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AMANDO DE MIGUEL
En el habla corriente, no funciona una especie de economía léxica, por la que empleamos el menor número de palabras. Antes bien, se produce el efecto contrario: la verbosidad, la retórica, el exceso de enunciados. De las figuras retóricas, destaca el lugar central que se concede al eufemismo. Resulta de combinar la metáfora o comparación con una idea similar, por lo general, con una intención irónica o, incluso, satírica.
Estamos ante una forma de maquillar el lenguaje para ocultar aspectos desagradables de la realidad que se describe o, también, para realzar lo admirable. Se utiliza tanto para contentar al interlocutor como para disfrazar un insulto. En ambos casos, se trata de suavizar el discurso, aunque, solo, sea para demostrar que se mantiene una “buena educación”.
Pocas cosas resultan tan desagradables como la muerte. De, ahí, que, ante el fallecimiento de una persona cercana, vestimos la situación con metáforas o alusiones más o menos poéticas: “irse al Cielo, estar criando malvas, descansar para siempre”. Incluso, “fallecer” es, ya, un eufemismo para “morir”. En los accidentes luctuosos, los que perecen son “víctimas”. La decisión médica para precipitar la muerte de un enfermo terminal es la “eutanasia”, un terminacho griego para indicar una “buena muerte”. El aborto provocado queda más presentable si se describe como “interrupción voluntaria del embarazo”, convertido en un derecho. Es una manifestación más de “lo políticamente correcto”.
En la continua interacción de los españoles, cuenta mucho la compostura, el quedar bien. Nada más reprobable que “quedar como Cagancho en Almagro”, tan desgraciada fue la faena del famoso torero. Nótese que, a diferencia de otros espectáculos deportivos, en la tauromaquia, el premio no es el de ganar a los otros toreros, sino el de “quedar bien” con la faena rematada y elegante por sí misma. Son muchos los términos del lenguaje de la lidia que responden a esa primacía de “quedar bien” ante los aficionados: “Adornarse, ser el amo, tener ángel, o aplomo, bordar el toreo, torero de casta, el cetro del toreo, comerse al toro, consagrarse, ser corajudo, torear sin despeinarse, ser un primer espada, ser un torero estilista, ser un torero fenómeno o un torero figura, ser un torero garboso, rematar una suerte de lujo, torear con mando, torear pinturero, poner la plaza boca abajo, salir por la puerta grande, torero con sandunga, ser un torerazo, tener vergüenza torera”.
El eufemismo puede presentarse como “disfemismo” cuando trata de disimular una actitud de menosprecio. A veces, basta con recurrir a un diminutivo o una analogía con intención: “maestrillo” (profesor), “picapleitos” (abogado), “madero” (policía) “matasanos” (médico), “plumilla” (periodista).
La publicidad comercial y la propaganda política (ambas inevitables) nos recuerdan, constantemente, el lado bueno de los productos que ofertan. No hay por qué tomar tales argumentos en sentido literal. Ya, sabemos que exageran.
El recurso al eufemismo es consonante con la cultura del disimulo, del “postureo”, que tanto se practica en España. En un baile de disfraces, los participantes no suelen enfrentarse ante la dificultad de averiguar quién está detrás del atuendo o la máscara. Simplemente, juegan a mantener tal ignorancia. Por lo mismo, el recurso a los eufemismos en el lenguaje no trata, realmente, de ocultar una realidad, sino de practicar el juego de disimularla, de practicar el “como si”.
En la contumaz propaganda del Gobierno son continuos los eufemismos para hacer ver que se mejoran las condiciones de vida. Es algo fundamental para conseguir la “legitimidad de ejercicio” de los que mandan. Es el caso de proclamar la “revalorización de las pensiones”, cuando el hecho es que su subida se encuentra muy por debajo del aumento de los precios. Es decir, no se produce la tal “revalorización”, sino su devaluación real; vamos, una forma de estafa. Es la martingala del eufemismo.
Estamos ante una forma de maquillar el lenguaje para ocultar aspectos desagradables de la realidad que se describe o, también, para realzar lo admirable. Se utiliza tanto para contentar al interlocutor como para disfrazar un insulto. En ambos casos, se trata de suavizar el discurso, aunque, solo, sea para demostrar que se mantiene una “buena educación”.
Pocas cosas resultan tan desagradables como la muerte. De, ahí, que, ante el fallecimiento de una persona cercana, vestimos la situación con metáforas o alusiones más o menos poéticas: “irse al Cielo, estar criando malvas, descansar para siempre”. Incluso, “fallecer” es, ya, un eufemismo para “morir”. En los accidentes luctuosos, los que perecen son “víctimas”. La decisión médica para precipitar la muerte de un enfermo terminal es la “eutanasia”, un terminacho griego para indicar una “buena muerte”. El aborto provocado queda más presentable si se describe como “interrupción voluntaria del embarazo”, convertido en un derecho. Es una manifestación más de “lo políticamente correcto”.
En la continua interacción de los españoles, cuenta mucho la compostura, el quedar bien. Nada más reprobable que “quedar como Cagancho en Almagro”, tan desgraciada fue la faena del famoso torero. Nótese que, a diferencia de otros espectáculos deportivos, en la tauromaquia, el premio no es el de ganar a los otros toreros, sino el de “quedar bien” con la faena rematada y elegante por sí misma. Son muchos los términos del lenguaje de la lidia que responden a esa primacía de “quedar bien” ante los aficionados: “Adornarse, ser el amo, tener ángel, o aplomo, bordar el toreo, torero de casta, el cetro del toreo, comerse al toro, consagrarse, ser corajudo, torear sin despeinarse, ser un primer espada, ser un torero estilista, ser un torero fenómeno o un torero figura, ser un torero garboso, rematar una suerte de lujo, torear con mando, torear pinturero, poner la plaza boca abajo, salir por la puerta grande, torero con sandunga, ser un torerazo, tener vergüenza torera”.
El eufemismo puede presentarse como “disfemismo” cuando trata de disimular una actitud de menosprecio. A veces, basta con recurrir a un diminutivo o una analogía con intención: “maestrillo” (profesor), “picapleitos” (abogado), “madero” (policía) “matasanos” (médico), “plumilla” (periodista).
La publicidad comercial y la propaganda política (ambas inevitables) nos recuerdan, constantemente, el lado bueno de los productos que ofertan. No hay por qué tomar tales argumentos en sentido literal. Ya, sabemos que exageran.
El recurso al eufemismo es consonante con la cultura del disimulo, del “postureo”, que tanto se practica en España. En un baile de disfraces, los participantes no suelen enfrentarse ante la dificultad de averiguar quién está detrás del atuendo o la máscara. Simplemente, juegan a mantener tal ignorancia. Por lo mismo, el recurso a los eufemismos en el lenguaje no trata, realmente, de ocultar una realidad, sino de practicar el juego de disimularla, de practicar el “como si”.
En la contumaz propaganda del Gobierno son continuos los eufemismos para hacer ver que se mejoran las condiciones de vida. Es algo fundamental para conseguir la “legitimidad de ejercicio” de los que mandan. Es el caso de proclamar la “revalorización de las pensiones”, cuando el hecho es que su subida se encuentra muy por debajo del aumento de los precios. Es decir, no se produce la tal “revalorización”, sino su devaluación real; vamos, una forma de estafa. Es la martingala del eufemismo.