Confesiones y despedida de un ochentón (VI)


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AMANDO DE MIGUEL

Ha sido persistente la ambivalencia de mi vida adulta entre las posibilidades de seguir una carrera política y las de continuar con mi menester sociológico, académico y de investigación. Ahora veo que se trata de un falso dilema. Las dos posibles dedicaciones no han sido alternativas reales. En ambos casos lo que tienen en común es el interés por la cosa pública, que por eso lo he desarrollado a través de mi actividad periodística, si cabe decirlo así. Quizá se explique así mi primer impulso, como adolescente, de emperrarme en seguir una carrera tan extravagante como la de Ciencias Políticas.

Todavía caben algunas ilustraciones más de mi ambivalencia radical. A principios del siglo XXI, se me ofreció la oportunidad de integrarme en el Consejo de Radiotelevisión Española. El cargo entraba en un paquete que proponía el PP en el Congreso de los Diputados junto a otro del PSOE. Ambos se aceptaban por consenso de la cámara. Aguanté unos pocos meses en el cargo hasta que me percaté de la imposibilidad de que RTVE corrigiera su tradicional sesgo de ser una maquinaria de propaganda del Gobierno. Envié una carta de dimisión al presidente del Congreso, que era socialista y quien formalmente me había nombrado. El hombre no me contestó, aunque mi destitución (“cese”) salió inmediatamente en el Boletín Oficial del Estado. Me llamó a capítulo Rodrigo Rato, a la sazón un altísimo cargo en la nomenclatura del PP. Delante de mis compañeros del grupo popular en el Consejo me echó una bronca monumental, a grito pelado, por haberme enfrentado a la sagrada norma no escrita: “Aquí las dimisiones las decido yo”, recalcó. Me sentí francamente humillado.

Otro ejemplo de mi desencanto político es un recuerdo de un curioso incidente en el centro cultural que operaba en el centro cultural Peñalba de mi pueblo, Collado-Villalba. En 2006 un grupo de vecinos afines al PP nos reuníamos en ese centro para debatir sobre cuestiones de índole política. Nuestro líder natural era Julio Henche, a la sazón concejal del PP, quien se postuló como candidato a la alcaldía. Yo colaboré con tal empeño dejando que mi nombre figurara en el último lugar de la lista de los candidatos del PP para las eventuales elecciones municipales. Vuelvo a las reuniones de Peñalba, que solíamos terminar con la audición del himno nacional, puestos en pie. Hasta que un día, un alto dirigente del PP, Francisco Granados, se personó en la reunión. Lo tomamos como un afectuoso reconocimiento. Pero la sorpresa fue que nos prohibió el rito del himno nacional. Poco tiempo después llegó una orden de la dirección del PP por la que se sustituía la candidatura de Julio Henche a la alcaldía. En su lugar, la dirección del PP colocaba a un “apparatchik” que nadie conocía. El cual ganó las elecciones, pero lo destituyeron en seguida por estar involucrado en el caso Gürtel (“correa” en alemán, por el apellido del cabecilla de la corrupción). No extrañará que de los asistentes a los debates del PP que digo salieran luego los votos para Ciudadanos y después para Vox.

El simple hecho de discurrir en público sobre los asuntos colectivos ha significado ciertos riesgos personales para el escritor. Bien es verdad que se han compensado con algunos casos de “éxitos de audiencia”. Ya me he referido a los episodios conexos con la publicación del Foessa de 1970. No eran ajenos al clima político que caracterizaba a un régimen autoritario.

Los amenes del franquismo supusieron la semilla de lo que iba a llamarse “transición democrática”, y yo me sumé con gusto a tal esperanza. A comienzos de 1975 publiqué una despiadada crítica sobre la Sociología del franquismo (Barcelona: Euros, 1975). El libro se convirtió en un memorable éxito de ventas. Se centraba en la crítica a los ministros de Franco. Resaltaba, por ejemplo, el enorme paralelismo entre los discursos del falangista Girón y las máximas de Camino, de Josemaría Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei. El contraste era chocante y divertido, dada la oposición entre los ministros “azules” (falangistas) y los “tecnócratas” (del Opus Dei). El acuerdo con la censura fue que, para lograr el nihil obstat, mi análisis no se había de referir directamente a Franco. El censor era el “aperturista” Ricardo de la Cierva, a quien le gustó mucho mi libro.

La llegada de la democracia no significó el fin de la extraña mixtura de riesgos y éxitos en la tarea de criticar “por libre” al Gobierno. En 1989 José Luis Gutiérrez y yo publicamos La ambición del César (Madrid: Temas de Hoy), una aguda crítica de la figura de Felipe González, que por entonces gozaba de una aureola de “estadista”. El libro fue otro sorprendente éxito de ventas. Debo aclarar que ambos autores habíamos votado a Felipe González en las dos primeras legislaturas.

Los reproches que nos mereció el “felipismo” palidecen ante la posterior evolución del socialismo español, con figuras tan mediocres como José Luis Rodríguez Zapatero o Pedro Sánchez. Con ellos se iba a producir silenciosamente un verdadero cambio de régimen sin tener que alterar la Constitución. Es en lo que estamos. Los sintagmas revolucionarios, sedicentemente “progresistas”, son ahora en verdad estrambóticos. Por ejemplo, “igualdad de género”, lucha contra la “violencia de género”, “memoria histórica” o “memoria democrática”, “eutanasia”, “resignificación del Valle de los Caídos”, “mesa de diálogo Cataluña-Estado”. Se añaden la labor de zapa que significa el adoctrinamiento autoritario en las escuelas y la invasión continua de los inmigrantes procedentes de culturas distantes. El resultado de tal batiburrillo es el eventual descoyuntamiento de la sociedad española tal como la conocemos, incluido el poso histórico del catolicismo. Ya es triste tal forzada mutación, si pensamos que España ha alcanzado en tres generaciones un grado de prosperidad económica como pocas veces se ha visto en el mundo. La ambivalencia nacional no puede ser mayor; o quizá sí.

El Gobierno actual significa el conjunto más incompetente y dañino de todos los que ha habido en la España que me ha tocado vivir. Se define por una prepóstera conjunción de socialistas, comunistas y separatistas, que reproduce como farsa el Frente Popular de 1936. Queda el consuelo de que ahora los españoles se muestran poco violentos y en gran número son propietarios.

Mi disposición crítica respecto al poder político ha sido poca cosa en comparación con una actitud parecida respecto al “Establecimiento” académico. He citado algunas ilustraciones. Me refiero ahora al modo de entender la Sociología como orientación científica. Ya me enfrenté a lo que se estilaba oficialmente (una suerte de Sociología historicista, lo que entonces se llamaba “historia de las ideas”) al presentar mi tesis doctoral en 1960. Mi disertación era un primer análisis de la encuesta sobre los empresarios españoles en la que había empezado a colaborar con Linz. El tribunal se quedó sorprendido ante un trabajo lleno de tablas estadísticas, gráficos e incluso una muestra de fichas IBM. Me dieron la máxima calificación, aunque no creo que entendieran mucho mi radical modo de investigar. Con todo, el presidente del tribunal, Manuel Fraga Iribarne, me animó a que siguiera por ese camino de la Sociología empírica.

Algunos lustros después, después de haber roturado ampliamente el campo de las encuestas y otros instrumentos del análisis estadístico, me atreví con otra aventura intelectual. Se trataba de armar una suerte de Sociología cualitativa basada en la lectura sistemática de textos literarios. Escogí para ello algunas novelas españolas, textos autobiográficos o piezas de las revistas intelectuales norteamericanas. El nuevo estilo de análisis, que sigo practicando ahora, se nota en un estilo más literario, con profusión de cláusulas adversativas. Aplica todo ello la distinción entre “funciones latentes”(tácitas) y “funciones manifiestas”(expresas) de mi maestro Robert J. Merton. Es decir, la observación atenta de la realidad social descubre que “no todo es lo que aparece” a la vista del profano. Por debajo de lo que se expresa, alienta la verdadera realidad de lo que se siente, lo que explica la conducta. Para este nuevo enfoque cuenta mucho el dato biográfico, incluso el autobiográfico, que es casualmente lo que se desliza en el texto de esta conferencia.

La cultura que llamamos “occidental” (con harta imprecisión geográfica) descansa sobre la noción básica de la persona humana. La Sociología clásica, hasta finales del siglo XX, analizaba fundamentalmente la sociedad a través de sus estructuras e instituciones. Hasta que se empezó a deslizar la idea de que en ese estudio debería intervenir también el papel de las personas concretas. Las Ciencias Sociales todas se han beneficiado de ese nuevo enfoque que podríamos llamar humanista, psicológico o cultural. El último trabajo que he emprendido es el resultado del nuevo enfoque que digo. Se trata de un interminable estudio sobre la huella de Dios en las novelas españolas de la “edad de plata” de la Literatura. Es el periodo que va desde aproximadamente entre el fin de la I República hasta los comienzos de la II República. Será una de mis obras póstumas, y aun así quedará incompleta.

Se comprenderá ahora cómo es que, desde la Sociología estricta, he ido derivando poco a poco hacia mi interés por las cuestiones del lenguaje, como un uso social. Se traduce en unos cuantos libros de ensayo sobre el particular y cientos de artículos periodísticos. Me influyó notablemente mi estadía en 2007 como profesor visitante en la Universidad de Texas (San Antonio), invitado por el catedrático de Lingüística, Francisco Marcos-Marín. Con él publiqué un ensayo sobre la lengua española (F. Marcos-Marín y A. de Miguel, Se habla español. Madrid: Biblioteca Nueva y Fundación Rafael del Pino, 2009). Últimamente he tenido una gran relación con Damián Galmés, autor de unos atrevidos ensayos sobre etimologías.