La industria política

Es fácil convencer a la opinión de que esa transferencia de fondos del erario a los partidos es un auténtico servicio público con una alta prioridad. La prueba es que tal montante siempre crece, sea cual sea el partido que gobierne


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AMANDO DE MIGUEL

La expresión «industria política» aparece por primera vez en La voluntad, del maestro Azorín hace más de un siglo. Entonces era una cosa somera, casi doméstica. Hoy es la principal industria del país. Consiste en la fábrica de políticos, su selección y mantenimiento, utilizando gigantescos medios de propaganda, información y manifestación. Aunque se produce la natural diferencia entre los partidos políticos, resulta que todos ellos se muestran unánimes en adiestrar y premiar a sus huestes. Por ejemplo, todos los partidos están de acuerdo en legislar que el Estado les conceda a todos ellos pingües subvenciones para sus actividades.

Es fácil convencer a la opinión de que esa transferencia de fondos del erario a los partidos es un auténtico servicio público con una alta prioridad. La prueba es que tal montante siempre crece, sea cual sea el partido que gobierne.

No solo se financian los partidos con el presupuesto de las Administraciones Públicas, sino también los sindicatos y distintos grupos de presión y asociaciones de todo tipo. Puede que en algunas de esas organizaciones los directivos se seleccionen de acuerdo con los méritos, la instrucción y otras competencias objetivas. Pero en los partidos políticos se entra y se asciende sin que nadie evalúe tales méritos objetivos. Ni siquiera se pide que los políticos sepan idiomas. En su lugar, lo que cuenta es que los reclutas que entran en los distintos partidos sean sumisos a sus jefes. Conforme aumenta el grado de sumisión, esa es la principal circunstancia para ascender y medrar.

Se suele decir que los políticos ganan poco, si los comparamos con los directivos de las empresas privadas y otras organizaciones. Es cierto, pero no se tiene en cuenta que los políticos «lo tienen todo pagado». Es más, a través de los cargos políticos, sobre todo si se gobierna, las oportunidades son grandes para enriquecerse personalmente. Téngase en cuenta que hoy el sector público, controlado por una gavilla de políticos, controla casi la mitad de la producción nacional (el llamado PIB). De ahí se colige que las decisiones políticas inciden directamente en la actividad de las empresas privadas. El Estado, a través de una miríada de oficinas, adquiere una gran cantidad de bienes y servicios. Además, el Estado lo regula todo, lo que condiciona grandemente la producción del sector privado y, por tanto, sus beneficios.

La compleja red de medios de comunicación privados no podría mantenerse sin la publicidad política, directa o indirecta. Añádase la existencia de medios públicos controlados directamente por los políticos. Esa corriente de influencia significa un inmenso poder. El cuerpo de leyes, reglamentos y disposiciones de todo orden alcanza actualmente un volumen gigantesco. La “industria política” es una gigantesca fábrica de servicios de todo orden. Se comprenderá ahora la extrema competición que existe para hacer más efectivos los partidos políticos y repartirse los recursos de poder. Los diputados del Parlamento nacional o de los 17 Parlamentos regionales consiguen una notoriedad que jamás podrían alcanzar en la esfera privada. Ese es el régimen político que tenemos. Todo lo demás son macanas. De ahí que signifique poco que tengamos una u otra Constitución.