"De Profundis", de Oscar Wilde

La caída en desgracia de uno de los escritores más brillantes de su siglo tiene un prólogo un tanto sórdido. Wilde se enamora de Lord Douglas, un muchacho de buena cuna, seguramente poseedor de cierta inteligencia, seguramente gracioso, guapo y lleno de vida, pero vulgar y mezquino.


Retrato juvenil de Oscar Wilde
JAVIER LÁZARO SANZ / 03·09·2015

Entra Oscar Wilde en el salón y todas las damas de alta alcurnia y los elegantes caballeros se arremolinan alrededor del irlandés de oro. Sus palabras, tan ingeniosas como elegantes, atrevidas sin caer en la grosería, burbujean como el champán. Y como el champán embriagan. Esta es la imagen que tenemos de Oscar Wilde. ¿Por qué?

Quizá sea porque el autor poseyó virtudes tan brillantes y llamativas que ocultaron otras más importantes pero más discretas: por ser tan ingenioso, por tener tanta gracia y facilidad para el chiste y la ironía, posiblemente, no se le reconoce la capacidad de hablar con profundidad acerca de las cuestiones más serias de la vida. Acaso por su encanto o su carisma, por su elegancia o sus dotes para la conversación. Quizá porque la escena es verdadera: aunque esto sea un retrato muy parcial del autor, ciertamente sus palabras burbujean y embriagan como el champán, y la alta sociedad inglesa se aficionó a su presencia. Quizá también influyera el interés ajeno en desactivar lo que tenía de novedoso y revolucionario, de realmente importante: sus ideas, en fin.

Acaso también tuviera que ver en la creación de este mito cierta debilidad del propio Wilde, muy humana y comprensible. Cuando a un individuo le aplauden tanto por ser un dandi, es fácil que se rinda a los aplausos y cultive esa faceta de su personalidad o, por lo menos, use esa máscara ante el público. Puede tener relación también con cierto gusto del autor por la paradoja y por la frase lapidaria —que comparto—. O el hecho de que, como él mismo habría argumentado con toda seguridad, frívolas o no, las fiestas, la buena conversación y el champán son cosas encantadoras.
Es posible que también haya influido el hecho de habernos persuadido de que sólo puede ser serio aquello que acaba en doctrina o en sistema, y Oscar Wilde nunca quiso dar ese destino a sus reflexiones. Éste fue precisamente un rasgo de seriedad. Si uno quiere hablar en serio, antes tiene que pensar en serio. Y si uno piensa en serio, acabará cambiando de opinión, lo cual es fatal para los sistemas y las doctrinas.

Quizá también tenga que ver el haber defendido siempre el esteticismo, con el famoso lema de "el arte por el arte". Una gran frase, por cierto, que ha sido muy habitualmente malinterpretada. El arte por el arte nada tiene que ver con el artificio vacío y el adorno sin más. Ni siquiera con un arte que pretenda independizarse del mundo —nada puede independizarse del mundo, que todo lo contiene— o de la vida. Se trata de un arte que persigue una visión puramente estética del mundo. De la razón, de la utilidad, de la ética, de la religión, de las ideologías, de las normas de la sociedad: esas son las cosas de las que sí quiere independizarse el arte, cuando es "el arte por el arte". Y no le faltan razones para querer esa independencia.

Quizá también tengamos esa imagen de Oscar Wilde como autor genial pero un tanto frívolo porque, si el "arte por el arte" fuera realmente un cascarón bonito pero vacío, seguramente el cascarón con los colores más brillantes y a la vez más delicados sería el creado por él. Si fuera un mero juego, tendría siempre la mano ganadora.

Sea por una cosa o por la otra, uno de los hechos más injustos en la historia de la literatura es que haya triunfado en la imaginación del público un retrato de Oscar Wilde como artista frívolo. Precisamente Oscar Wilde, uno de los escritores más profundos de su época —una época en la que se pensó mucho—. Sea cual sea el motivo, no podemos responsabilizar al autor, que bastante nos ha dado legándonos su obra. Somos nosotros los que salimos perdiendo si nos quedamos sólo con sus aforismos ingeniosos e ignoramos la profundidad y la originalidad de su visión del mundo. Él, en cambio, nada pierde con ello: su grandeza es incuestionable. Por suerte, las palabras de Oscar Wilde no se han desvanecido como las graciosas burbujas del champán cuando llegan al límite superior del dorado líquido: al contrario, no dejan de reeditarse.

Antes dije que el retrato basado en la escena que describo al principio es exacto pero parcial. Habría que completarlo con otras escenas. Una de ellas sería la del autor en una fría celda, desgarrado por la soledad, por una brutal caída desde el prestigio, la fama y el lujo al desprecio, la miseria y los padecimientos, por un ambiente deliberadamente feo, como hecho a propósito para atacar la exquisita sensibilidad de su alma de poeta. Al principio, según propia confesión, sumido en la rabia y en un dolor paralizante. Después, tras el titánico esfuerzo de recoger los pedacitos de su vida, asumiendo su dolor y convirtiéndolo en algo bello. Es el mismo hombre que daba lustre a los salones más elegantes de Europa, unos años más tarde y recluido en la cárcel de Reading. Es Oscar Wilde escribiendo esa larga y exquisita epístola a quien no se la merecía: De Profundis.

La caída en desgracia de uno de los escritores más brillantes de su siglo tiene un prólogo un tanto sórdido. Wilde se enamora de Lord Douglas, un muchacho de buena cuna, seguramente poseedor de cierta inteligencia, seguramente gracioso, guapo y lleno de vida, pero vulgar y mezquino. El joven, por su parte, es posible que llegue a amar a Wilde en algún momento de su relación —seamos generosos y concedámosle el beneficio de la duda—. Sobre todo se siente fascinado por su fama y su talento, y atraído por su fortuna. Douglas arrastra a Wilde a una vida desordenada y le exprime económicamente. Sus gustos son caros. Es caprichoso y está acostumbrado a salirse con la suya. Es temperamental y sus estallidos de ira dañan la sensibilidad del escritor y, cuando sobrepasan los límites de la intimidad, su reputación. Por último, Lord Douglas termina de hundir a Wilde cuando le involucra en una deleznable disputa con su padre, con quien estaba enfrentado el joven aristócrata desde hacía tiempo. El padre, noveno marqués de Queensberry, escribe una nota que acusa a Wilde de sodomita —no olvidemos que esto era, entre otras cosas, un delito en aquella época—. Lord Douglas hijo convence a Wilde para que demande a su padre por difamación. El marqués, como era de esperar, contraataca y logra mandar a Wilde a la cárcel. Es entonces cuando el irlandés escribe De Profundis, una larga carta dirigida a su examante, a quien considera causante de su ruina.

De acuerdo con las circunstancias en las que se escribió, se trata de una obra tan típica como atípica de su autor. El hecho lo describe el propio Wilde de forma admirable. Cuenta que, en una ocasión, siendo aún estudiante, le dijo a un compañero que el mundo era un jardín de cuyos árboles quería probar todas las frutas. Pasados los años, y habiendo tenido la experiencia del sufrimiento, se dio cuenta de que su error había sido limitarse a la mitad del jardín bañada por el sol; su desgracia, en cambio, le había llevado a probar también las frutas de la mitad sombría. La desdicha no le ha forzado a renunciar a su plan; al contrario, le ha permitido completarlo, pues no le habría sido posible probar todas las frutas de todos los árboles del jardín sin visitar la parte sombría. De igual manera, De Profundis encaja en la obra de Wilde, a la que aporta nuevos e insospechados sabores. Comparte con su producción ensayística algunos temas, como son la importancia de la imaginación, el individualismo, la reflexión sobre el arte y los artistas o la simplificación —pero es una simplificación justa— de la historia de los movimientos artísticos en dos grandes tendencias: clasicismo y romanticismo. En cuanto a su defensa de la importancia del arte, siempre apasionada, en esta obra se vuelve además muy personal. Entre los reproches que hace a Lord Douglas, el primero y uno de los más repetidos es que su presencia le había impedido dedicar a su obra el tiempo que merecía: esto mortificaba a Wilde. En otro momento de la carta, critica duramente la traducción que hiciera su antiguo amante de su obra de teatro Salomé. Aquí Wilde se revela como un artista maduro consciente de su importancia: la traducción debe ser digna de la obra original y de ninguna manera puede aceptar una traducción deficiente, sea cual sea su relación personal con el traductor.

Aparte de los temas mencionados, en De Profundis cobra una importancia enorme otro al cual el autor apenas había prestado atención hasta entonces: el dolor y lo que el dolor nos enseña acerca de la vida, las lecciones aprendidas del lado sombrío del jardín y sus amargos frutos. Retoma el argumento —ya expuesto en el muy lúcido ensayo El alma humana bajo el socialismo— de que Cristo fue el primer gran individualista y un artista genial —cuya obra fue su vida— a causa de su poderosa imaginación. Sin embargo, en De Profundis la evocación de Cristo —o su invención, poco importa— se torna mucho más vívida que en El alma humana. Es éste un tema fascinante por su multiplicidad de lecturas. Es imposible no relacionar la importancia de la figura de Cristo en De Profundis con la conversión de Wilde al catolicismo poco después de su salida de la cárcel; sin embargo, en la carta afirma que nada espera de la religión y que el Cristo del que habla no está en las iglesias. En cualquier caso, creo que el retrato del campesino de Galilea que nos pinta Wilde es muy estimulante y no depende de si era el hijo de una mujer virgen y un Dios todopoderoso, o de José y María. De hecho, ni siquiera depende de la existencia histórica de Jesús. Sí hay que señalar que Wilde ha tenido el valor de tomar partido ante una de las cuestiones fundamentales de nuestra cultura occidental. Somos el producto de la hibridación de la herencia grecolatina con la influencia judeocristiana. Oscar Wilde, en su sensibilidad, en su pensamiento y en su vida tiene mucho de la antigüedad griega. Escribió diálogos filosóficos como Platón, toda su vida le debe mucho al epicureísmo y sus relaciones con hombres más jóvenes tenían mucho de la relación maestro-discípulo típica de la Grecia clásica. Es notorio por lo tanto que el autor, en su madurez, integrase cada vez más la imagen de Cristo en su visión del mundo. En cualquier caso, no parece la preocupación típica de un dandi —aunque sin duda sea compatible ocuparse de estos temas con la capacidad de combinar correctamente las corbatas con las camisas—.

Por lo demás, abundan en De Profundis observaciones agudas, exactas, profundas, imaginativas, o todo a la vez, como en el resto de su obra. Podrían destacarse muchas ideas pero me limitaré a repetir dos que asombraron a Jorge Luis Borges. Una, que me parece de una profundidad psicológica extraordinaria, es la afirmación de que arrepentirse de un acto es modificar el pasado. La otra, de índole más metafísica es el dictamen —para Borges, digno de Leon Bloy o Swedenborg, y eso es mucho decir para el argentino— de que en cada momento todo hombre es lo que ha sido y lo que será.

En cuanto al estilo, es tan elegante como siempre; las imágenes son sorprendentes a la vez que precisas; su sabia dosificación hace que no se vuelvan cargantes; las frases fluyen de tal manera que el texto, pese a la densidad de ideas, nunca se vuelve farragoso. Sin embargo, la perfección tiene en este caso un mérito extraordinario tratándose de una obra escrita con una pobreza de medios absoluta, en un ambiente horrendo, y además dirigida a una sola persona. Quiero decir que la perfección de esta obra es, además de placentera, conmovedora. En realidad, todo es enormemente conmovedor. Resulta difícil leer De Profundis sin que los ojos, aquí y allá, se nos empañen con las lágrimas; por ejemplo, ante la expresión desnuda de la emoción que siente el autor cuando un amigo le honra con un sencillo pero valiente gesto: quitarse el sombrero a su paso cuando era trasladado de la cárcel al juzgado. Más allá del momento de la lectura, es muy probable que el lector salga transformado de la misma, que descubra nuevos colores, nuevas luces y nuevas sombras, nuevos matices en la belleza del mundo y en su fealdad: en definitiva, una sensibilidad acrecentada nacida de una imaginación más rica y más viva. Seguramente, esta fuera la intención de Oscar Wilde respecto a Douglas al escribirle la larga misiva. Uno de los defectos más importantes del jovencito es, según Wilde, la falta de imaginación. Es la imaginación para este autor, por cierto, un concepto que atañe, entre otras cosas, a la moral. Quien sea capaz de imaginar el sufrimiento ajeno será incapaz de provocarlo. Y al revés: quien no pueda hacerlo, será insensible, como le pasa tantas veces a Douglas respecto a los padecimientos que provoca. Es por ello que Wilde apela al muchacho para que intente reavivar su imaginación, moribunda por aquel entonces. No funcionó el plan con el joven aristócrata malcriado. Innumerables lectores, en mayor o menor medida, vendríamos a ocupar su lugar tras la publicación de la carta.

Una última cuestión: escribió Borges acerca de Oscar Wilde que el sabor fundamental de la obra del irlandés es la felicidad. Si en este aspecto De Profundis es una obra típica del autor o todo lo contrario no es algo que yo pretenda determinar. Me parece un asunto debatible, así que lo dejaré al juicio de cada lector. Mi opinión es que la obra sigue siendo feliz, aunque se escriba en un momento desdichado y narre hechos desdichados. La vida de Oscar Wilde, desde el momento en que ingresa en la cárcel —y quizá desde antes— hasta su muerte poco después de salir de prisión puede considerarse un fracaso en muchos aspectos. Moldear su dolor y darle una forma tan bella como De Profundis es un triunfo grandioso.