¿No sería conveniente dar la palabra al noble pueblo español para que se equivoque nuevamente por sí mismo?
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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL
Es una inveterada costumbre en los dirigentes políticos españoles que todos acepten, como un hecho revelado, que son, en sus personas, providenciales e insustituibles Esa psicopatía, que los encumbra al poder, acaba siendo letal para sus seguidores o discípulos, y, por supuesto, también para ellos. Y lo peor es que acabamos pagando las consecuencias hasta los que somos escépticos ante esas supuestas cualidades, heredadas de la vieja doctrina del origen divino del poder. L´état c´est moi.
El caudillismo vive en el imaginario político español y sus 'líderes' suelen ser todos ellos 'queridos líderes' figura repulsiva, norcoreana, y escasamente democrática. Figura ésta, por cierto, la del Caudillo, que exportamos con éxito a Hispanoamérica, a cambio del tomate y la patata.
Pero aquí definitivamente sigue latente como esas enfermedades que se transmiten de generación en generación. Como la hemofilia de los Romanov, acaba aflorando insospechadamente en nuevas generaciones de políticos, a las que se suponía que, modernos y europeos, estaban libres de la plaga.
Rajoy ha decidido, como un Sansón cegado y atado a las columnas por sus enemigos, sucumbir con su régimen y sus huestes. El problema es que Sansón destruyó con su supremo sacrificio de derribar las columnas con sus renovadas fuerzas, no solo a si mismo, sino a sus enemigos, los filisteos. Y nuestro ya expresidente ha optado por el fuego amigo, destruyendo con su no dimisión lo que quedaba de su partido que silente y respetuoso, contempla el desaguisado. ¿Tan difícil era dimitir, como casi le suplicaba un Pedro Sánchez titubeante? ¿Sigue siendo en España dimitir un verbo ruso?
¿No sería conveniente dar la palabra al noble pueblo español para que se equivoque nuevamente por sí mismo?
Los filisteos de esta historia, y que no han sido destruidos por el coletazo final del héroe encadenado, sino antes bien reforzados, son todos esos grupúsculos parasitarios nacionalistas, que viven en el orden constitucional con la única pretensión de demolerlo. Al igual que las termitas, no viven en la casa sino que se la comen, mientras los dueños no quieren ver, porque es una lata, o “un lío” como decía el propio Rajoy, que las vigas ya están podridas.
Un Rajoy estupefacto y asombrado ha visto con horror como el PNV ante el que se prosternaba constantemente para no abrir más frentes, y agasajaba y alababa su lealtad, muerde esa mano con la que lo acababa de alimentar con más de quinientos millones de euros. Fondos con los que jamás ha premiado a Murcia, o a la Rioja, por ejemplo.
La termita insaciable del nacionalismo ha crecido ya tanto que el edificio constitucional se tambalea. Los dos supuestos partidos nacionales españoles de ese bipartidismo que deseaba nuestro sistema electoral no son capaces de acometer o pactar con una reforma de la Ley electoral para expulsarlos del Congreso para siempre, para que ninguno de los dos partidos compre adhesiones con nuestro dinero: suprema corrupción practicada ante nuestras narices con los muy dialogantes filisteos.
La no dimisión, la renuncia a las elecciones, el Gran Juego, en el que estamos metidos por intereses particulares, es como una pataleta del líder atónito y sonado, que no entiende la deslealtad de sus bien cebados enemigos. No entiende la naturaleza del escorpión y cree en el fondo que merecemos pagar el precio del desgobierno que se avecina. O yo, o el caos que os merecéis.
El caudillismo vive en el imaginario político español y sus 'líderes' suelen ser todos ellos 'queridos líderes' figura repulsiva, norcoreana, y escasamente democrática. Figura ésta, por cierto, la del Caudillo, que exportamos con éxito a Hispanoamérica, a cambio del tomate y la patata.
Pero aquí definitivamente sigue latente como esas enfermedades que se transmiten de generación en generación. Como la hemofilia de los Romanov, acaba aflorando insospechadamente en nuevas generaciones de políticos, a las que se suponía que, modernos y europeos, estaban libres de la plaga.
Rajoy ha decidido, como un Sansón cegado y atado a las columnas por sus enemigos, sucumbir con su régimen y sus huestes. El problema es que Sansón destruyó con su supremo sacrificio de derribar las columnas con sus renovadas fuerzas, no solo a si mismo, sino a sus enemigos, los filisteos. Y nuestro ya expresidente ha optado por el fuego amigo, destruyendo con su no dimisión lo que quedaba de su partido que silente y respetuoso, contempla el desaguisado. ¿Tan difícil era dimitir, como casi le suplicaba un Pedro Sánchez titubeante? ¿Sigue siendo en España dimitir un verbo ruso?
¿No sería conveniente dar la palabra al noble pueblo español para que se equivoque nuevamente por sí mismo?
Los filisteos de esta historia, y que no han sido destruidos por el coletazo final del héroe encadenado, sino antes bien reforzados, son todos esos grupúsculos parasitarios nacionalistas, que viven en el orden constitucional con la única pretensión de demolerlo. Al igual que las termitas, no viven en la casa sino que se la comen, mientras los dueños no quieren ver, porque es una lata, o “un lío” como decía el propio Rajoy, que las vigas ya están podridas.
Un Rajoy estupefacto y asombrado ha visto con horror como el PNV ante el que se prosternaba constantemente para no abrir más frentes, y agasajaba y alababa su lealtad, muerde esa mano con la que lo acababa de alimentar con más de quinientos millones de euros. Fondos con los que jamás ha premiado a Murcia, o a la Rioja, por ejemplo.
La termita insaciable del nacionalismo ha crecido ya tanto que el edificio constitucional se tambalea. Los dos supuestos partidos nacionales españoles de ese bipartidismo que deseaba nuestro sistema electoral no son capaces de acometer o pactar con una reforma de la Ley electoral para expulsarlos del Congreso para siempre, para que ninguno de los dos partidos compre adhesiones con nuestro dinero: suprema corrupción practicada ante nuestras narices con los muy dialogantes filisteos.
La no dimisión, la renuncia a las elecciones, el Gran Juego, en el que estamos metidos por intereses particulares, es como una pataleta del líder atónito y sonado, que no entiende la deslealtad de sus bien cebados enemigos. No entiende la naturaleza del escorpión y cree en el fondo que merecemos pagar el precio del desgobierno que se avecina. O yo, o el caos que os merecéis.