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AMANDO DE MIGUEL
Los dichos populares no, siempre, responden a una especie de sabiduría colectiva. Hay veces en las que tales alardes derivan en insensateces. Un ejemplo eminente es la afirmación de que “las comparaciones son odiosas”. Algunas podrán parecer disparatadas, pero las más de ellas suelen ser fructíferas, al basarse en la experiencia. También, resulta desproporcionada la idea de que, para ponderar algo, el calificativo es “incomparable”, “sin comparación” o “no tiene punto de comparación”. Es una exaltación de la realidad. En el fondo, late la paradójica disposición de abstenerse de observarla bien. En la jerga actual, se ha impuesto el epíteto de “viral”, que acompaña a los mensajes informáticos o los videos tenidos por excepcionales o llamativos, esto es, “sin comparación posible”.
La verdad es que establecer comparaciones entre dos realidades cercanas o emparentadas representa una buena vía para aproximarse a ellas y entenderlas mejor. El acto de comparar equivale a contrastar las posibles diferencias y matices entre las dos realidades observadas.
El arte de comparar se aprende y se refina cuando se maneja otro idioma, además, del familiar o heredado. El aprendizaje de una lengua foránea es la mejor manera de sacar provecho a la propia. El conocimiento se refuerza, también, cuando se viaja y se perciben otros ambientes.
La gran pregunta que cabe hacerse es por qué los españoles del común se resisten tanto a hacer comparaciones. Es una disposición parecida a la dificultad que encuentran para aprender idiomas extranjeros. Puede que responda a una sensación íntima y profunda, que podríamos etiquetar como una especie de “miedo a la igualdad”. Es decir, muchas realidades, simplemente, son distintas, y no procede equipararlas. Tal actitud se concreta en el temor de que, al contraponer dos realidades, una de ellas se pueda considerar inferior. El acto de establecer una comparación daría a una persona cualquiera el poder de un juez, que podría ser vengativo o cruel, por lo menos, para una de las partes del litigio. Recordemos el apólogo de Sancho Panza como juez en la ínsula Barataria.
En el fondo de las actitudes resistentes a establecer comparaciones, late una debilidad radical: el temor a contrastar la imagen de la realidad con el ideal correspondiente. Es el peligro de desilusionarse. Otra vez, el Quijote es un verdadero tesoro para registrar ese tipo de frustraciones.
Todavía, cabe la excursión a los aspectos más profundos de la psicología colectiva. La afición a establecer comparaciones tiene mucho que ver con la envidia, el verdadero mal hispánico por excelencia. El envidioso A no, solo, se compara, constantemente, con B, sino que anhela ser como esa otra persona, y no lo consigue. Se comprenderá, entonces, que la operación de comparar pueda resultar inquietante y hasta traumática.
¿De dónde procede un rasgo tan típico de los españoles, como es la envidia sistemática, que, a menudo, se oculta? Las raíces se hunden en la Edad Media, nada menos, de acuerdo con la imaginativa interpretación de Américo Castro. En ese tipo de sociedad, se definía una estructura de “castas” (judíos, moros y cristianos). Era muy difícil saltarse las barreras entre ellas. Ya, solo, el intento de compararse con las otras castas significaba un riesgo. Sin llegar a tal grado de inmersión histórica, está claro que, en la sociedad española contemporánea, pervive un alto grado de desigualdad; no, solo, económica, sino en los diferentes estilos vitales. Una respuesta a esa condición es el maravilloso despliegue de los españoles en el arte de aparentar, del “postureo”. Por eso, no hay que indagar mucho sobre la auténtica realidad, la que el sujeto disimula todo lo que puede.
La verdad es que establecer comparaciones entre dos realidades cercanas o emparentadas representa una buena vía para aproximarse a ellas y entenderlas mejor. El acto de comparar equivale a contrastar las posibles diferencias y matices entre las dos realidades observadas.
El arte de comparar se aprende y se refina cuando se maneja otro idioma, además, del familiar o heredado. El aprendizaje de una lengua foránea es la mejor manera de sacar provecho a la propia. El conocimiento se refuerza, también, cuando se viaja y se perciben otros ambientes.
La gran pregunta que cabe hacerse es por qué los españoles del común se resisten tanto a hacer comparaciones. Es una disposición parecida a la dificultad que encuentran para aprender idiomas extranjeros. Puede que responda a una sensación íntima y profunda, que podríamos etiquetar como una especie de “miedo a la igualdad”. Es decir, muchas realidades, simplemente, son distintas, y no procede equipararlas. Tal actitud se concreta en el temor de que, al contraponer dos realidades, una de ellas se pueda considerar inferior. El acto de establecer una comparación daría a una persona cualquiera el poder de un juez, que podría ser vengativo o cruel, por lo menos, para una de las partes del litigio. Recordemos el apólogo de Sancho Panza como juez en la ínsula Barataria.
En el fondo de las actitudes resistentes a establecer comparaciones, late una debilidad radical: el temor a contrastar la imagen de la realidad con el ideal correspondiente. Es el peligro de desilusionarse. Otra vez, el Quijote es un verdadero tesoro para registrar ese tipo de frustraciones.
Todavía, cabe la excursión a los aspectos más profundos de la psicología colectiva. La afición a establecer comparaciones tiene mucho que ver con la envidia, el verdadero mal hispánico por excelencia. El envidioso A no, solo, se compara, constantemente, con B, sino que anhela ser como esa otra persona, y no lo consigue. Se comprenderá, entonces, que la operación de comparar pueda resultar inquietante y hasta traumática.
¿De dónde procede un rasgo tan típico de los españoles, como es la envidia sistemática, que, a menudo, se oculta? Las raíces se hunden en la Edad Media, nada menos, de acuerdo con la imaginativa interpretación de Américo Castro. En ese tipo de sociedad, se definía una estructura de “castas” (judíos, moros y cristianos). Era muy difícil saltarse las barreras entre ellas. Ya, solo, el intento de compararse con las otras castas significaba un riesgo. Sin llegar a tal grado de inmersión histórica, está claro que, en la sociedad española contemporánea, pervive un alto grado de desigualdad; no, solo, económica, sino en los diferentes estilos vitales. Una respuesta a esa condición es el maravilloso despliegue de los españoles en el arte de aparentar, del “postureo”. Por eso, no hay que indagar mucho sobre la auténtica realidad, la que el sujeto disimula todo lo que puede.


