El lenguaje de la luz


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AMANDO DE MIGUEL

La palabra “luz” procede del latín lux, que es el alba, el amanecer. En griego es luke (blanco). Es evidente que la luz es un elemento, sumamente, valorado como signo de vida, de fecundidad, de inteligencia. Decimos “dar a luz” para la acción de parir por parte de una mujer. Esa misma metáfora la utilizamos para editar un libro, ofrecerlo al mundo. “Lucubrar” era trabajar a la luz del candil. Se trata de un artefacto histórico; yo he llegado a utilizarlo en mi infancia. La luz se ha interpretado, siempre, como algo valioso. Son famosas las últimas palabras pronunciadas por Goethe en su agonía: “Luz, más luz”.

Hay excepciones notables a la alta valoración de la luz. De modo eminente, la pintura tenebrista de la época barroca (Caravaggio, Ribera, Zurbarán). En realidad, no eran pinturas oscuras, sino de ambiente tenebroso con un hilo de luz, que alumbraba el asunto central, que quería destacar el pintor. Otro caso es el de las pinturas, rematadamente, oscuras del último Goya. Más cercano e inquietante es el gusto actual de las películas y series, en las que se superponen las escenas en la oscuridad, de tal modo, que apenas se distinguen bien los rostros de los personajes. Es algo que me resulta incomprensible y me irrita.

Los niños, de hoy y de ayer, encuentran un placer sumo en colorear dibujos esquemáticos o con líneas. Es la ilusión de iluminar la escena, de reconstruir la luz y el contorno verdadero de la escena con las pinturas de colores.

La luz está presente en el lenguaje popular. Por ejemplo, aunque, en España, después de un siglo, el consumo de electricidad se ha hecho general para múltiples usos, seguimos diciendo “recibo de la luz”. La expresión se aplica a la factura doméstica de la energía eléctrica. El percance de “se ha ido la luz” significa una interrupción en los múltiples aparatos de la casa, conectados a la red eléctrica.

Ante la dificultad de comprender qué sea, realmente, la luz, componemos expresiones misteriosas, como “la luz del entendimiento”, o también, “del alma” o “de la razón”. Costó mucho tiempo llegar a entender que la luz no se transmitía de forma instantánea, sino que viajaba a una velocidad fija (unos trecientos mil kilómetros por segundo).

El siglo XVIII, tan creador, fue, para los habitantes cultos de Europa, la época de “las luces”, la “Ilustración”. Los predecesores de los intelectuales fueron, entonces, los “ilustrados”, que dieron paso a la Revolución Francesa y, en general, a una mejora sustancial de las condiciones vitales de los europeos. Se cuenta que uno de esos “ilustrados”, ante la dificultad de seguir viviendo, se suicidó con la aguja de un compás. Era el enlace con la generación siguiente, la de los románticos.

Hay más asociaciones con la luz, ese elemento tan misterioso. Una “lumbrera” es un individuo más allá de lo normal; ilumina a los demás con su talento, su creatividad. A veces, el término se utiliza, de forma irónica, para ridiculizar a la persona que pasa por culta y no lo es tanto. De forma más auténtica, se dice que una persona “está en el candelero” cuando disfruta de un merecido prestigio. Las candelas son las velas. La imagen es, otra vez, la de las luces asociadas a la inteligencia, la cultura. La “lumbre” es el fuego controlado, el de la cocina o la chimenea. De ahí, que “relumbrar” sea la fascinación que suponen las brasas o las llamas. En algunas películas o en las imágenes de la Casa Blanca (de los Estados Unidos), vemos ese ingenuo dispositivo de la chimenea con llamas de imitación. La cosa es conseguir el ambiente cálido y hogareño del fuego de la chimenea.

En la tradición popular, “hay tres jueves en el año que relumbran más que el Sol: Jueves Santos, Corpus Christi y el Día de la Ascensión”. Bueno, quizá, eso era antes.