El mundo, el demonio y el ministro de Consumo


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Si para entablar debates, polémicas y discusiones de cualquier tipo nos fuese dado elegir entre un tonto y un malvado, siempre sería más provechosa la discusión con el malvado. El tonto necesariamente nos obliga a ponernos a su nivel, con lo que en la discusión, e inevitablemente, algo de la estupidez que supura de sus razonamientos se nos acaba pegando, como esos pegajosos dulces baratos que tan poco le gustan al señor ministro, y que sin duda deben prohibirse a la infancia descarriada, no sin antes seleccionar los juguetes que les están impuestos o vedados a los niños machirulos y a las niñas empoderadas.

El ministro Garzón no es un malvado, antes bien se parece bastante al difunto esposo de la reina de Inglaterra, cuya capacidad para meter la pata y decir inconveniencias públicamente llegó a ser proverbial. No hay maldad en irse a Gran Bretaña para decir en un periódico de su cuerda que eso que se hace en España de producir milagrosamente y a cascoporro las vacas y los cerdos, como Jesucristo multiplicaba los panes y los peces, es una cosa que está muy mal, y que, por muchos panes y peces o vacas y gorrinos que se produzcan, nunca serán comparables con las mórbidas carnes de esos bueyes japoneses que son masajeados por manos expertas, mientras beben cerveza y escuchan los conciertos de Brandemburgo, ignorantes del destino que les espera: las fauces del ministro de Consumo.

La premisa es cierta. Nada que decir. La verdad es que esas lonchas de jamón cortado con láser y servido en sobres que no se pueden reciclar , indistinguibles ,en su sabor, del plástico que las separa, son una verdadera porquería y, ya que no lo hace su ministerio por insuficiencia de esbirros o de asesores, el ministerio de salud debería retirarlas del mercado y multar a los comerciantes desaprensivos.

Y que decir de la dudosa mortadela, o el misterioso chopped.

Los pobres es que, sin criterio alguno, se comen cualquier cosa que pillen en los estantes, desde la infecta e insalubre bollería industrial hasta cocacolas y otros bebedizos azucarados. El ministro intentó salvarnos de estos empresarios sin escrúpulos - como lo son todos por otra parte-, pero solo le permitieron subirles los impuestos (todo es bueno para el convento).

Hay que enseñar a comer bien al proletariado: ¿cómo puede alguien pensar que estos sucedáneos de jamones son comparables a los que come cualquier “gourmet”, incluso cualquier sindicalista? Siempre ha habido clases. Lo que hace falta es más educación. En las escuelas deberían impartirse obligatorios y evaluables cursos, que enseñen a distinguir un cerdo ibérico de esas carnes indescifrables que dan vueltas en los “kebabs”.

Estas granjas hipertrofiadas que concitan el odio del progresismo, tienen además otros dos horribles inconvenientes: al no tener alcantarillado ni tratamiento de purines, contaminan los acuíferos, consumen nuestra preciosa agua y contribuyen al efecto invernadero y al cambio climático.

Hay que volver, estudiando los exitosos ejemplos de Cuba y Venezuela, a la pequeña explotación o al autoconsumo: uno podría tener un pollo en el balcón, un pato en el cuarto de baño, o un cerdo en el garaje y hacer su matanza como antes: eso si que era sostenible y ecológico. Lo que no sé es si, al convertirse en mascotas de trato frecuente, se consideraría maltrato animal su sacrificio y deglución. Habría que modificar la ley...

Los odiosos kulaks de la “España Vaciada por Garzón” desaparecerán, sin necesidad de fusilarlos, cuando se les pongan unas cuantas trabas administrativas o algún que otro impuesto.

Tendrán estas medidas, a mayor abundamiento, efectos salutíferos, así los niños obesos y aquejados de pobreza infantil, seguirán siendo pobres, pero al menos dejarán de ser obesos: como en Cuba o Venezuela. Ya nos lo explicó Errejón: en Venezuela la gente come tres veces al día. O como decía Chumy Chúmez: “En España el que se acuesta sin cenar es porque quiere, porque con no acostarse...”