A vuela pluma sobre la manifestación del 1 de mayo


..

CLEMENTE FLORES MONTOYA

La singularidad novedosa de la manifestación que tuvo lugar en Madrid el 1 de mayo es que en primera línea y “a upas” de los líderes sindicales marcharon al menos ocho ministros de la nación. No fueron para lanzar eslóganes reivindicativos en su condición de “trabajadores”, sino para “predicar la buena nueva” que su líder, recluido cinco días en “el Tabor de la Moncloa”, se había prometido: vamos a desenmascarar a todos aquellos que hacen del insulto, de la difamación, de la mentira, del bulo y de la deslegitimación de la democracia, una realidad aparente que nada tiene que ver con lo que piensa la mayoría de los ciudadanos.

Antes de finalizar el evento, los organizadores (según El País) acusaron al Ayuntamiento de Madrid de haber tratado de “boicotear” el evento. ¿Quién lo diría después de contemplar la comitiva?

Poco que añadir sobre lo ocurrido salvo la sorpresa de haber visto, yo al menos, por primera vez a los ministros del Gobierno asistiendo “en manada” a una manifestación de trabajadores.

Señores ministros: yo soy de una mayoría que cree que el 1 de mayo ustedes, como ciudadanos, que no como ministros, pueden ir donde quieran, pero me produce cierto repelús verlos en cabeza de la manifestación de “los trabajadores”. Los trabajadores que debían ir o estar representados en la manifestación son los parados españoles, cuya tasa es muy alta comparada con la de otros europeos; los asalariados del campo que no encuentran acomodo aquí y que siguen yendo cada año a vendimiar a Francia o los jóvenes de los que aproximadamente uno de cada tres no encuentra trabajo. No voy a incidir sobre su presencia en una manifestación de trabajadores, porque en este tema, siendo hijo y nieto de trabajadores manuales y habiendo sido toda mi vida asalariado no puedo entrar en lo que me parece un cachondeo.

En cuanto a la apelación del presidente contra el encanallamiento de la política estoy gratamente sorprendido y, como muchos españoles, en contra de la asfixiante polarización política que se respira, de la que creo, además, que él, no es ajeno.

Me cuento entre los españoles que cada día que amanece son informados por los medios de comunicación de nuevos y antiguos casos de rapiña y corrupción, con los que siempre están relacionados personajes conocidos de la Administración y/o de la clase política. Todo empieza con un cacareo ensordecedor cuando aparece tal o cual denuncia y acaba en un murmullo que languidece mientras va tomando forma el fantasma de la impunidad por sobreseimiento, caducidad o cualquier otra trampa en el tablero de la justicia. Nadie a la postre devuelve un solo euro.

Seguramente no falta razón a quien dice que el ciudadano desconfía de la clase política y que se ha de elevar el punto de mira de las críticas dirigiéndolas hacia las “maldades” del propio sistema democrático al que tanto nos ha costado llegar.

Bienvenido presidente al grupo de los que nos preocupa el estado de la democracia. Le cuento... Empecemos por decir que hablar de democracia es, por definición, hablar de ambigüedades, porque democracia es un término ambiguo y poco concreto que puede entenderse de formas diversas e incluso contradictorias.

¿Cuántas cosas podemos entender por democracia si nos decían que el régimen de Franco era una democracia orgánica y el de Stalin una república democrática o una democracia popular como lo es el de Cuba? ¿Significa lo mismo democracia en la República Popular China de economía capitalista que en Francia o Suecia? ¿Es lógico que todos los sistemas comunistas se declaran democráticos?

Para los españoles que vivimos la transición, la democracia era un proyecto de futuro en libertad tan ilusionante como atrayente y por eso la transición hacia la democracia se hizo con toda premura y con un espíritu ilusionado y contagioso.

Seguramente la mayoría pecamos de ingenuos por falta de costumbre o experiencia, admitiendo que un sistema democrático se consigue simplemente por el hecho de que las leyes recojan que los ciudadanos eligen libremente a los políticos que van a dirigir la Administración. Tengo la impresión de que entramos en el sistema democrático con demasiada ilusión y poca racionalidad práctica; que ahora recogemos los frutos y que nos hace falta constancia y paciencia perseverante para corregir los vicios adquiridos. Demasiado corazón y escasa racionalidad no son los mejores compañeros de viaje.

La democracia española es un proyecto de organización social y de organización del Estado, que adquiere su legitimidad en cuanto se basa en que el poder procede del pueblo que lo delega. Nadie precisó en su día que esta delegación del pueblo debe ser contrastada mediante todos los procedimientos legales adecuados, que debían estar, además, previamente establecidos. El empleo de medios no democráticos nunca puede justificarse para conseguir fines democráticos y por eso no vale cualquier procedimiento para legitimar la voluntad del “pueblo”. Como tengo mayoría “mando yo”, proclaman algunos políticos. El problema arranca de lejos y creo que el gran fallo de la transición fue no diseñar de forma clara y expeditiva como debía ejercerse en adelante el control del gobierno, ya que la democracia española no está basada en la participación, sino en la representación, por eso el ciudadano no ejerce el poder ni el autogobierno porque los ha delegado.

En nuestro sistema no existe ninguna identificación entre los que gobiernan y los que son gobernados (el ciudadano elige unas listas hechas por unos pocos). Hecha la elección, los elegidos que gobiernan no quieren controles y los evitan. Los gobernados deberían haberlos exigido desde el principio, porque cualquiera puede prever lo que pasa en el corral cuando has dejado al zorro la tarea de guardar las gallinas.

Con estas consideraciones podemos, si ahondamos en el problema, encontrar razones para explicarnos por qué existen tantos aforados, tantos déficits superando los límites legales y tantas instituciones con funciones de control que no han funcionado ni funcionan. Ningún burro quiere que le apriete la cincha.

Si hubiésemos aprovechado la experiencia de otros países y hubiésemos establecido medidas para que nuestros gobernantes hubiesen sido más responsables y honrados, no hubiésemos llegado a la decepción actual.

La desinformación, la mentira y el descontrol no se van a corregir ni acabar persiguiendo periodistas ni comprando a otros periodistas ni desacreditando jueces. Tampoco vistiendo a los ministros con monos de fontaneros ni poniendo pegas al empleo de la inteligencia artificial. La sociedad actual sabe que todas esas acciones pueden tener como objetivo tanto evitar la mentira y la desinformación como incrementarla y dejar que los políticos campeen por sus respetos.

A estas alturas de la película los españoles debemos ser más maduros y exigentes con nuestro sistema político. Nuestro sistema, en estos momentos, falla ostensiblemente porque no garantiza a todos los ciudadanos unos patrones similares de libertad política, seguridad personal y de justicia imparcial. Nuestros gobernantes dejan mucho que desear en sus creencias democráticas, pero los españoles, a pesar de todo, no tienen ningún derecho a quejarse de las deficiencias democráticas del sistema que ellos mismos han generado y alimentado con su seguidismo, su entreguismo y su docilidad.

La democracia es el sistema político menos malo para regirse, pero tiene la virtud de que no pierde nunca el atractivo de cualquier utopía, porque puede ser eternamente mejorado y perfeccionado.