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AMANDO DE MIGUEL
Me refiero a las de un alma cándida como la mía, un valetudinario. No me llena mucho la vanidad de haber tallado la piedra angular de la Sociología empírica en España (el llamado Foessa 70). Naturalmente, el mérito no lo han reconocido la mayor parte de los colegas.
Mirando, ahora, hacia atrás, tengo dudas de si escogí bien mi carrera de Ciencias Políticas. Tendría que haber estudiado Letras (Geografía, Filología, Arte), que es lo que, siempre, me ha gustado. Al terminar los cursos de Políticas, me decidí por la Sociología por un mero azar. Fue el inesperado encuentro con Juan J. Linz, con el que mantuve un intensísimo discipulado en Nueva York (Columbia) y en California (Palo Alto). Tampoco, di el paso de acercarme del todo a la Sociología política de mi maestro. Me convertí en un grafómano, sobre todos los aspectos posibles de la sociedad española, y así, sigo. Apunté una creciente curiosidad por el lenguaje.
Una biografía tan movida, como la que me ha sido trazada por el destino, me ha provisto de una defensa: el estudiado pesimismo. Sobre el particular he escrito mucho, un libro entero (El final de un siglo de pesimismo), que es el resultado del método del análisis tipológico. Es un sello de mi maestro Merton en Columbia.
No parece que, en España, cunda mucho el altruismo, verdaderamente, desinteresado. El valor dominante en nuestra sociedad es hacer dinero, trabajando lo menos posible. Por lo menos, en este campo, yo he sido un disidente, un puritano.
La decepción más fuerte han sido los repetidos casos en los que he intentado ayudar a algunas personas cercanas. Los apoyos comprendían aspectos profesionales, psicológicos y hasta económicos. El tiro me salió por la culata, tan mal pude hacerlo. Naturalmente, me echo la culpa, por mi carácter puritano, lo contrario del narciso, lo que no disminuye mucho mi perplejidad.
En la sociedad española, muchos individuos consideran humillante el reconocimiento de tener problemas económicos, de salud, de relación interpersonal y, especialmente, los de orden psicológico. Por eso se sienten dolidos al recibir algún tipo de apoyo para salir del atolladero. Lo entienden como una alteración del ridículo igualitarismo, que es el clima general de las relaciones interpersonales. Es una respuesta de frustración, que, naturalmente, lleva a todo tipo de reservas y agresiones. Podríamos recordar, aquí, las múltiples aventuras de Don Quijote, en las que el ingenioso hidalgo recibe palos y venganzas por parte de las personas a las que había decidido socorrer. Esta sí que es la apología del pesimismo.
Bien es verdad que, en España, las relaciones interpersonales pretenden desenvolverse en un tono de simpatía, que las hace, en principio, muy agradables. Empero, ese gesto suele esconder un sutil aire de disimulo y disfraz, la teatralidad, el “postureo”. El resultado es que, con ello, se dificultan las relaciones íntimas y profundas. Ese efecto se produce, incluso, entre parientes. No se olvide que el carácter social más valorado por los españoles es el extravertido.
Hay dos situaciones en la vida, particularmente, dolorosas. Las expuso, de forma magistral, Miguel de Unamuno en su novela Abel Sánchez. Corresponden a dos tipos complementarios: los que “dan” envidia y los que “sienten” envidia. No hay palabra para el primero, que es el que me ha tocado en suerte tantas veces, sin comerlo ni beberlo. El envidioso resulta dañino porque carece del sentido de culpa, que lo manifiesta como resentimiento. Suele ser su propia víctima. Todas estas son divagaciones erráticas de un ocioso valetudinario. El cual se despide de este mundo igual que como vino a él: inter faeces et urinam. Todo lo demás es literatura.
Mirando, ahora, hacia atrás, tengo dudas de si escogí bien mi carrera de Ciencias Políticas. Tendría que haber estudiado Letras (Geografía, Filología, Arte), que es lo que, siempre, me ha gustado. Al terminar los cursos de Políticas, me decidí por la Sociología por un mero azar. Fue el inesperado encuentro con Juan J. Linz, con el que mantuve un intensísimo discipulado en Nueva York (Columbia) y en California (Palo Alto). Tampoco, di el paso de acercarme del todo a la Sociología política de mi maestro. Me convertí en un grafómano, sobre todos los aspectos posibles de la sociedad española, y así, sigo. Apunté una creciente curiosidad por el lenguaje.
Una biografía tan movida, como la que me ha sido trazada por el destino, me ha provisto de una defensa: el estudiado pesimismo. Sobre el particular he escrito mucho, un libro entero (El final de un siglo de pesimismo), que es el resultado del método del análisis tipológico. Es un sello de mi maestro Merton en Columbia.
No parece que, en España, cunda mucho el altruismo, verdaderamente, desinteresado. El valor dominante en nuestra sociedad es hacer dinero, trabajando lo menos posible. Por lo menos, en este campo, yo he sido un disidente, un puritano.
La decepción más fuerte han sido los repetidos casos en los que he intentado ayudar a algunas personas cercanas. Los apoyos comprendían aspectos profesionales, psicológicos y hasta económicos. El tiro me salió por la culata, tan mal pude hacerlo. Naturalmente, me echo la culpa, por mi carácter puritano, lo contrario del narciso, lo que no disminuye mucho mi perplejidad.
En la sociedad española, muchos individuos consideran humillante el reconocimiento de tener problemas económicos, de salud, de relación interpersonal y, especialmente, los de orden psicológico. Por eso se sienten dolidos al recibir algún tipo de apoyo para salir del atolladero. Lo entienden como una alteración del ridículo igualitarismo, que es el clima general de las relaciones interpersonales. Es una respuesta de frustración, que, naturalmente, lleva a todo tipo de reservas y agresiones. Podríamos recordar, aquí, las múltiples aventuras de Don Quijote, en las que el ingenioso hidalgo recibe palos y venganzas por parte de las personas a las que había decidido socorrer. Esta sí que es la apología del pesimismo.
Bien es verdad que, en España, las relaciones interpersonales pretenden desenvolverse en un tono de simpatía, que las hace, en principio, muy agradables. Empero, ese gesto suele esconder un sutil aire de disimulo y disfraz, la teatralidad, el “postureo”. El resultado es que, con ello, se dificultan las relaciones íntimas y profundas. Ese efecto se produce, incluso, entre parientes. No se olvide que el carácter social más valorado por los españoles es el extravertido.
Hay dos situaciones en la vida, particularmente, dolorosas. Las expuso, de forma magistral, Miguel de Unamuno en su novela Abel Sánchez. Corresponden a dos tipos complementarios: los que “dan” envidia y los que “sienten” envidia. No hay palabra para el primero, que es el que me ha tocado en suerte tantas veces, sin comerlo ni beberlo. El envidioso resulta dañino porque carece del sentido de culpa, que lo manifiesta como resentimiento. Suele ser su propia víctima. Todas estas son divagaciones erráticas de un ocioso valetudinario. El cual se despide de este mundo igual que como vino a él: inter faeces et urinam. Todo lo demás es literatura.