No es un hecho

El subtítulo me dejó impresionado: «Es un hecho que todos los niños son ateos y que, si no se les inculcaran las ideas religiosas, siempre lo seguirían siendo». Creo que la autora se debía de referir a «agnóstico» —el que no sabe— más que a «ateo» —el que sabe, pero no cree en dios—. Puede ser una mala traducción porque la autora especifica que la frase la ha tomado del estadounidense Ernestine L. Rose. Si la autora hubiera traducido la frase como «Es un hecho que todos los niños son agnósticos, y que...», pues tampoco estaría muy de acuerdo, porque si los niños no saben y nadie les enseña, ¿cómo han surgido las ideas religiosas? ¿Por generación espontánea?


Niños esperan en Níjar al cartero de los Reyes Magos.

JOSÉ LUIS RAYA

Hace unas semanas, una persona a la que quiero me recomendó una publicación titulada 'Religión en la universidad', cuya autora era doña Coral Bravo; y hubiera sido como otras de tantas lecturas que me recomiendan por Whatsapp o Facebook si no fuese porque ésta me la mandaron con entusiasmo, y porque al ojearla observé que la autora era filóloga. ¡Quizá por eso la leí¡

El subtítulo me dejó impresionado: «Es un hecho que todos los niños son ateos y que, si no se les inculcaran las ideas religiosas, siempre lo seguirían siendo». Creo que la autora se debía de referir a «agnóstico» —el que no sabe— más que a «ateo» —el que sabe, pero no cree en dios—. Puede ser una mala traducción porque la autora especifica que la frase la ha tomado del estadounidense Ernestine L. Rose. Si la autora hubiera traducido la frase como «Es un hecho que todos los niños son agnósticos, y que...», pues tampoco estaría muy de acuerdo, porque si los niños no saben y nadie les enseña, ¿cómo han surgido las ideas religiosas? ¿Por generación espontánea?

Estoy convencido de que la señora Bravo y la propia Ernestine estarían de acuerdo en que la teoría de la evolución explica la existencia del hombre actual, y lo cierto es que la mayoría de los seres humanos profesan una fe, unas creencias, por lo que en algún momento de nuestra evolución hubo un 'cambio' —un gen que mutó— por el que un niño adquirió la particularidad de «tener fe», de saber y que, «por selección natural», la idea religiosa se afianzara en la población, porque le hizo menos propenso a la desaparición. Aunque sólo fuese por el respeto que sienten por Darwin, deberían ser más cautas a la hora de valorar la evolución humana y sus atributos, y evitar juicios sumarísimos.

Pasado el trance del subtítulo, continúa el artículo afirmando: «Durante casi los más de veinte siglos de su existencia, el cristianismo ha ostentado y ha hecho suyo el monopolio de la enseñanza, de la cultura y de la educación»; a esto he de decir que, quizás, gracias a las instituciones eclesiásticas, caído el imperio romano, no se perdió definitivamente todo el saber antiguo; que gracias a los monasterios se pudo conservar parte del saber clásico. Los textos greco-romanos se conservaron, en buena parte, gracias a los monasterios —podrían haberse conservado de otra forma, pero dado que Roma, «la pérfida Roma», sucumbió ante las hordas bárbaras, no me imagino de qué otra forma podría haberlo hecho—. Es pues que a los monasterios se debe que hoy tengamos textos de Platón, de Aristóteles...

Quizá, lo más coherente sea indicar que el saber clásico se quemó por la Iglesia de Roma y se salvó por ella. Es lo que Tom Morris llama «el doble poder». En cualquier caso, la autora podía referirse a los judíos, a los que parece no importó mucho la cultura grecolatina, aunque he de decir en su favor que formaron a niños y niñas en la lectura; o podría haberse referido a los musulmanes, a quienes se atribuye el fin último de la biblioteca de Alejandría, aunque la autora obvia la historia de la región, y afirma con mucho gracejo: «la Biblioteca de Alejandría entera fue saqueada y quemada por los cristianos en siglo IV». En cualquier caso, parece aceptado que Diocleciano, en el siglo IV, quemó los libros sobre alquimia y ciencias herméticas, y eso sin olvidar que en el año 365 se produjo un devastador terremoto que enterró un tercio de la antigua ciudad, incluido el lugar donde supuestamente estaba la biblioteca. Pero eso es historia, y ¿a quién puede interesarle la historia?

En todo caso, si con todo esto no hubiera suficiente, la autora establece que «en los países realmente democráticos la religión está fuera de la educación pública, cuya obligación es ser ideológicamente aséptica». Quizá primero habría que definir qué son «países realmente democráticos», después determinar si «en estos la educación religiosa está fuera de los colegios públicos», y en tercer lugar si la «educación es ideológicamente aséptica» o debería serlo.

En cuanto a «países realmente democráticos», aunque la autora quizá no esté de acuerdo, creo que lo lógico sería irnos al índice de democracia publicado por la revista The Economist, que aunque no sea de su convicción, sitúa a Canadá, Suecia —quizá este deberíamos quitarlo por poner la 'mili' obligatoria—, Noruega y Australia con el índice democrático más alto. Por tanto, si estamos de acuerdo en que si estos países son realmente democráticos, esto es lo que ocurre en sus sistemas educativos:

En Canadá, algunas provincias financian con fondos públicos las escuelas de algunas religiones.

En Australia, el gobierno permite la educación religiosa en las escuelas públicas, impartida generalmente por voluntarios que utilizan los planes de estudios aprobados, con la opción para los padres de que sus hijos no asistan.

En Suecia, las escuelas públicas no ofrecen religión; las privadas sí, aunque éstas son financiadas con fondos públicos.

En Noruega, tanto en las públicas como en las privadas se ofrece enseñanza religiosa.

Así que sólo nos queda determinar si «la educación es realmente aséptica», o mejor preguntarnos si ha de serlo. Yo creo que no; la educación ha de ser plural por aquello de «teme al hombre de un solo libro» (Tomás de Aquino, filósofo y santo por la Iglesia católica). Ha de enseñar conocimientos —«El conocimiento es a la verdad como un mapa al terreno que representa», T.Morris—. Ha de de procurar la felicidad para quien la recibe, en tanto «la felicidad no es una estación a la que se llega, sino una manera de viajar» (M.L. Runbeck) y ha de contemplar que todos somos diferentes, que hay que personalizarla —«Sólo estoy bien conmigo mismo cuando tengo un cincel en la mano», Miguel Angel—. Pero no creo que deba ser aséptica, porque en biología, un medio aséptico se contamina muy fácilmente —«La naturaleza aborrece el vacío», Aristoteles—.

Tan sólo me queda indicar que la Universidad ha de ser un espacio crítico, libre de imposiciones o dogmatismos, y por eso en ella debe estar todo el saber: el divino y el humano, expresados con libertad y tolerancia. La verdad no la tienen ni los ateos ni los cristianos, lo mismo que no la tienen los de la escuela de Chicago o los keinesianistas, ni los platónicos o los aristotélicos; el conocimiento no deja de ser un conjunto de planos que nos permiten entrever la verdad del territorio que representan, y que por tanto al alumno hay que dar mapas para que él se forje su verdad. La educación no está para dar la verdad, sino para dar conocimiento.

Quizá todo devenga de la tolerancia que a la autora le falta para entender que su ateísmo es una forma de agnosticismo —«de no saber»— y quiere que el resto de ciudadanos tampoco sepa, aunque este principio sea contrario a la educación y a la universidad que parece quiere defender, quizá porque en su dogmatismo —me parece que su ateísmo tiene dogma— ha olvidado que «hay cariños que matan» (Mamalola, mi abuela).