¿Forrest Trump?

La campaña contra Trump se basa en una mezcla de mentiras, verdades a medias y manipulación que trata de persuadir de que o se aceptan las razones de sus promotores, o se está a favor de la destrucción del mundo. Y, ¿quiénes han pergeñado esa disyuntiva tan alarmante? Los retrata Cristian Campos en su acertadísima columna 'Los muchos padres de Trump': los que prometieron el paraíso pero llevan a la sociedad de cabeza al pozo, y no sólo económico


Imagen: Europa Press

RAMIRO TÉLLEZ / 05·05·2017

Los directores de la histeria colectiva promovida por los detractores de Donald Trump antes incluso de su elección como presidente de EEUU pretende que nos llegue la imagen de un demonio que desayuna homosexuales, merienda negros o cena inmigrantes y de cuya voracidad sólo se libran los blancos.

Poco importa que el grupo étnico en el que menos haya calado su mensaje haya sido precisamente el de los blancos, o que Trump haya dicho por activa y por pasiva, refiriéndose al líder del KKK, que «David Duke es una mala persona, y yo he renegado de él muchas veces a lo largo de los años. He renegado de él y he renegado del KKK»; o que proclamara su afecto a la comunidad LGTB cuando, en un mitin en Greeley, Colorado, cogió una bandera multicolor y la paseó por el escenario porque, como dijo Jason Miller, su portavoz de campaña, «el señor Trump quiere ser el presidente de todos los estadounidenses y por eso mostró orgulloso una bandera con el lema ‘LGBT con Trump’ en el escenario»; o que el líder de una secta racista negra apoyara públicamente a Trump y a éste le gustara, o que, refiriéndose a los inmigrantes legales mejicanos, dijera: «Del mismo modo que, en el pasado, el trabajo de los inmigrantes ayudó a levantar nuestro país, los inmigrantes legales de hoy contribuyen de forma vital a cada aspecto de la vida de esta nación. Su esfuerzo y su compromiso con los valores estadounidenses fortalecen nuestra economía, enriquecen nuestra cultura y nos permiten entender mejor y competir de forma más eficiente con el resto del mundo».

Nada de eso importa. La campaña contra Trump se basa en una mezcla de mentiras, verdades a medias y manipulación que trata de persuadir de que o se aceptan las razones de sus promotores, o se está a favor de la destrucción del mundo. Y, ¿quiénes han pergeñado esa disyuntiva tan alarmante? Los retrata Cristian Campos en su acertadísima columna 'Los muchos padres de Trump': los que prometieron el paraíso pero llevan a la sociedad de cabeza al pozo, y no sólo económico.

No es de extrañar que el obrero de Michigan, el campesino de Kentucky o el pescador de Alaska, ya sea negro, amarillo, homosexual o inmigrante con derecho a voto haya preferido unas promesas claras, contundentes y, sobretodo, comprensibles, a las conocidas exquisiteces neo-hippies de salón cortesano que les ofrecían como alternativa esos que ahora se rasgan las vestiduras, incluso aunque el vapuleado continúe el legado de Obama en cuestiones tales como controlar las entradas desde siete países o la prolongación del muro con México.

Sin embargo, más peligrosa que esa sucia campaña de intoxicación, que necesariamente terminará provocando simpatías hacia el agraviado por su tosca falsedad, es la trivialización de conceptos como nazi o fascista aplicados a Trump sin más base que la rabieta del que se arroga un derecho divino a gobernar, trivialización que acabará por despojarlos de su verdadero significado.

Aunque lleve años gestándose, en los últimos meses dicha banalización ha alcanzado tales cotas de proliferación en Occidente que necesariamente los que estén en desacuerdo con la socialdemocracia asfixiante pueden llegar a creer que ser nazi o fascista no será tan malo si el que se opone a ella lo es, llegando a desear que uno de verdad gobierne su país. Si parte de la sociedad que está harta de casta, de privilegios, de puertas giratorias, de prebendas, de una justicia sumisa al poderoso, de cortijos, de carnets en la boca, de delincuencia, de falta de trabajo y de esperanza, de que la insulten por ser normal y que, además, tiene el natural recelo al desconocido, al terrorismo islámico… llega a la convicción de que para derrotar a los culpables de la situación ha de echarse en manos de los extremistas, de izquierda o de derecha, porque así le hacen creer que ha sucedido en EEUU, no tardaremos en ver el renacimiento de la vieja Europa de comienzos del siglo XX porque aupará por imitación histórica a nuevos Mussolinis o Lenins. Y eso, querido lector, no es nada halagüeño.

Por supuesto que se puede criticar a Trump, pero hagámoslo con raciocinio, pudor intelectual y, sobretodo, con la misma vara de medir que se ha usado con sus predecesores más inmediatos, no sea que se impida toda crítica legítima porque caiga en el saco roto de la esquizofrenia de los que han sido sus adversarios. Yo le critico su salida del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica o que continúe ciertas políticas de Obama, de la misma manera que alabo su prometida bajada de impuestos o su apuesta por la defensa del individuo en cuestiones tales como el derecho a la vida o la sexualidad. De caer en manos de la irracionalidad visceral, se estará abonando el terreno para que extremistas, estos de verdad, recojan el fruto abonado del descontento social en otros países.

Sólo el caso de Reagan muestra un precedente parecido y, entonces, lo único que sucedió es que el comunismo aceleró su derrumbe. Los estadounidenses han elegido como presidente a un señor que podrá parecer rudo, contradictorio, impulsivo… y raro, muy raro, pero lo han hecho libremente y a pesar de los medios de comunicación para que guíe a su país por un rumbo distinto al que hubiera seguido de continuar el timón en manos de la sucesora del Carter mulato. Aceptémoslo democráticamente. El tiempo dirá si estamos ante Donald Reagan o Forrest Trump. Dentro de cuatro años, ellos votarán de nuevo con la misma libertad, pero a lo peor la nuestra no será la misma de persistir en la histeria.