La grandeza de lo pequeño


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

A Juan Grima Cervantes con admiración.

Cuando mi abuelo materno murió, en 1969, yo tenía 10 años. En mi casa se pasaba de puntillas sobre la Guerra Civil, era esa ya entonces, y después, la denominación consensuada. Y había un pacto tácito, en mi familia al menos, de no remover los rescoldos sepultados por una capa de ceniza que año tras año se iba haciendo más espesa.

En 1956 el Partido Comunista de España desde la clandestinidad había promovido, al acercarse los 20 años del final de esa Guerra entre españoles, una campaña política denominada “Por la Reconciliación Nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español”.

Hoy, en 2024, removidos con furia los rescoldos, parece tan extraño, tan ajeno… que resulta especialmente hermoso, por la generosidad de los vencidos, aquel nombre que casi prefiguraba lo que sería la Transición que habría de llegar en 1976.

Nunca hablé con mi padre de lo que pasó en esos años del 36 al 39 y después. Lamento no haberlo hecho. Pero la Guerra era, me pareció intuir, algo de lo que nadie se sentía satisfecho, en mi familia al menos, y en la que, como en tantas, no había vencedores y vencidos, ni buenos ni malos, una vez disipado, como en la Ilíada, el polvo de las batallas.

Cuando mi madre murió en 2011, sentí la necesidad de conocer los motivos por los que mi abuelo había sido sometido a un consejo de guerra y expulsado del ejército. El juez togado de la Justicia Militar que autorizaba el examen de los expedientes, me permitió acceder al del juicio de mi abuelo, que fotografié y conservo.

La lectura de ese legajo cambió para siempre, más que las más doctas investigaciones, más que las más depuradas estadísticas, más que los más célebres libros de la historia general, mi visión de aquel acontecimiento, que para mí era tan remoto como cualquier conflicto medieval: el expediente era la guerra que llamaba a las puertas de mi familia, a mi abuelo al que llegué a conocer y sus repercusiones en todos los que compartieron las consecuencias de aquel desastre, hoy convertido en la caricatura desprovista de esa “paz, piedad y perdón” que solicitaba Azaña en sus últimos días.

La micro historia se reveló así, para mí, en toda su grandeza en las páginas amarillas, llenas de un lenguaje anticuado, con las jaculatorias y expresiones pasadas de moda de un procedimiento judicial.

A Juan Grima esta comarca, y la provincia entera, le debe el reconocimiento de haber preservado todo un legado de historias pequeñas que tiene la calidez de lo cercano: su extensa colección de fotografías primitivas que no pierden por eso su proximidad y su labor incesante de rescate de ese pasado mínimo e íntimo conservado en esas cápsulas del tiempo que confecciona con su editorial. A esa mínima historia que, por nuestra, de cada uno de nosotros, nos toca más de cerca que la biografía de los Claros Varones de Castilla, y a las que nos aproximan figuras locales, eruditos enamorados de lo mínimo, extravagantes personajes de cosas pasadas “ma non troppo”. Esa labor complementa y humaniza a esa “Grande e general Estoria” repleta de reyes confusos e indistinguibles.

A esa saga pertenece por derecho propio Juan Grima.

Dice la Biblia “por sus obras los conoceréis”. A mí me han fascinado, además de su incesante actividad y sin conocerlo en persona, entre otras cosas, el maravilloso libro de fotografías de Garrucha, tan primorosamente editado en su día por la editorial “Arráez”, con el auspicio del Ayuntamiento de Garrucha y de su Alcalde D. Adolfo Pérez López. A ambos el mérito que les corresponde.

Y por reseñar también una obra de largo aliento, citar su revista “Axarquía”, en la que un contenido de alto nivel se reviste con la forma de una muy cuidada edición.

Aquel libro, dudo que el Ayuntamiento de la capital tenga una obra semejante, mostrándoselas a nietos y bisnietos, desafectos o no, rescató amorosamente de tantos cajones esas fotos de varias generaciones y que al unificarlas en un libro cobraron un nuevo sentido; y con su edición conjunta se transmutaron de viejas en antiguas. Pronto esos nietos y bisnietos seremos a nuestra vez víctimas del tiempo; “alguna vez se pondrá el tiempo amarillo sobre mi fotografía”, nos recordaba Miguel Hernández.

El tiempo que devasta a las cosas y a las gentes solicita esa mirada nueva sobre lo que es pequeño, próximo y aparentemente residual, que alguien, con una especial sensibilidad les proyecta, y que, aunque no lo sepamos los demás, antes o después buscaremos, como yo en un momento de mi historia, mínima y personal, busqué el pasado que alguien tuvo a bien conservar.