Ínclitas estafas ubérrimas


..

AMANDO DE MIGUEL

Si la mímesis del famoso verso de Rubén Darío pudiera parecer atrevida, quédese el lector con un título más prosaico: “Oscuros negocios con la garantía del Estado”. Es decir, alguien, con el apoyo del aparato público, se enriquece de forma extraordinaria, contando con la buena fe del vecindario. Tal comportamiento se fundamenta en la función real del sistema fiscal: el Estado sube los impuestos para, así, proporcionar más ayudas a la población, teóricamente, la considerada como “vulnerable”. El círculo puede ser contemplado como vicioso o como virtuoso. Todo depende de la sensibilidad del observador.

El negocio más silencioso para el Fisco es la inflación desbocada. Equivale al hecho de que el dinero vale, cada vez, menos. Empero, dada tal situación, las arcas públicas reciben, cada vez, más ingresos de forma automática. Es cosa sabida.

Más sutil es el negocio de los contenedores, que proliferan por todas partes como un servicio público. No me refiero a lo evidente: que su fabricación debe de proporcionar pingües beneficios. Lo que se acerca a la estafa colectiva es el hecho de que, en dichos contenedores, todos depositamos, de forma gratuita, papel, vidrio, plásticos, chatarra, etc. Ese inmenso caudal funciona como una generosa corriente de materias primas para su transformación. Los solícitos ciudadanos nada ganan con ello, sí las desconocidas empresas de reciclaje. Recuerdo un tiempo lejano en que toda esa actividad de recoger papel viejo, chatarra, etc. suponía una cierta remuneración a los que entregaban tales materiales a los compradores o intermediarios Todo eso, ya, no existe.

Lo anterior es peccata minuta, comparado con el inmenso negocio de las pensiones, cuyo beneficiario directo es el Fisco. Durante la larga etapa de la vida con una ocupación, la ley obligaba a entregar, gratuitamente, una parte del sueldo a la Seguridad Social, un poco en calidad de “préstamo”. La condición era que, sobrevenida la jubilación, al Estado devolvía ese préstamo en forma de pensión. Solo, que, en ese segundo acto, el Fisco retiene un generoso impuesto, llamado “de valor añadido”. Realmente, habría que llamarlo “de valor sustraído”. La gran estafa es, todavía, mayor cuando el sujeto muere antes de llegar a la jubilación. Sus herederos no reciben ni un céntimo de aquel lejano “préstamo” que el finado hizo, en su día. El Estado justifica su voracidad en vista de las muchas subvenciones y ayudas a todo tipo de empresas, oenegés, chiringos, asociaciones, sindicatos, etc. Son la clave de la legitimidad de ejercicio de un Gobierno.

A propósito de los impuestos. Se entiende la lógica de cobrarlos cuando se produce una compra de algún bien o servicio. Pero no cuando se grava la simple propiedad. El ejemplo típico es el “impuesto de bienes inmuebles” (IBI). El cual equivale, en la práctica, a pagar al Ayuntamiento una especie de extraño alquiler por la propiedad de la vivienda que ostenta el contribuyente. En cuya adquisición, ya, mereció una larga cadena de licencias, impuestos y otros gravámenes. Se comprende que los Ayuntamientos necesiten cobrar impuestos para atender a las necesidades del vecindario. Pero, bastaría con los que se derivan de la compra de bienes o servicios.

Lo peor de todas las estafas dichas (o, si se prefiere, negocios oscuros) es que no lo parecen. Es más, se muestran como acciones públicas desinteresadas, imposible de ser denunciadas como arbitrariedades. Ni siquiera queda claro quién es el beneficiario. Al menos, sabemos que el perjudicado es el paciente censo de la población.

Son muchas las personas que no admiten la interpretación que yo acabo de dar a todas esas prácticas. Al revés, considerarán que, lejos de sentirse estafados, se ven ensalzados como auténticos “ciudadanos”. Constituyen el grueso de la población, políticamente, integrada. Son los eventuales votantes del PSOE e, incluso, del PP. Se corresponden con la idea del “macizo de la raza”, que, otrora, Dionisio Ridruejo utilizó para fundamentar la sustentación del régimen de Franco. Esa es la verdadera constitución de la sociedad española, a prueba de “transiciones”.