![]() |
.. |
JUAN LUIS PÉREZ TORNELL
Los mitos no desaparecieron con los griegos. Sirvieron entonces para ofrecer una explicación de lo inexplicable: el trueno que acompaña al inmediato rayo, manifestación de Zeus, que le precede. Alguno, como el de Perséfone y la semilla de la granada, explicaba bellamente cómo de la muerte del invierno surgía una y otra vez la vida de la primavera. Había pues, así, esperanza.
Después, o antes, los mitos se llamaron religiones, que consolaban o aterrorizaban, marcando los límites del camino del cual eran guías, para transitar decorosamente con sus instrucciones por este valle de lágrimas cuando la aventura era demasiado corta o, por el contrario, se hacía, por distintas razones, demasiado larga, a la espera de encontrar algo mejor o, al menos, más sólido que éste extraño camino a ninguna parte que es la vida.
El mito es necesario para esquivar la fría dureza de la razón, que tiene siempre algo de inhumano, como todo lo inevitable.
No han desaparecido, como sí lo han hecho, en Occidente al menos, las creencias que durante tanto tiempo acompañaron y dieron forma a la cultura de la que somos tributarios.
La luz cegadora de la demostración científica disipa de forma inmisericorde el misterio que tan grato y acogedor resultaba en la tibia oscuridad de templos y catedrales, antes de que los profanara para siempre Le Corbusier.
La relativamente reciente sustitución del paradigma por el que ha optado el mundo occidental no ha sido plenamente satisfactoria. Hasta los más endurecidos escépticos tendrán que reconocerlo conmigo.
La razón, el sentido común, no es un don mayoritario. Y quizá es bueno que así sea. Por ello hay un mito contemporáneo que no solo subsiste sino que se revela como extraordinariamente popular, y que parte de una base sólidamente cristiana, de la que ha tomado el testigo la nueva fe que lo defiende: la igualdad.
Esa igualdad, que sería de aplicación en un futuro nebuloso, es un deseo sagrado que pervive como misterio indemostrable en tantísimos corazones.
Hay un proverbio italiano que, con la crueldad de la razón, dice algo así como “cuando acaba la partida, el Rey y los peones se guardan en la misma caja”.
Lo más parecido que se me ocurre al atisbo de ese mito de la igualdad, en cuyo nombre, por cierto, tantos desafueros se han cometido y se cometen, me parece a mí que son las dos edades del hombre: la primera y la última.
En el parvulario todos los seres que pululan, son potencia de lo que serán, de sus alegrías y de sus penas. Todo es posible en ellos, todo es potencia y en todos el acto, hacer pipí por ejemplo, les es dado sin privilegios con idéntica y libérrima igualdad.
En la última edad, del mismo modo, se reproduce, como en el caso de Perséfone, como cada primavera, la misma maravillosa igualdad: en el Hogar de la Tercera Edad los que fueron un día niños se reencuentran y vuelven a jugar al dominó: sus vidas fueron diferentes. El acto en sus vida existió de mil maneras, la desigualdad fue la regla. Pero ya es irrelevante. En la distancia y en el tiempo se difuminó. La liebre ha entrado en la caja de la que salió. La carrera ha terminado y las luces del canódromo están pronto a apagarse.
Ya, para todos ellos, como recordaba Santa Teresa, “cada día tiene su afán”. Y la igualdad, como un fuego artificial brilla, por fin, hermoso y efímero, sobre todos ellos.
No sé por qué se me ocurre todo esto mientras estoy sumando mis bases de cotización.
Después, o antes, los mitos se llamaron religiones, que consolaban o aterrorizaban, marcando los límites del camino del cual eran guías, para transitar decorosamente con sus instrucciones por este valle de lágrimas cuando la aventura era demasiado corta o, por el contrario, se hacía, por distintas razones, demasiado larga, a la espera de encontrar algo mejor o, al menos, más sólido que éste extraño camino a ninguna parte que es la vida.
El mito es necesario para esquivar la fría dureza de la razón, que tiene siempre algo de inhumano, como todo lo inevitable.
No han desaparecido, como sí lo han hecho, en Occidente al menos, las creencias que durante tanto tiempo acompañaron y dieron forma a la cultura de la que somos tributarios.
La luz cegadora de la demostración científica disipa de forma inmisericorde el misterio que tan grato y acogedor resultaba en la tibia oscuridad de templos y catedrales, antes de que los profanara para siempre Le Corbusier.
La relativamente reciente sustitución del paradigma por el que ha optado el mundo occidental no ha sido plenamente satisfactoria. Hasta los más endurecidos escépticos tendrán que reconocerlo conmigo.
La razón, el sentido común, no es un don mayoritario. Y quizá es bueno que así sea. Por ello hay un mito contemporáneo que no solo subsiste sino que se revela como extraordinariamente popular, y que parte de una base sólidamente cristiana, de la que ha tomado el testigo la nueva fe que lo defiende: la igualdad.
Esa igualdad, que sería de aplicación en un futuro nebuloso, es un deseo sagrado que pervive como misterio indemostrable en tantísimos corazones.
Hay un proverbio italiano que, con la crueldad de la razón, dice algo así como “cuando acaba la partida, el Rey y los peones se guardan en la misma caja”.
Lo más parecido que se me ocurre al atisbo de ese mito de la igualdad, en cuyo nombre, por cierto, tantos desafueros se han cometido y se cometen, me parece a mí que son las dos edades del hombre: la primera y la última.
En el parvulario todos los seres que pululan, son potencia de lo que serán, de sus alegrías y de sus penas. Todo es posible en ellos, todo es potencia y en todos el acto, hacer pipí por ejemplo, les es dado sin privilegios con idéntica y libérrima igualdad.
En la última edad, del mismo modo, se reproduce, como en el caso de Perséfone, como cada primavera, la misma maravillosa igualdad: en el Hogar de la Tercera Edad los que fueron un día niños se reencuentran y vuelven a jugar al dominó: sus vidas fueron diferentes. El acto en sus vida existió de mil maneras, la desigualdad fue la regla. Pero ya es irrelevante. En la distancia y en el tiempo se difuminó. La liebre ha entrado en la caja de la que salió. La carrera ha terminado y las luces del canódromo están pronto a apagarse.
Ya, para todos ellos, como recordaba Santa Teresa, “cada día tiene su afán”. Y la igualdad, como un fuego artificial brilla, por fin, hermoso y efímero, sobre todos ellos.
No sé por qué se me ocurre todo esto mientras estoy sumando mis bases de cotización.