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J. A. SÁEZ CALVO
Había una vez… un circo. Pero no de esos con carpas a rayas, payasos entrañables y elefantes tristes. No, este es un circo más ambicioso, con sede en el planeta entero, patrocinado por multinacionales, gobiernos variopintos y medios de comunicación con permanente vocación de ilusionistas. En este ámbito no hay entradas, porque todos estamos dentro. No se compra una entrada, se nace con ella. Y si bien a veces parece que uno pueda elegir asiento en primera fila, en el gallinero o detrás de la columna, la función es la misma para todos: distracción, confusión, mentiras y palomitas con sabor a resignación.
El decorado cambia, sí. Hoy puede que sea Oriente Medio o algún rincón olvidado del Sahel, mañana la bolsa o las inmobiliarias asiáticas, pasado una cumbre climática que termina en cena con langosta y casi siempre, al final, una rueda de prensa gubernamental. Pero el guion es el mismo desde hace años: el número central se llama: “Que no se note mucho” y lo protagonizan gobiernos, bancos centrales, grandes tecnológicas y organismos internacionales con cara de póker. Vemos equilibristas que andan sobre la cuerda floja de la economía y la promesa, prestidigitadores que convierten una subida de precios en una “normalización monetaria” y domadores de opinión pública que hacen que aplaudamos, aunque estemos pagando el triple por la luz, si es que no hay un apagón.
¿Qué surge un conflicto internacional? Tranquilos, lo resolvemos en cinco minutos en un telediario. ¿Que un país empobrece tras años de imprimir dinero como si fueran panfletos de feria? Bah, eso no es colapso, es “modelo alternativo de desarrollo”. ¿Que una deuda impagable ha hecho saltar por los aires una economía? Será que no supieron leer bien la letra pequeña del FMI. ¿Que una guerra comercial va a hacernos pagar más por un móvil o un kilo de arroz? No importa, se disfraza de “relocalización estratégica” o “transición geoeconómica” y a otra cosa. ¿Qué se arruinan nuestros agricultores?, no pasa nada, nosotros seguimos imponiéndonos exigencias verdes cada vez más estrictas, mientras abrimos la puerta a productos del exterior sin el mismo control, sin trazabilidad y, por supuesto, sin etiqueta. Pero eso sí, todos muy comprometidos con el planeta.
En este espectáculo global, las pistas son muchas y simultáneas. Una para los dramas internacionales con fuegos artificiales y misiles inteligentes. Otra para las farsas nacionales, esas en las que los políticos se enzarzan a gritos en prime time y luego, sin despeinarse, retoman el libreto habitual, pactos incluidos y férrea fidelidad al relato. En ese escenario, además, los intérpretes cambian de papel según convenga, sin rubor y sin que nadie pida explicaciones. Una tercera pista más discreta, con luz tenue, para la corrupción que apesta, aunque se finja que no está con juegos de magia institucional. Y la cuarta, claro, la sección de los medios, donde se ensayan los malabares con la verdad, se cambia el foco con la agilidad de un prestidigitador, y se venden titulares como si fueran algodón de azúcar: dulces, pegajosos, y sin valor nutritivo alguno.
Pero no se preocupen, porque nosotros, el público, estamos bien domesticados. Hace tiempo que nos enseñaron a mirar solo hacia donde nos señalan. Aprendimos a no salirnos de la fila, a no hacer demasiadas preguntas. Si algo huele mal, seguro que es cosa del vecino y no porque nos estén quemando la casa por dentro. Si algo nos incomoda, cambiamos de canal, bloqueamos al pesado de turno en redes, o nos refugiamos en una maratón de series que nos devuelva la ilusión de que todo es ficción. Y así, poquito a poco, como los prisioneros de la caverna de Platón, vamos confundiendo las sombras con la realidad, tomamos partido y hasta les cogemos cariño.
¿Y qué pasa cuando alguien quiere levantarse de la grada y decir que no se lo cree? Pues rápido lo etiquetan: exagerado, raro, sospechoso… o simplemente, un aguafiestas. Porque, ojo, lo peor que puedes hacer en este circo no es lanzar un pastel a la cara del director de pista, sino negarte a aplaudir. Aquí se espera de ti una participación pasiva pero entusiasta. Puedes indignarte, claro, pero solo un rato y por una red social. Puedes protestar, pero sin salirte del guion. Lo importante es que sigas pasando por caja, aunque cada vez la bolsa traiga menos producto y cueste más.
Quienes ofician la ceremonia, con sonrisa entrenada y voz de podcast nos aseguran que todo está bajo control. Que el mundo, un poco revuelto, avanza hacia el progreso. Si hay inflación, es porque somos demasiado exigentes. Estallan guerras, debe ser culpa del pasado, de un loco, del clima, o de algún algoritmo. Y si todo parece un espectáculo, es porque así funciona la democracia, con distracción, sí, pero democrático.
Y mientras tanto, las redes sociales se han convertido en escenario alternativo. Allí, los bufones amateurs hacen sátira, los domadores se pelean por los “likes” y los magos del titular fácil nos hipnotizan con epígrafes como “No vas a creer lo que dijo o hizo x”. Es cierto que ahí se cuela de todo: verdad, mentira, delirio y genialidad. Pero también es cierto que, a veces, entre meme y meme, alguien consigue encender una linterna y mostrar lo que pasa entre bambalinas.
Claro que, a los dueños de la función eso no les hace mucha gracia. Por eso están tan ocupados en regular, normalizar, censurar, etiquetar y empujar contenidos hacia el olvido digital. No vaya a ser que el público empiece a levantarse de sus asientos, se cuele en la pista y decida que ya no quiere ver más números de escapismo ni a más equilibristas haciendo malabares con la salud mental, las pensiones, los valores y las certezas.
Afortunadamente, todavía quedan payasos auténticos. Provocan una risa con doble sentido, haciendo pensar, se permiten el error sin malicia y se ponen la nariz roja no para ocultarse, sino para señalar el absurdo. De repente vemos espectadores que ya no se lo tragan todo, han aprendido a leer entre líneas, se ríen del número y del narrador, igualmente sospechan cuando el foco gira demasiado deprisa o cuando suben la música justo para tapar lo importante que ocurre fuera de plano.
Porque sí, el circo sigue ahí. El mismo. Grande, envolvente, cada vez más ruidoso y enredado en su propio caos.
No perdamos la esperanza de percibir que algo empieza a cambiar; tiene que hacerlo. Ya hay quien no aplaude por inercia.
Son necesarias personas que estén dispuestas a dejar la grada, a salirse del guion y a expresar libremente, con calma, pero con firmeza: “yo ya no estoy para más números, ni cómicos, ni trágicos”.
Y cuando eso pase, tal vez se rompa el hechizo y el espectáculo empiece a cambiar.
El decorado cambia, sí. Hoy puede que sea Oriente Medio o algún rincón olvidado del Sahel, mañana la bolsa o las inmobiliarias asiáticas, pasado una cumbre climática que termina en cena con langosta y casi siempre, al final, una rueda de prensa gubernamental. Pero el guion es el mismo desde hace años: el número central se llama: “Que no se note mucho” y lo protagonizan gobiernos, bancos centrales, grandes tecnológicas y organismos internacionales con cara de póker. Vemos equilibristas que andan sobre la cuerda floja de la economía y la promesa, prestidigitadores que convierten una subida de precios en una “normalización monetaria” y domadores de opinión pública que hacen que aplaudamos, aunque estemos pagando el triple por la luz, si es que no hay un apagón.
¿Qué surge un conflicto internacional? Tranquilos, lo resolvemos en cinco minutos en un telediario. ¿Que un país empobrece tras años de imprimir dinero como si fueran panfletos de feria? Bah, eso no es colapso, es “modelo alternativo de desarrollo”. ¿Que una deuda impagable ha hecho saltar por los aires una economía? Será que no supieron leer bien la letra pequeña del FMI. ¿Que una guerra comercial va a hacernos pagar más por un móvil o un kilo de arroz? No importa, se disfraza de “relocalización estratégica” o “transición geoeconómica” y a otra cosa. ¿Qué se arruinan nuestros agricultores?, no pasa nada, nosotros seguimos imponiéndonos exigencias verdes cada vez más estrictas, mientras abrimos la puerta a productos del exterior sin el mismo control, sin trazabilidad y, por supuesto, sin etiqueta. Pero eso sí, todos muy comprometidos con el planeta.
En este espectáculo global, las pistas son muchas y simultáneas. Una para los dramas internacionales con fuegos artificiales y misiles inteligentes. Otra para las farsas nacionales, esas en las que los políticos se enzarzan a gritos en prime time y luego, sin despeinarse, retoman el libreto habitual, pactos incluidos y férrea fidelidad al relato. En ese escenario, además, los intérpretes cambian de papel según convenga, sin rubor y sin que nadie pida explicaciones. Una tercera pista más discreta, con luz tenue, para la corrupción que apesta, aunque se finja que no está con juegos de magia institucional. Y la cuarta, claro, la sección de los medios, donde se ensayan los malabares con la verdad, se cambia el foco con la agilidad de un prestidigitador, y se venden titulares como si fueran algodón de azúcar: dulces, pegajosos, y sin valor nutritivo alguno.
Pero no se preocupen, porque nosotros, el público, estamos bien domesticados. Hace tiempo que nos enseñaron a mirar solo hacia donde nos señalan. Aprendimos a no salirnos de la fila, a no hacer demasiadas preguntas. Si algo huele mal, seguro que es cosa del vecino y no porque nos estén quemando la casa por dentro. Si algo nos incomoda, cambiamos de canal, bloqueamos al pesado de turno en redes, o nos refugiamos en una maratón de series que nos devuelva la ilusión de que todo es ficción. Y así, poquito a poco, como los prisioneros de la caverna de Platón, vamos confundiendo las sombras con la realidad, tomamos partido y hasta les cogemos cariño.
¿Y qué pasa cuando alguien quiere levantarse de la grada y decir que no se lo cree? Pues rápido lo etiquetan: exagerado, raro, sospechoso… o simplemente, un aguafiestas. Porque, ojo, lo peor que puedes hacer en este circo no es lanzar un pastel a la cara del director de pista, sino negarte a aplaudir. Aquí se espera de ti una participación pasiva pero entusiasta. Puedes indignarte, claro, pero solo un rato y por una red social. Puedes protestar, pero sin salirte del guion. Lo importante es que sigas pasando por caja, aunque cada vez la bolsa traiga menos producto y cueste más.
Quienes ofician la ceremonia, con sonrisa entrenada y voz de podcast nos aseguran que todo está bajo control. Que el mundo, un poco revuelto, avanza hacia el progreso. Si hay inflación, es porque somos demasiado exigentes. Estallan guerras, debe ser culpa del pasado, de un loco, del clima, o de algún algoritmo. Y si todo parece un espectáculo, es porque así funciona la democracia, con distracción, sí, pero democrático.
Y mientras tanto, las redes sociales se han convertido en escenario alternativo. Allí, los bufones amateurs hacen sátira, los domadores se pelean por los “likes” y los magos del titular fácil nos hipnotizan con epígrafes como “No vas a creer lo que dijo o hizo x”. Es cierto que ahí se cuela de todo: verdad, mentira, delirio y genialidad. Pero también es cierto que, a veces, entre meme y meme, alguien consigue encender una linterna y mostrar lo que pasa entre bambalinas.
Claro que, a los dueños de la función eso no les hace mucha gracia. Por eso están tan ocupados en regular, normalizar, censurar, etiquetar y empujar contenidos hacia el olvido digital. No vaya a ser que el público empiece a levantarse de sus asientos, se cuele en la pista y decida que ya no quiere ver más números de escapismo ni a más equilibristas haciendo malabares con la salud mental, las pensiones, los valores y las certezas.
Afortunadamente, todavía quedan payasos auténticos. Provocan una risa con doble sentido, haciendo pensar, se permiten el error sin malicia y se ponen la nariz roja no para ocultarse, sino para señalar el absurdo. De repente vemos espectadores que ya no se lo tragan todo, han aprendido a leer entre líneas, se ríen del número y del narrador, igualmente sospechan cuando el foco gira demasiado deprisa o cuando suben la música justo para tapar lo importante que ocurre fuera de plano.
Porque sí, el circo sigue ahí. El mismo. Grande, envolvente, cada vez más ruidoso y enredado en su propio caos.
No perdamos la esperanza de percibir que algo empieza a cambiar; tiene que hacerlo. Ya hay quien no aplaude por inercia.
Son necesarias personas que estén dispuestas a dejar la grada, a salirse del guion y a expresar libremente, con calma, pero con firmeza: “yo ya no estoy para más números, ni cómicos, ni trágicos”.
Y cuando eso pase, tal vez se rompa el hechizo y el espectáculo empiece a cambiar.