Conversaciones en el Metro


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Los espectadores salimos del teatro cabizbajos y un poco aturdidos.

La renovación del Consejo General del Poder Judicial, ese tercer Poder del Estado, del que al parecer todo el mundo hablaba en el metro, con la misma pasión con la que los pescadores de Bizancio discutían sobre el “filioque”, ha llegado a feliz término. Finaliza el primer acto.

Sus integrantes, jueces y juezas adornados con ese vaporoso “reconocido prestigio”, que se exige a las altas magistraturas, ya pueden descansar, una vez apartados y marcados con los hierros y las etiquetas de “conservadores” y “progresistas”, distintivos de deshonor que se sobreponen y anulan a las de “independientes”, quimérica ganadería en extinción que nunca llegará a nada, por no producir suficiente carne ni leche.

El poder Judicial del Estado, que el ingenuo de Montesquieu, pensaba que por nuestro bien y nuestra libertad debería ser independiente del Legislativo y del Ejecutivo, fundidos estos en un solo bloque, se consolida en la poderosa aleación del Poder con la que los autócratas, y los alquimistas a su servicio, siempre soñaron.

Con este criterio de adjetivación necesaria, cuando alguien necesite un mecánico o un fontanero, debiera examinarle previamente para averiguar, antes de contratarlo, si el hombre es conservador, progresista o ni carne ni pescado. Como dijo Ronald Reagan al cirujano que iba a operarlo: “espero que sea usted un buen republicano”…

Hay que reconocer que ya nada se nos oculta. Ya no hay esos “jueces en Berlín” de los que presumía el modesto molinero ante las pretensiones de Federico el Grande.

Estas componendas se hacían antes, en los lejanos tiempos del bipartidismo, con una discreción que nos evitaba al menos la humillación de contemplar como se nos gobierna.

La preocupación por este órgano, se nos dice claramente, no es una preocupación por la calidad de la justicia española, cada vez menos independiente y más servil, sino por la necesidad estratégica de colocar en el Tribunal Constitucional a Cándido Conde Pumpido, ese juez que confraternizaba con el poder tragando los sapos necesarios para decir aquella bella frase, ya inmortal: “las togas deben mancharse con el polvo del camino”, para justificar, aunque fuese injustificable, aquello que al poder ejecutivo/legislativo mejor conviniese. Ese será el segundo acto de la tragicomedia.

Una vez desmenuzado, con premios, castigos y ninguneos, el Poder Judicial, los obstáculos han sido removidos. Se dará por bueno el proceso de descomposición del estado y ya veremos lo que se hace con los restos del naufragio.

Al igual que los diputados, supuestamente no sometidos a mandato imperativo, votaron con la unanimidad de un coro de tragedia griega la despenalización de la sedición, la reducción de penas al delito de malversación, delito que, por cierto, solo pueden cometer determinadas categorías de ciudadanos, esos jueces, mansos sin peligro, votarán lo que tienen que votar, dando el espectáculo de luz y sonido que sin pudor se nos anuncia.

Lo que nos depara el tercer acto, todavía está por ver.