LUIS ARTIME
25·03·2016
¿Me creerían ustedes si les dijese que los atentados de Bruselas no me han cogido por sorpresa? ¿Y si les dijera que incluso los esperaba? Claro que, a lo mejor, a ustedes les pasa lo mismo…
No se trata de una boutade, ni de una provocación. Desdichadamente se trata nada menos que de la realidad.
Una realidad constatada, en primer lugar, por el dato de que Bélgica es el banderín de enganche yihadista con mayor número de reclutas enviados a Siria desde Europa.
Después, porque la mayor parte de los atentados que han tenido lugar contra Occidente en general, o contra EEUU o Israel, desde hace más de treinta años —aunque no los más significativos en número de víctimas—, así como el origen de los asesinos de los llevados a cabo en el desgraciado año que llevamos, confluyen en ese país, y sus protagonistas procedían de un barrio concreto de la capital llamado Molenbeek.
Si a eso añadimos que ese barrio, y muchos otros de Bélgica o Francia, constituyen ya territorios perdidos por Occidente, en los que la legalidad nacional no existe en la práctica, entre otras cosas porque los encargados de hacer que se cumpla no se atreven a penetrar sino es protegidos por los grupos especiales de intervención, iremos apuntando otro dato que motiva mi pesimismo.
Si encima comprobamos diariamente que tanto los poderes públicos como los mediáticos mantienen unos discursos ajenos a todo lo que no sea un acercamiento melifluo y plañidero frente al peligro real, y que únicamente nos llaman la atención sobre lo aconsejable que es ir acostumbrándose a convivir con una lista anual de víctimas del terrorismo, como las que nos proporciona la DGT sobre los accidentes de carretera, convendrán conmigo que a lo que más se parece la situación es a una especie de rendición preventiva de Europa.
Tratar de encontrar a los responsables de esta situación de cuerpo a tierra es ocioso. No porque sea difícil dar con ellos. Que va. Todo lo contrario. Sabemos quiénes son con nombres y apellidos.
Son quienes están utilizando el poder que les hemos otorgado para que se ocupen de nuestros intereses, únicamente para inyectar en el continente una anestesia que huele fúnebremente a eutanasia.
No se trata de una boutade, ni de una provocación. Desdichadamente se trata nada menos que de la realidad.
Una realidad constatada, en primer lugar, por el dato de que Bélgica es el banderín de enganche yihadista con mayor número de reclutas enviados a Siria desde Europa.
Después, porque la mayor parte de los atentados que han tenido lugar contra Occidente en general, o contra EEUU o Israel, desde hace más de treinta años —aunque no los más significativos en número de víctimas—, así como el origen de los asesinos de los llevados a cabo en el desgraciado año que llevamos, confluyen en ese país, y sus protagonistas procedían de un barrio concreto de la capital llamado Molenbeek.
Si a eso añadimos que ese barrio, y muchos otros de Bélgica o Francia, constituyen ya territorios perdidos por Occidente, en los que la legalidad nacional no existe en la práctica, entre otras cosas porque los encargados de hacer que se cumpla no se atreven a penetrar sino es protegidos por los grupos especiales de intervención, iremos apuntando otro dato que motiva mi pesimismo.
Si encima comprobamos diariamente que tanto los poderes públicos como los mediáticos mantienen unos discursos ajenos a todo lo que no sea un acercamiento melifluo y plañidero frente al peligro real, y que únicamente nos llaman la atención sobre lo aconsejable que es ir acostumbrándose a convivir con una lista anual de víctimas del terrorismo, como las que nos proporciona la DGT sobre los accidentes de carretera, convendrán conmigo que a lo que más se parece la situación es a una especie de rendición preventiva de Europa.
Tratar de encontrar a los responsables de esta situación de cuerpo a tierra es ocioso. No porque sea difícil dar con ellos. Que va. Todo lo contrario. Sabemos quiénes son con nombres y apellidos.
Son quienes están utilizando el poder que les hemos otorgado para que se ocupen de nuestros intereses, únicamente para inyectar en el continente una anestesia que huele fúnebremente a eutanasia.