Eufemismos y disfemismos


..

AMANDO DE MIGUEL

El lenguaje se inventó para entenderse; pero, también, para dificultar la comunicación, especialmente, el que se emite desde el poder. Se arma, a veces, de continuas equivalencias para no alarmar al pueblo. Por ejemplo, los Estados más señeros del mundo llevan muchos lustros con el empeño de acabar con el hambre generalizada (la hambruna) en los países pobres. Ahora, han fijado la mágica fecha de 2030 (léase “veinte treinta”) para conseguir esa meta. La erradicación de la pobreza y el hambre extremas supondría una completa igualdad de recursos, no, solo, económicos (propiedad, ingresos, beneficios), sino anímicos, de voluntad. Es algo, perfectamente, utópico, en el sentido de irreal. Podrán reducirse mucho las desigualdades sociales, pero, su completa desaparición no pasa de ser un ingenuo sociologismo, vamos, una superchería. Otro tanto se podría decir de la violencia extrema y otras formas de marginación, como la escasa inteligencia o de motivación para esmerarse.

Como se trata de un objetivo muy difícil de cumplir, lo que ha hecho el poder establecido es sustituir la “hambruna” por “inseguridad alimentaria”. El eufemismo suena mejor.

Otra innovación léxica muy celebrada es la aplicación del adjetivo “verde” a un sinfín de procesos energéticos, como las centrales nucleares, que, en su día, fueron “atómicas”. Ya de puestos, el “hidrógeno verde” se vende muy bien. Con el mismo color se viste la publicidad de muchos artículos. Algo parecido sucede con el calificativo de “ecológico”, que suena entre científico, limpio y progresista. Una ulterior ventaja para los comerciantes es que los productos de alimentación, así, etiquetados, soportan precios un poco más altos.

Hay muchos más recursos en el ramo de la alimentación, con los precios, irremisiblemente, al alza. Si un alimento procesado (y lo son la mayoría) muestra la cautelosa etiqueta de “bajo en sal, en grasa o en azúcar”, justifica que sea un poco más caro. La suerte para los comerciantes es que estamos a punto de fijar la gran división binaria de la población talludita: los diabéticos y los prediabéticos. Y, encima, casi, todos ellos atribulados por el dichoso “colesterol” (el malo).

Los eufemismos destacan en la presentación oficial de las cifras del empleo. Una economía turística, como la española, y poco dada a la ética del esfuerzo, lleva a un abultado estrato de la población laboral, los que antes se llamaban “jornaleros eventuales”. Es decir, su jornada es reducida e intermitente. La solución estadística es sacarlos de la categoría de “parados” (aunque pueden cobrar un subsidio de paro) y colocarles el marbete de “fijos discontinuos”. Así, se puede presumir, oficialmente, de que España se adelanta a otros países europeos en la “creación de puestos de trabajo”. Lo cual es una falacia.

La retórica oficial lleva a otros caprichos léxicos, incluso, en la dirección contraria de fijarse en los “disfemismos”, que no son solo, el producto del habla tartamuda. Implica dar la vuelta a los argumentos de la parla oficial para convenir el efecto suasorio deseado.

El recurso al disfemismo no es, solo, cuestión de elegir unas palabras u otras; es la manera de aproximarse a ellas para cumplir el efecto deseado, que es el de confundir un poco. Tomaré un ejemplo reciente en la vida pública española. La ocasión ha sido la visita del presidente de Colombia a España. Naturalmente, se planteó el espinoso asunto de la “lucha contra la droga”. La cortesía diplomática obligaba a que los dos presidentes, el colombiano y el español, manifestaran estar acordes. Empero, el mandatario colombiano se salió, olímpicamente, por la tangente. Su opinión fue la de lamentarse de la irrupción de las drogas sintéticas en los Estados Unidos, más potentes y baratas. Es decir, el nuevo fenómeno suponía un obstáculo para la exportación de cocaína por parte del “narcotráfico” colombiano. En síntesis, la consabida expresión de “lucha contra la droga” era un disfemismo para el presidente de Colombia. Por cierto, quien había acabado de vituperar al “esclavismo” de los conquistadores castellanos en América. Pero, en esta ocasión, recibió del Gobierno español la Gran Cruz de Isabel la Católica, a la que el pícaro colombiano no hizo ascos.