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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL
Aunque nos parezca todo muy lejano, aunque Montesquieu esté efectivamente muerto, y sus ideas algo maltrechas por nuestros contemporáneos, todavía nos llegan las lejanas luces de la Ilustración y los movimientos políticos que se gestaron en aquellos tiempos memorables, que acabaron expeditivamente con la autocracia, aunque, ¡ay!...,no para siempre, como forma de gobierno y con los reyes que reinaban por derecho divino.
La historia no avanza a saltos, es un péndulo, o más bien una espiral, que acaba por producir, con sorpresa y desazón, la melancolía de lo ya visto tantas veces.
Seguimos leyendo, algunos con admiración, uno de los grandes textos del verdadero progreso humano: por ejemplo el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea Nacional de la República Francesa de 1789:
“Una Sociedad en la que no esté establecida la garantía de los Derechos, ni determinada la separación de los Poderes, carece de Constitución”.
Eso es una revolución.
En “Los reyes taumaturgos”, el historiador francés Marc Bloch estudia un rito admirable que pervivió durante un larguísimo periodo de tiempo: el día de su coronación y unción, los reyes de Francia e Inglaterra tenían el poder, que el pueblo les reconocía, de curar a los enfermos de las escrófulas —adenitis tuberculosa— con el simple toque de sus manos.
La decapitación de los monarcas absolutos nos privó de ese consuelo popular.
Visto lo visto no parece improbable que el mito resucite en España, con cita previa, los días señeros de las investiduras de los presidentes de Gobierno, que con sus manos democráticas nos curarán de nuestras llagas y nuestras pústulas.
Al mismo tiempo la monserga esa de la separación de poderes desfallece ante nuestros sorprendidos ojos, tal y como estamos viendo con sospechosísimos movimientos en la oscuridad, que impugnan lo que creíamos sustantivo frente a lo adjetivo y contingente.
Y la culpa no puede recaer en Pedro Sánchez, ese prodigio de gobernante, sabia mezcla de Pimpinela Escarlata y Charles Manson: la culpa la tiene ese Poder Judicial que ha aceptado con avaricia y sin rechistar la disyuntiva del “plata o plomo” que se les ha ofrecido.
La corrupción y amansamiento del Poder legislativo es, en ese sentido, menos importante: la misma Asamblea Francesa pasó en un solo día de estar aterrorizada por Robespierre a decapitarlo. Era bastante más independiente que el pastueño Congreso que nos asombra cada día con sus unanimidades.
Lo del Judicial es más grave. Ya de por si es humillante, no solo para ellos, sino para cualquier ciudadano de bien, que ellos mismos acepten motejarse como progresistas o conservadores , lo que los denigra tanto como si los árbitros de fútbol fuesen árbitros “del Madrid” o del “Barcelona” e hiciesen gala de ello en sus asociaciones y con sus decisiones. Tienen más decoro los árbitros.
De repente un juez que fue ministro de Justicia y se pronunció como tal sobre la obvia inconstitucionalidad de la amnistía, vuelve al mundo judicial siendo promovido al Tribunal Constitucional en agradecimiento a los servicios prestados al ejecutivo. No es el único. Los muros micénicos que debieran separar ambos poderes resultan ser permeables.
El juez, antes político, resuelve sus dilemas morales renunciando expresamente a pronunciarse, en el puesto que desempeña ahora, sobre lo que ya se había pronunciado antes. Vuelve con ello no a demostrar su altísima ética, sino más bien que palidece ante el ejecutivo.
Su abstención anunciada es una renuncia a su compromiso como juez y su prosternación como político. Todo muy edificante.
La historia no avanza a saltos, es un péndulo, o más bien una espiral, que acaba por producir, con sorpresa y desazón, la melancolía de lo ya visto tantas veces.
Seguimos leyendo, algunos con admiración, uno de los grandes textos del verdadero progreso humano: por ejemplo el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea Nacional de la República Francesa de 1789:
“Una Sociedad en la que no esté establecida la garantía de los Derechos, ni determinada la separación de los Poderes, carece de Constitución”.
Eso es una revolución.
En “Los reyes taumaturgos”, el historiador francés Marc Bloch estudia un rito admirable que pervivió durante un larguísimo periodo de tiempo: el día de su coronación y unción, los reyes de Francia e Inglaterra tenían el poder, que el pueblo les reconocía, de curar a los enfermos de las escrófulas —adenitis tuberculosa— con el simple toque de sus manos.
La decapitación de los monarcas absolutos nos privó de ese consuelo popular.
Visto lo visto no parece improbable que el mito resucite en España, con cita previa, los días señeros de las investiduras de los presidentes de Gobierno, que con sus manos democráticas nos curarán de nuestras llagas y nuestras pústulas.
Al mismo tiempo la monserga esa de la separación de poderes desfallece ante nuestros sorprendidos ojos, tal y como estamos viendo con sospechosísimos movimientos en la oscuridad, que impugnan lo que creíamos sustantivo frente a lo adjetivo y contingente.
Y la culpa no puede recaer en Pedro Sánchez, ese prodigio de gobernante, sabia mezcla de Pimpinela Escarlata y Charles Manson: la culpa la tiene ese Poder Judicial que ha aceptado con avaricia y sin rechistar la disyuntiva del “plata o plomo” que se les ha ofrecido.
La corrupción y amansamiento del Poder legislativo es, en ese sentido, menos importante: la misma Asamblea Francesa pasó en un solo día de estar aterrorizada por Robespierre a decapitarlo. Era bastante más independiente que el pastueño Congreso que nos asombra cada día con sus unanimidades.
Lo del Judicial es más grave. Ya de por si es humillante, no solo para ellos, sino para cualquier ciudadano de bien, que ellos mismos acepten motejarse como progresistas o conservadores , lo que los denigra tanto como si los árbitros de fútbol fuesen árbitros “del Madrid” o del “Barcelona” e hiciesen gala de ello en sus asociaciones y con sus decisiones. Tienen más decoro los árbitros.
De repente un juez que fue ministro de Justicia y se pronunció como tal sobre la obvia inconstitucionalidad de la amnistía, vuelve al mundo judicial siendo promovido al Tribunal Constitucional en agradecimiento a los servicios prestados al ejecutivo. No es el único. Los muros micénicos que debieran separar ambos poderes resultan ser permeables.
El juez, antes político, resuelve sus dilemas morales renunciando expresamente a pronunciarse, en el puesto que desempeña ahora, sobre lo que ya se había pronunciado antes. Vuelve con ello no a demostrar su altísima ética, sino más bien que palidece ante el ejecutivo.
Su abstención anunciada es una renuncia a su compromiso como juez y su prosternación como político. Todo muy edificante.