Sacaron mis carnes y las metieron una y mil veces en la pira, pues tal era el temor que tenían a la verdad, que ni viéndome muerto podían descansar tranquilos, ya que la fe, la razón y Dios Padre misericordioso son por sí y en sí, cada uno de ellos, la fuerza más extraordinaria que nadie pueda imaginar siquiera jamás
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SAVONAROLA
Ya sé que sabéis, hermanos míos, que ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río, que tal descubrió aquél que llamaban el Oscuro de Éfeso. Bañarse no, pero contemplar su reflejo una y otra vez, os digo que sí es posible y, harto más, recurrente.
Y es que os he de confesar que este anciano y cansado fraile se siente ahíto de ver su imagen reproducida en otros constantemente. Así sucede una y otra vez desde que, hace poco más de cinco siglos, por orden expresa del infame Papa valenciano, instrumento del demonio y de su familia, los Borgia, unos verdugos me despojaron de mi humilde hábito, me estrangularon en el garrote vil y me arrojaron a la hoguera en que mi cuerpo, si bien magro hasta el extremo, ardió durante horas inflamando con mi luz las negras almas que mi mal procuraron.
Sacaron mis carnes y las metieron una y mil veces en la pira, pues tal era el temor que tenían a la verdad, que ni viéndome muerto podían descansar tranquilos, ya que la fe, la razón y Dios Padre misericordioso son por sí y en sí, cada uno de ellos, la fuerza más extraordinaria que nadie pueda imaginar siquiera jamás.
Una vez reducido a cenizas, afanáronse en arrojar mis restos pulverizados desde el pretil del Ponte Vecchio a las frías y negras aguas del Arno, convencidos de que así dividían mi integridad y, por consiguiente, quebrarían mi voluntad y conseguirían vencerme. ¡Ah, malvados! ¡Ah, bellacos! Cegados por sus vicios y su propia iniquidad resultaron incapaces de ver que el alma de los hombres que confían y proclaman la palabra del Altísimo nunca puede ser doblegada, y que todos sus afanes, no sólo se vuelven en contra del artero y del impío, sino que son el fundamento mismo de su derrota final y principio de todos los males y castigos que, como esos bastones que arrojan los habitantes que pueblan las tierras antípodas, vuelve para cebarse en ellos mismos con setenta veces la fuerza que quisieron infligir a su víctima.
Yo sufrí hasta el extremo las iras y los miedos de esa familia de crápulas y libertinos, esclavos de su impudicia y de pecados que nadie conocía hasta que ellos mismos los inventaron para poder cometerlos y, así, afligir e importunar al Padre.
Y, ¿cuál fue el delito que cometí para merecer tal castigo? Predicar la virtud, señalar sus vergüenzas, poner en evidencia la amplia panoplia de iniquidades que desplegó ese clan de funesta memoria y quemar sus vanidades en la hoguera de la Piazza de la Signoria. Como os digo, amados míos, cada cierto tiempo, veo mi vida reflejada en la historia de otros.
La última de estas veces ha tenido lugar en el pueblo que se extiende al pie de la montaña que dicen descabezó Roldán de un solo tajo con su espada Durandarte, hasta aquella otra en que se alza el congelado hotel de los líos. Allí, perseguido por una jauría de contemporáneos Borgia, un hombre puso orden en la Casa Consistorial.
Rebajó la deuda y acabó con el descrédito en que los mayores de la infame saga sumieron al municipio, lavando la imagen de la institución.
En tanto, el funesto pope azuzó contra él a toda la familia. Hermana y sobrinos saltaban alternativamente al cuello de quien sólo quería poner armonía, disciplina, paz y equilibrio en el intrincado caos del infierno diseñado por largas décadas de gobierno en beneficio del afán y el egoísmo propio.
«¡Mi tesoro, mi tesoro!», cuentan que se oía gritar desde las alturas del Canillar al tío de sus sobrinos, con los ojos inyectados en sangre apuntando fijos al edificio que se alza en el número 1 de la Plaza del Castillo mientras acariciaba, con su mano izquierda el lomo velludo y suave de un gato, y el facsímil de un Goya con la derecha.
La jauría de perros ladraba y, babeante, lanzaba dentelladas al aire en los etéreos pasillos de los juzgados. No pedía justicia, sino venganza, exigiendo el reintegro de un patrimonio que, sin pertenecerle en puridad, que el jefe de la manada no fue capaz de conservar ni aún ejerciendo todas y cada una de las malas artes que fue capaz de emprender.
Y, por malas artes, mis queridos hermanos en Cristo, no me refiero a esas obras que aparecían durante un tiempo, como por ensalmo, en rotondas, parques y plazas de la localidad, pues que gustos hay como colores y no entraré yo en juzgarlos. Hablo del más nefando pecado que en una democracia pueda cometerse, cual es amañar los votos. Por ello el tío fue condenado, indultado y, después, extrañado, muerto políticamente y sepultado en el ostracismo hasta que un día, o una noche, algún aprendiz de brujo osó resucitarlo y hacerlo volver de entre los muertos para dar de comer y de beber a los suyos la carne y la sangre de otros.
En tanto, la diligencia y el buen gobierno ha de expiar culpas que no le pertenecen por capricho de otros y el arbitrio de una justicia que discrimina a su antojo la credibilidad de las pruebas que tiene a su disposición, con sólo un ojo vendado.
Mas la fe, amadísimos hermanos, la razón y Dios Padre misericordioso son por sí y en sí, cada uno de ellos, como yo os digo, la fuerza más extraordinaria que nadie pueda imaginar siquiera jamás. Y así, al cabo de doce lunas, será Dios Pueblo el que haga valer su justicia. Vale.
Y es que os he de confesar que este anciano y cansado fraile se siente ahíto de ver su imagen reproducida en otros constantemente. Así sucede una y otra vez desde que, hace poco más de cinco siglos, por orden expresa del infame Papa valenciano, instrumento del demonio y de su familia, los Borgia, unos verdugos me despojaron de mi humilde hábito, me estrangularon en el garrote vil y me arrojaron a la hoguera en que mi cuerpo, si bien magro hasta el extremo, ardió durante horas inflamando con mi luz las negras almas que mi mal procuraron.
Sacaron mis carnes y las metieron una y mil veces en la pira, pues tal era el temor que tenían a la verdad, que ni viéndome muerto podían descansar tranquilos, ya que la fe, la razón y Dios Padre misericordioso son por sí y en sí, cada uno de ellos, la fuerza más extraordinaria que nadie pueda imaginar siquiera jamás.
Una vez reducido a cenizas, afanáronse en arrojar mis restos pulverizados desde el pretil del Ponte Vecchio a las frías y negras aguas del Arno, convencidos de que así dividían mi integridad y, por consiguiente, quebrarían mi voluntad y conseguirían vencerme. ¡Ah, malvados! ¡Ah, bellacos! Cegados por sus vicios y su propia iniquidad resultaron incapaces de ver que el alma de los hombres que confían y proclaman la palabra del Altísimo nunca puede ser doblegada, y que todos sus afanes, no sólo se vuelven en contra del artero y del impío, sino que son el fundamento mismo de su derrota final y principio de todos los males y castigos que, como esos bastones que arrojan los habitantes que pueblan las tierras antípodas, vuelve para cebarse en ellos mismos con setenta veces la fuerza que quisieron infligir a su víctima.
Yo sufrí hasta el extremo las iras y los miedos de esa familia de crápulas y libertinos, esclavos de su impudicia y de pecados que nadie conocía hasta que ellos mismos los inventaron para poder cometerlos y, así, afligir e importunar al Padre.
Y, ¿cuál fue el delito que cometí para merecer tal castigo? Predicar la virtud, señalar sus vergüenzas, poner en evidencia la amplia panoplia de iniquidades que desplegó ese clan de funesta memoria y quemar sus vanidades en la hoguera de la Piazza de la Signoria. Como os digo, amados míos, cada cierto tiempo, veo mi vida reflejada en la historia de otros.
La última de estas veces ha tenido lugar en el pueblo que se extiende al pie de la montaña que dicen descabezó Roldán de un solo tajo con su espada Durandarte, hasta aquella otra en que se alza el congelado hotel de los líos. Allí, perseguido por una jauría de contemporáneos Borgia, un hombre puso orden en la Casa Consistorial.
Rebajó la deuda y acabó con el descrédito en que los mayores de la infame saga sumieron al municipio, lavando la imagen de la institución.
En tanto, el funesto pope azuzó contra él a toda la familia. Hermana y sobrinos saltaban alternativamente al cuello de quien sólo quería poner armonía, disciplina, paz y equilibrio en el intrincado caos del infierno diseñado por largas décadas de gobierno en beneficio del afán y el egoísmo propio.
«¡Mi tesoro, mi tesoro!», cuentan que se oía gritar desde las alturas del Canillar al tío de sus sobrinos, con los ojos inyectados en sangre apuntando fijos al edificio que se alza en el número 1 de la Plaza del Castillo mientras acariciaba, con su mano izquierda el lomo velludo y suave de un gato, y el facsímil de un Goya con la derecha.
La jauría de perros ladraba y, babeante, lanzaba dentelladas al aire en los etéreos pasillos de los juzgados. No pedía justicia, sino venganza, exigiendo el reintegro de un patrimonio que, sin pertenecerle en puridad, que el jefe de la manada no fue capaz de conservar ni aún ejerciendo todas y cada una de las malas artes que fue capaz de emprender.
Y, por malas artes, mis queridos hermanos en Cristo, no me refiero a esas obras que aparecían durante un tiempo, como por ensalmo, en rotondas, parques y plazas de la localidad, pues que gustos hay como colores y no entraré yo en juzgarlos. Hablo del más nefando pecado que en una democracia pueda cometerse, cual es amañar los votos. Por ello el tío fue condenado, indultado y, después, extrañado, muerto políticamente y sepultado en el ostracismo hasta que un día, o una noche, algún aprendiz de brujo osó resucitarlo y hacerlo volver de entre los muertos para dar de comer y de beber a los suyos la carne y la sangre de otros.
En tanto, la diligencia y el buen gobierno ha de expiar culpas que no le pertenecen por capricho de otros y el arbitrio de una justicia que discrimina a su antojo la credibilidad de las pruebas que tiene a su disposición, con sólo un ojo vendado.
Mas la fe, amadísimos hermanos, la razón y Dios Padre misericordioso son por sí y en sí, cada uno de ellos, como yo os digo, la fuerza más extraordinaria que nadie pueda imaginar siquiera jamás. Y así, al cabo de doce lunas, será Dios Pueblo el que haga valer su justicia. Vale.