Políticas y Sociología de la Complutense, donde yo profesaba, propuso a Robert K. Merton como doctor honoris causa por la Complutense. No cabía duda de que se trataba de una de las figuras más egregias de la Sociología contemporánea. Seguramente era yo uno de los pocos miembros del claustro que había estudiado con el profesor Merton. Sin embargo, del asunto del doctorado honoris causa para el maestro de la Columbia me enteré por la prensa. Nadie me invitó a los trámites para contactar con Merton, ni siquiera a la ceremonia de su doctorado honoris causa.

La verdad es que la situación de mi marginación sistemática respecto a los que han mandado en la política o en la academia la he tenido bien merecida. Ha sido el precio por mantener una terca actitud de independencia, tirando a veces a rebeldía, respecto al “Establecimiento” político o académico. Mi reacción ha sido la desmesura de mi obra escrita, algo que irrita mucho a la agrafía imperante en la Universidad. En los estudios sobre la estructura laboral de las empresas se explica muy bien el odioso papel del “estajanovista” o el “rompeprimas”. Es el trabajador que trata de superar las exigencias más duras de la productividad. Pues bien, sin comerlo ni beberlo, ese ha sido mi estereotipo que me han endilgado mis colegas. Lo tengo bien merecido.

Un nuevo encontronazo con el “Establecimiento” político lo tuve en 2004 cuando fui convocado por el Congreso de los Diputados como experto para dictaminar sobre la “ley de violencia de género”. Delante de una reunión con una tropa de diputados les dije que, en contra de las previsiones de la ley, no iba a descender el número de casos de uxoricidio. (Es así como tenían que haber llamado los de “violencia de género”). Sus señorías me propinaron un sonoro abucheo. Salí con el rabo sociológico entre piernas. El tiempo me concedió después tácitamente la razón respecto a mi presagio, pues los casos de uxoricidio han seguido menudeando. Aunque estaba claro que mi circunstancial carrera política carecía de futuro.

Quedaba aún otra amarga experiencia de mi papel de eventual asesor áulico del Gobierno. En el caso que relato me refiero a la dimensión “autonómica”. Durante los años del Gobierno del PP, Esperanza Aguirre me nombró miembro del Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid. Ahí tuve la ocasión de proponer un estudio sobre la población de la comunidad de Madrid, un asunto que había yo investigado y sobre el que me había provisto de toda la documentación. El proyecto lo presenté en colaboración con Jesús I. Martínez Paricio. Para mi sorpresa, otro consejero, Salustiano del Campo, se las arregló para que fuera él quien se encargara de dirigir el libro colectivo sobre la población madrileña. Ni siquiera me invitó a que redactara yo un capítulo. El profesor Del Campo, por razones de antigüedad, es considerado como el número uno del escalafón de catedráticos de Sociología.

No encuentro una explicación cabal de mi situación un tanto esquinada respecto al “Establecimiento” académico que enseñorea la Sociología española. Cierto es que, a lo largo de los años, he publicado diversos trabajos en el Centro de Investigaciones Sociológicas, una especie de sanedrín de la Sociología española. Pero, a principios del siglo XXI, se me ocurrió una investigación sobre las opiniones de las mujeres españolas que iba a realizar en colaboración con Miguel S. Valles. Mi parte la hice con un “reanálisis” de un racimo de encuestas del CIS, en el que me ayudó mucho la experticia de Iñaki de Miguel. Se trataba de comprobar, para cada grupo de edad, cómo diferían las opiniones de los varones respecto de las mujeres. Pues bien, concluido el trabajo, un anónimo consejo editorial del CIS rechazó la publicación del libro porque no cumplía las mínimas exigencias científicas. Con toda seguridad, tal arbitraria decisión no era más que una forma de censura en nombre de la malhadada doctrina oficial de la “ideología de género”.

Otra frustración profesional es la que me produjo en 2007 el aciago momento en que la ley dictaba mi jubilación forzosa como catedrático. Había una suerte de compensación simbólica, la de continuar como “catedrático emérito” tres años más. Consistía en seguir dando las mismas clases con un sueldo reducido. No obstante, venía a ser una especie de alivio psicológico para compensar el trauma de la jubilación. Era preceptivo que, para disfrutar de tal privilegio administrativo, el catedrático fuera propuesto por una comisión de colegas de la Facultad. La comisión se reunió y en mi caso acordó que yo no reunía los méritos suficientes para recibir el honor de “emérito”. Menos mal que el rector de la Complutense consideró que la cacicada no era vinculante y firmó mi nombramiento. Por esta vez salía yo a flote en el piélago de mis colegas.

Que conste que no me han faltado ocasiones de desempeñar ciertas posiciones de poder (más bien modestas, desde luego; más como experto que otra cosa), pero las he ido orillando de forma contumaz. No sabría decir por qué. Contemplo a veces con estupefacción y un punto de envidia la situación de algunos de mis colegas más afortunados. Los cuales, a pesar de los vaivenes políticos, han seguido un camino inverso: es decir, se han alojado siempre en los cuarteles de los que mandan en la política. No me atrevería a asegurar que mi postura ha sido la correcta, pues el dulce del poder nunca amarga. Puede que mi actitud obedezca a un factor de personalidad que no logro identificar. Es algo así como un extraño gusto por situarme en frente de lo que se valora o se estila oficialmente. Aun así, no creo que haya llegado nunca a la categoría de rebelde. Como queda dicho, me conformo con pasar por inconformista o disidente, a su vez, un poco por libre.

Ha sido persistente la ambivalencia de mi vida adulta entre las posibilidades de seguir una carrera política y las de continuar con mi menester sociológico, académico y de investigación. Ahora veo que se trata de un falso dilema. Las dos posibles dedicaciones no han sido alternativas reales. En ambos casos lo que tienen en común es el interés por la cosa pública, que por eso lo he desarrollado a través de mi actividad periodística, si cabe decirlo así. Quizá se explique así mi primer impulso, como adolescente, de emperrarme en seguir una carrera tan extravagante como la de Ciencias Políticas.

Todavía caben algunas ilustraciones más de mi ambivalencia radical. A principios del siglo XXI, se me ofreció la oportunidad de integrarme en el Consejo de Radiotelevisión Española. El cargo entraba en un paquete que proponía el PP en el Congreso de los Diputados junto a otro del PSOE. Ambos se aceptaban por consenso de la cámara. Aguanté unos pocos meses en el cargo hasta que me percaté de la imposibilidad de que RTVE corrigiera su tradicional sesgo de ser una maquinaria de propaganda del Gobierno. Envié una carta de dimisión al presidente del Congreso, que era socialista y quien formalmente me había nombrado. El hombre no me contestó, aunque mi destitución (“cese”) salió inmediatamente en el Boletín Oficial del Estado. Me llamó a capítulo Rodrigo Rato, a la sazón un altísimo cargo en la nomenclatura del PP. Delante de mis compañeros del grupo popular en el Consejo me echó una bronca monumental, a grito pelado, por haberme enfrentado a la sagrada norma no escrita: “Aquí las dimisiones las decido yo”, recalcó. Me sentí francamente humillado.

Otro ejemplo de mi desencanto político es un recuerdo de un curioso incidente en el centro cultural que operaba en el centro cultural Peñalba de mi pueblo, Collado-Villalba. En 2006 un grupo de vecinos afines al PP nos reuníamos en ese centro para debatir sobre cuestiones de índole política. Nuestro líder natural era Julio Henche, a la sazón concejal del PP, quien se postuló como candidato a la alcaldía. Yo colaboré con tal empeño dejando que mi nombre figurara en el último lugar de la lista de los candidatos del PP para las eventuales elecciones municipales. Vuelvo a las reuniones de Peñalba, que solíamos terminar con la audición del himno nacional, puestos en pie. Hasta que un día, un alto dirigente del PP, Francisco Granados, se personó en la reunión. Lo tomamos como un afectuoso reconocimiento. Pero la sorpresa fue que nos prohibió el rito del himno nacional. Poco tiempo después llegó una orden de la dirección del PP por la que se sustituía la candidatura de Julio Henche a la alcaldía. En su lugar, la dirección del PP colocaba a un “apparatchik” que nadie conocía. El cual ganó las elecciones, pero lo destituyeron en seguida por estar involucrado en el caso Gürtel (“correa” en alemán, por el apellido del cabecilla de la corrupción). No extrañará que de los asistentes a los debates del PP que digo salieran luego los votos para Ciudadanos y después para Vox.

El simple hecho de discurrir en público sobre los asuntos colectivos ha significado ciertos riesgos personales para el escritor. Bien es verdad que se han compensado con algunos casos de “éxitos de audiencia”. Ya me he referido a los episodios conexos con la publicación del Foessa de 1970. No eran ajenos al clima político que caracterizaba a un régimen autoritario.

Los amenes del franquismo supusieron la semilla de lo que iba a llamarse “transición democrática”, y yo me sumé con gusto a tal esperanza. A comienzos de 1975 publiqué una despiadada crítica sobre la Sociología del franquismo (Barcelona: Euros, 1975). El libro se convirtió en un memorable éxito de ventas. Se centraba en la crítica a los ministros de Franco. Resaltaba, por ejemplo, el enorme paralelismo entre los discursos del falangista Girón y las máximas de Camino, de Josemaría Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei. El contraste era chocante y divertido, dada la oposición entre los ministros “azules” (falangistas) y los “tecnócratas” (del Opus Dei). El acuerdo con la censura fue que, para lograr el nihil obstat, mi análisis no se había de referir directamente a Franco. El censor era el “aperturista” Ricardo de la Cierva, a quien le gustó mucho mi libro.

La llegada de la democracia no significó el fin de la extraña mixtura de riesgos y éxitos en la tarea de criticar “por libre” al Gobierno. En 1989 José Luis Gutiérrez y yo publicamos La ambición del César (Madrid: Temas de Hoy), una aguda crítica de la figura de Felipe González, que por entonces gozaba de una aureola de “estadista”. El libro fue otro sorprendente éxito de ventas. Debo aclarar que ambos autores habíamos votado a Felipe González en las dos primeras legislaturas.

Los reproches que nos mereció el “felipismo” palidecen ante la posterior evolución del socialismo español, con figuras tan mediocres como José Luis Rodríguez Zapatero o Pedro Sánchez. Con ellos se iba a producir silenciosamente un verdadero cambio de régimen sin tener que alterar la Constitución. Es en lo que estamos. Los sintagmas revolucionarios, sedicentemente “progresistas”, son ahora en verdad estrambóticos. Por ejemplo, “igualdad de género”, lucha contra la “violencia de género”, “memoria histórica” o “memoria democrática”, “eutanasia”, “resignificación del Valle de los Caídos”, “mesa de diálogo Cataluña-Estado”. Se añaden la labor de zapa que significa el adoctrinamiento autoritario en las escuelas y la invasión continua de los inmigrantes procedentes de culturas distantes. El resultado de tal batiburrillo es el eventual descoyuntamiento de la sociedad española tal como la conocemos, incluido el poso histórico del catolicismo. Ya es triste tal forzada mutación, si pensamos que España ha alcanzado en tres generaciones un grado de prosperidad económica como pocas veces se ha visto en el mundo. La ambivalencia nacional no puede ser mayor; o quizá sí. El Gobierno actual significa el conjunto más incompetente y dañino de todo los que ha habido en la España que me ha tocado vivir. Se define por una prepóstera conjunción de socialistas, comunistas y separatistas, que reproduce como farsa el Frente Popular de 1936. Queda el consuelo de que ahora los españoles se muestran poco violentos y en gran número son propietarios.

Mi disposición crítica respecto al poder político ha sido poca cosa en comparación con una actitud parecida respecto al “Establecimiento” académico. He citado algunas ilustraciones. Me refiero ahora al modo de entender la Sociología como orientación científica. Ya me enfrenté a lo que se estilaba oficialmente (una suerte de Sociología historicista, lo que entonces se llamaba “historia de las ideas”) al presentar mi tesis doctoral en 1960. Mi disertación era un primer análisis de la encuesta sobre los empresarios españoles en la que había empezado a colaborar con Linz. El tribunal se quedó sorprendido ante un trabajo lleno de tablas estadísticas, gráficos e incluso una muestra de fichas IBM. Me dieron la máxima calificación, aunque no creo que entendieran mucho mi radical modo de investigar. Con todo, el presidente del tribunal, Manuel Fraga Iribarne, me animó a que siguiera por ese camino de la Sociología empírica.

Algunos lustros después, después de haber roturado ampliamente el campo de las encuestas y otros instrumentos del análisis estadístico, me atreví con otra aventura intelectual. Se trataba de armar una suerte de Sociología cualitativa basada en la lectura sistemática de textos literarios. Escogí para ello algunas novelas españolas, textos autobiográficos o piezas de las revistas intelectuales norteamericanas. El nuevo estilo de análisis, que sigo practicando ahora, se nota en un estilo más literario, con profusión de cláusulas adversativas. Aplica todo ello la distinción entre “funciones latentes”(tácitas) y “funciones manifiestas”(expresas) de mi maestro Robert J. Merton. Es decir, la observación atenta de la realidad social descubre que “no todo es lo que aparece” a la vista del profano. Por debajo de lo que se expresa, alienta la verdadera realidad de lo que se siente, lo que explica la conducta. Para este nuevo enfoque cuenta mucho el dato biográfico, incluso el autobiográfico, que es casualmente lo que se desliza en el texto de esta conferencia.

La cultura que llamamos “occidental” (con harta imprecisión geográfica) descansa sobre la noción básica de la persona humana. La Sociología clásica, hasta finales del siglo XX, analizaba fundamentalmente la sociedad a través de sus estructuras e instituciones. Hasta que se empezó a deslizar la idea de que en ese estudio debería intervenir también el papel de las personas concretas. Las Ciencias Sociales todas se han beneficiado de ese nuevo enfoque que podríamos llamar humanista, psicológico o cultural. El último trabajo que he emprendido es el resultado del nuevo enfoque que digo. Se trata de un interminable estudio sobre la huella de Dios en las novelas españolas de la “edad de plata” de la Literatura. Es el periodo que va desde aproximadamente entre el fin de la I República hasta los comienzos de la II República. Será una de mis obras póstumas, y aun así quedará incompleta.

Se comprenderá ahora cómo es que, desde la Sociología estricta, he ido derivando poco a poco hacia mi interés por las cuestiones del lenguaje, como un uso social. Se traduce en unos cuantos libros de ensayo sobre el particular y cientos de artículos periodísticos. Me influyó notablemente mi estadía en 2007 como profesor visitante en la Universidad de Texas (San Antonio), invitado por el catedrático de Lingüística, Francisco Marcos-Marín. Con él publiqué un ensayo sobre la lengua española (F. Marcos-Marín y A. de Miguel, Se habla español. Madrid: Biblioteca Nueva y Fundación Rafael del Pino, 2009). Últimamente he tenido una gran relación con Damián Galmés, autor de unos atrevidos ensayos sobre etimologías. Sigo apasionado sobre la significación de los usos lingüísticos en la España actual. Sobre la cuestión de los devaneos del lenguaje cotidiano he publicado dos libros más: La magia de las palabras (Madrid: Infova, 2009) y Hablando pronto y mal (Madrid: Espasa, 2013). La veta literaria de mi producción se completa con algunos otros libros de ensayo sobre la vida cotidiana y varias novelas.

Debo señalar que, como continuación del ejemplo de Linz, con el que compartí la autoría de un par de docenas de largos artículos y un libro, he firmado muchos libros con otros colaboradores. Esta es la lista de los que han sido coautores conmigo: Juan J. Linz, Manuel Gómez Reino, Francisco Andrés Orizo, José Luis Romero, Amparo Almarcha, Juan Salcedo, Jaime Martín Moreno, Félix Moral, Antonio Izquierdo, José Luis Gutiérrez, Marta Escuín, Roberto-Luciano Barbeito, Isabel París, Guillermo Sánchez, Iñaki de Miguel. Jesís I. Matínez Paricio, Francisco Marcos-Marín, Miguel S. Valles. Dejo aparte los varios libros en los que los autores éramos realmente un equipo más o menos nutrido. Selecciono solo uno de ellos. Por iniciativa de SECOT (Seniors Españoles para la Cooperación Técnica) y sus mentores, Lucila Gómez-Baeza y Virgilio Oñate, coordiné un libro colectivo muy original. (Los mayores activos, Madrid: Caja Madrid, 2001). Colaboraron en la empresa algunos colegas como Benjamín García Sanz, Juan E. Iranzo, Antonio Izquierdo, Jaime Martín Moreno, Jesús I. Martínez Paricio, Alberto Moncada, Pedro Schwartz, Miguel S. Valles y Juan Velarde, entre otros. Fue una experiencia única de la que aprendí mucho.

A estas alturas de mi vida me planteo un enigma de difícil averiguación. Insisto en que no me considero un radical o un revolucionario. Sin embargo, he ido incubando una especie de complejo del apache Gerónimo o de miembro de los Proscritos (la banda de Guillermo Brown). Los poderes de una sociedad organizada (políticos, económicos, ideológicos) toleran, e incluso auspician, una Sociología especulativa, esencialista, crítica e incluso marxista. Al menos es lo que se lleva en España. Mi experiencia me dice que esas mismas fuerzas consideran con suspicacia una Sociología empírica o aplicada, que descubre la realidad de lo que piensa la gente. El sociólogo que razona con datos y sobre todo establece conexiones se convierte en una especie de “enemigo del pueblo”, para acogerme al personaje de Ibsen.

Desciendo otra vez a mi caso particular y constato que me han expulsado de muchos medios de comunicación donde antes había colaborado con artículos de opinión. Puedo citar estos: El País, ABC, El Periódico de Cataluña, Interviu, Radio Nacional de España, COPE, Onda cero, entre otros varios. Como compensación diré que he permanecido como comentarista habitual en Libertad Digital, desde su fundación hace 20 años. Sigo escribiendo con ganas en un periódico local, Actualidad Almanzora. Colaboré en muchos otros medios que han desaparecido o de los que me fui bonitamente. Mi inestabilidad como articulista podría ser que la idea que yo tengo de mí mismo dista mucho de la que me colocan los demás. En los manicomios de antaño eran frecuentes las personas con tal suerte de contradicción.

Después de la acumulación de tantos empeños profesionales (unos exitosos, otros fallidos), hago un paréntesis para sintetizar mi particular visión sobre el fundamento de la sociedad en la que me desenvuelvo. A primera vista, parece una intrincada floresta de especies muy variadas. Cada uno de los componentes de tal conjunto (personas, grupos, instituciones) parece ser de su padre y de su madre. Es decir, no hay forma de comprender un todo ordenado. Sin embargo, es posible alcanzar una cierta estructura en el aparente revoltijo de formas de pensar o de relacionarse que tienen los humanos. Me refiero expresamente a los españoles, porque esa es mi tribu.

La primera generalización es bien sencilla. Parto de una distinción fundamental: unas pocas personas merecen que el sujeto les tenga amor, afecto o simpatía. Todas las demás resultan más bien indiferentes. Incluso algunos individuos podrían pasar por antipáticos, o incluso odiosos, hostiles. Las principales actitudes y conductas de un sujeto son las que resultan consonantes con el círculo cercano de los otros individuos a los que dispensa afecto y normalmente se lo devuelven. También puede verse la dependencia en la otra dirección. El círculo inmediato de las personas que a uno les resultan atractivas son las que manifiestan actitudes y conductas que se consideran interesantes. Una simplificación tan nimia explica luego los entresijos de muchas instituciones, grupos y conflictos sociales. Como se verá, caigo en la herejía de mi gremio de considerar que la realidad social es, ante todo, de naturaleza psicológica, en la que cuenta mucho la herencia, los genes, la personalidad de cada uno.

En esta vida uno mantiene una dedicación central, sea estudio, trabajo, ocio o intereses varios, pero siempre personales e intransferibles. Al final, pensando en el círculo cercano, todos nos movemos por estos tres objetivos, que mantenemos más o menos discretos:

(1) Para “justificarnos” a nosotros mismos y también al resto de nuestro clan inmediato, bien sea para atenuar culpas o para resaltar merecimientos. Debe haber un equilibrio entre esas dos dedicaciones. De otra forma, podemos caer en la degradación de estos dos extremos: (a) el que se considera “humilde”, poca cosa, uno del montón, y (b) el “engreído” que se siente pletórico al envanecerse de sus méritos. Sin llegar a tales polos, todos participamos de una mezcla de ambos. Las conversaciones cotidianas incluyen muchos elementos para presumir. Por ejemplo, los niños y los viejos suelen manifestar la edad que tienen como un motivo de orgullo. Es algo que recuerdan todos en la celebración del cumpleaños. Hay personas que, además de otros merecimientos, se jactan de lo bien que les ha ido en el matrimonio, de las carreras de los hijos, de sus vacaciones; hacen bien.

(2) El segundo objetivo mira de sentirnos “reconocidos” por las personas que nos interesan, que no suelen ser muchas. Aunque también aquí se presenta un extremo patológico, el de quien nunca se siente reconocido como se merece. El reconocimiento por parte de los demás viene a ser la certificación de que se tienen en cuenta nuestras justificaciones. No hace falta llegar a la exhibición del currículum, algo que caracteriza a una minúscula proporción de profesionales. Es mucho más general la satisfacción que recibimos muchos adultos porque aparentamos menos años de los que tenemos. También cuenta que nos digan que nuestra apariencia resulta saludable. El reconocimiento más general es que se sepan nuestros datos del DNI. Nadie quiere ser del todo anónimo.

(3) Un tercer objetivo, que culmina los dos anteriores, es el de la persecución del “afecto”. No es solo el que transmite la familia de origen o el de la pareja y familia de fundación. El convento para una monja puede suplir muy bien la lejanía de la familia. En la cultura española cuenta mucho el afecto de los amigos. Ni siquiera el anacoreta más riguroso prescinde de tal deseo; simplemente lo sublima con la figura interna de Dios. Todos los demás persiguen afectos concretos terrenales.

Si se prueba que, efectivamente, tales objetivos son generales, entonces hay que concluir que existe la “condición humana”, matizada solo por algunas variaciones culturales. En cuyo caso no resulta tan difícil conocerla. Para un propósito tan sencillo no hace falta acumular estudios universitarios. Desde luego, la Sociología tampoco añade mucho a los otros saberes.

Una advertencia. Los tres nobles objetivos dichos (autojustificación, reconocimiento y afecto) llevan al peligro, si se exageran, de tallar una personalidad odiosa: el “narciso”. Es la tentación de todo el que se dedica a una tarea intelectual, artística o de comunicación. De acuerdo con el mito clásico, el narciso no es solo el que se contempla en el espejo y desarrolla un exceso de autoestima. Lo malo es que tal valoración le puede llevar a un sistemático desprecio del prójimo. El narciso requiere tantas demostraciones de afecto por parte de los demás que, a pesar de su derroche de simpatía, se convierte en odioso. Eso es así porque pierde la sensación de que algunas veces puede hacer daño a los demás. En la vida de cada uno hay que procurar rodearse de personas “queribles”, pero tanto o más necesaria es la táctica de evitar los tipos narcisistas. Mucho cuidado; suelen ser atractivos, simpáticos, y serviciales, pero también pueden hacer mucho mal sin percatarse de ello.

El esquema anterior me sirve para seguir calibrando mis méritos y mis fracasos. Un último episodio de mi asendereada vida académica. Aun siendo ya catedrático numerario, me vi forzado a abandonar la Universidad de Barcelona (Pedralbes), en donde prestaba mis servicios como vicedecano de la Facultad de Ciencias Económicas. En 1981, al tiempo de unas elecciones universitarias, contemplé con asombro un gigantesco cartel que había sido desplegado a lo largo de la fachada del edificio central: “Amando, go home”. Hice caso a la impertinente sugerencia y me trasladé por concurso a la Complutense. En el largo intervalo de los trámites, me fui un curso a la Universidad de Florida como profesor visitante. Era un episodio más de una larga sucesión de sobresaltos y vicisitudes, que aquí acabo de exponer. Mi salida de Barcelona fue el episodio último del suceso que mereció el título de “Manifiesto de los 2.300”. Fue la muy difundida protesta contra la política de “inmersión lingüística” que por entonces lanzó Jordi Pujol. Entre los otros firmantes recuerdo ahora a los profesores Santiago Trancón (que fue el redactor del famoso manifiesto), José S. Carralero, Benjamín Oltra (que trabajaba conmigo) y Federico Jiménez Losantos. A todos nos expulsó la Cataluña “establecida”, con Jiménez Losantos de una forma brutal.

En la Universidad de Florida compuse mi España cíclica (Madrid: Fundación del Banco Exterior, 1982) Era una enjundiosa investigación estadística e histórica sobre los ciclos económicos y las generaciones demográficas en la España contemporánea. Antes de la estadía en Florida, recalé unos meses en El Colegio de México, una ameritada institución que habían fundado los exiliados españoles de la guerra civil. Allí me dediqué a escribir un Ensayo sobre la población de México (Madrid: CIS, 1983).

No todo iba a ser elaborar datos estadísticos, levantar encuestas o comentar para el público los resultados de tales hallazgos. En el curso 1976-77 me trasladé a la Universidad de Yale como investigador visitante. En su impresionante biblioteca me instalé para componer una investigación cualitativa sobre los intelectuales norteamericanos. El trabajo resultó muy original y documentado; dio lugar a un enjundioso libro: El poder de la palabra (Madrid: Tecnos, 1978). Tengo la impresión de que, aparte de Salvador Giner, ningún colega español lo leyó. ¿Quién iba a interesarse por las revistas intelectuales norteamericanas?

Dije al principio de esta disertación que mi testamento adhiere la calificación de literario. Además de la polisemia de la voz “testamento”, se añade todavía más significados cuando lo escolta el adjetivo “literario”. En este caso podría haber dicho que se trata de un testamento espiritual o intelectual, pero tales calificaciones me resultan un tanto presuntuosas. Queda más auténtico decir que esta especie de testamento adhiere un carácter “literario”. Es otra palabra que admite una generosa polisemia. Después de todo, y a pesar de elaborar tantas estadísticas, uno no deja de ser un escolante de Letras.

Considero que este texto admite la calificación de “literario” por cuanto se refiere a las andanzas, triunfos y tribulaciones de este personaje que soy yo y del que intento despegarme un poco. Mis “confesiones” acaban siendo más bien de culpa. Aunque me tenga por una especie de cronista de la España contemporánea, junto al menester de sociólogo he pergeñado muchos escritos en primera persona. De esa forma me deslizo con mayor soltura por las novelas y los ensayos. El elemento estilístico común es una suerte de actitud cautelosa. Se puede observar en mis textos una manifiesta querencia por las cláusulas adversativas: “pero, aunque, sin embargo, si bien, antes bien, no obstante, por otra parte, en cambio”, etc. Por lo mismo, necesito utilizar mucho la cursiva y las comillas. En definitiva, la calificación “literaria” que se puede dar a estas “confesiones” pretende quitarles la posible trascendencia, solemnidad o superioridad moral que a veces se me desliza sin querer. El abuelo no puede evitar que pasen por heroicas, o al menos sufridas, las lejanas peripecias personales que cuenta a sus nietos.

Una benévola autocrítica que se me ocurre sobre mi dilatada obra publicada es que se han ido componiendo a un ritmo despiadado. Ni yo mismo sé por qué le he dado a la pluma con tanta delectación. No exagero, pues todo lo he escrito a mano. Para compensar tales agobios, en los últimos años he dado por leer y releer novelas para buscar en ellas algún sentido oculto. Por ejemplo, las trazas de Dios o el misterio de cómo se produjo el salto evolutivo que dio origen a la especie propiamente humana. Esto último lo he perseguido en la monumental serie de las seis novelas de Jean M. Auel que me he embaulado durante los últimos meses. Queda claro en esa fascinante ficción que la clave de la aparición de la especie humana (la que a sí misma se considera sapiens) es el recurso de las palabras articuladas. Tal habilidad es lo que determina la existencia del alma. Por eso “en el principio fue la Palabra”, como dice San Juan. Luego el carácter literario, en su más amplio sentido, es el primordial de la condición humana. Ahora entiendo la fascinación que siempre me ha producido el discurrir sobre el idioma.

Al reflexionar sobre mi alterada biografía, noto que me persigue una radical ambivalencia. He orillado con obstinación los dos grandes empeños que rigen en la sociedad española contemporánea: (a) enriquecerse, a poder ser si trabajar mucho, y (b) mandar en la política o donde sea. He declinado de modo perseverante esas dos soñadas dedicaciones de mis paisanos, lo que me ha valido no pocos menosprecios. Es más, tanto “los ricos” como “los que mandan” en distintos órdenes han sido objeto frecuente de mis análisis y de mis sarcasmos.

Las dos dedicaciones ansiadas de los españoles, enriquecerse y mandar, tienen de común que generan una especie de espíritu competitivo, con frecuencia insolidario o al menos individualista. A veces pienso que, aun desprendido yo de los afanes de hacer más dinero o conseguir más poder, sí comparto el espíritu competitivo de mis compatriotas. Supone la doble emoción de ganar y perder. No lo quiero aceptar porque me desagrada. Sin embargo, no otra cosa explica la obsesión de publish or perish (publica o perece), que se dice en la cultura académica norteamericana. Lo mío es todavía más obsesivo, pues en los Estados Unidos es imprescindible una abultada lista de publicaciones para poder medrar en el círculo académico. En cambio, en España el hecho de escribir mucho es más bien un estorbo para la carrera universitaria. He llegado a la conclusión de que, en mi excéntrico caso particular, yo compito conmigo mismo para disfrutar tanto de ganar como de perder. Ese es el atributo característico del jugador profesional.

Desde el promontorio de la senectud contemplo con cierto asombro mi trayectoria vital por lo que se refiere a mi oficio básico, que es jugar con las palabras. No acabo de entender por qué he sido un culo de mal asiento en tantas dedicaciones que he pretendido abarcar. Mi carácter tornadizo me ha llevado a demasiadas oscilaciones e infidelidades. La parte positiva es que por todo ello me invade ahora la sensación de haber vivido bastantes más años de los que certifica mi partida de nacimiento. El lado negativo es un sentimiento gemebundo de haberme perdido un vivir más placentero.

En esta hora de la postrera verdad se me ilumina la conciencia para reconocer que no logré realizar el persistente sueño de saber alemán y dedicarme a la Sociología teórica. Se me ocurre que mi torpeza lingüística quizá se explique por mi congénita incapacidad para cultivar el oído musical. Es la raíz de otras varias inseguridades que me han perseguido siempre. Por ejemplo, ¿no habría sido más dichoso de haber aceptado algunas de las oportunidades que se me han ofrecido para seguir una carrera política?

En definitiva, no sé si puede haber deseos retrógrados, pero este es el mío como despedida: habría preferido llevar una biografía más sosegada. Menos mal que he podido conseguir ese sueño en la última etapa de mi vida. Por eso, esta larga ceremonia de la despedida resulta para mi muy satisfactoria. Eso es todo. Muchas gracias.

Parque de Peñalba (Collado-Villalba), 21 de febrero, 2020.