Para leer en el ascensor


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AMANDO DE MIGUEL

Numerosos científicos, profesionales o ensayistas escriben libros para difundir sus conclusiones, hipótesis. Lo más sólito es que les falten ideas para rellenar tanto papel. Por eso suelen abusar de frases largas, reiteraciones, paja retórica. Así, que, en la práctica, muchos de tales libros se podrían haber condensado en unos pocos párrafos, en simples artículos. La consecuencia práctica es que los libros colectivos (de varios autores) resultan mucho más provechosos para los lectores atareados que los de autor único. Hay, también, una economía de la lectura. Empieza por percatarse de que, en las primeras frases de un párrafo, hay más sustancia que en las finales.

Si a los textos impresos se junta los que recibimos, a todas horas, por los artefactos internéticos, el resultado es que no hay tiempo material para digerir tanta letra. No digamos si, encima, hay que añadir las palabras e imágenes que nos llegan de forma oral o visual. No damos abasto. Menos mal que, en la cascada de mensajes recibidos, abundan las reiteraciones. Por tanto, tampoco, hay que quedarse con todo lo que llega.

Procede desarrollar algunos trucos para sacar todo el partido a la inversión lectora. Por ejemplo, no hay que tener empacho en saltarse una ristra de frases interrogativas de un texto cualquiera, siempre, que no sea un cuestionario o algo parecido. Repárese que, en un encuentro entre dos interlocutores, las frases interrogativas de saludo, simplemente, no se oyen; son, más bien, fórmulas de cortesía para facilitar la sustancia de la conversación. Si bien se mira, un intercambio de frases es, ya, una especie de agresión. Habrá que suavizarla, si queremos seguir conviviendo. Una ayuda puede ser la colaboración del cuerpo entero con los gestos, las sonrisas.

La tradición española de la redacción de los libros profesionales, académicos o de ensayo es muy escolástica, en su peor sentido. Quiere decir, que se recrea mucho en glosar o citar a otros escritores, normalmente, para elogiarlos. Es mejor que sean extranjeros. Funcionan más como autoridades que como testigos. El lector, atento al principio de economía, hará bien en saltarse esa floresta de frases de otros. Será mejor pasar, rápidamente, a lo que piensa el autor de la obra que está leyendo. Puede resultar frustrante comprobar que, en el fondo, no tiene nada que añadir.

El texto es tanto como decir el “tejido” o hilos entrecruzados de frases y palabras. No las leemos aisladas, sino que captamos su conjunto al primer golpe de vista y de inteligencia. Se obtiene, así, un dibujo de la realidad a la que alude, formado por la trama y la urdimbre de las ideas, un centón de observaciones.

En la Edad Media, los textos y las escrituras, por antonomasia, se desprendían de la Biblia. Había que interpretar todo ese material en su conjunto. Esa noción se fue ampliando a todo tipo de escritos. Se tardó siglos en escribir las frases, separando las palabras y los espacios o pausas con puntos y comas. Por eso, normalmente, se leía en voz alta o, por lo menos, musitando. Todavía, hoy se arrastra la inercia de no distinguir bien las pausas dentro de una oración, aunque, ahora, se lea sin tener que pronunciar en voz alta. En la práctica, no se ha normalizado del todo la ortografía de la puntuación. Cada maestrillo tiene su librillo.

La lectura de un texto permite una figuración muy útil; es como revivir una conversación con el autor, que no se halla presente. El texto equivaldría a una grabación de un autor ausente, incluso, que falleció hace tiempo. Scripta manent.

En nuestra cultura, se concede una especial poder informativo, probatorio e, incluso, taumatúrgico, a los escritos. No digamos si vienen firmados. La culminación de ese respeto es un escrito notarial, por otra parte, de difícil interpretación por un profano. En el dominio de las profesiones o el funcionariado, un “informe” o un “certificado” es un escrito con un valor singular.

En una conversación, uno puede matizar, corregir lo dicho, desdecirse; y no pasa nada. En un texto escrito, el contenido resulta inconmovible. Naturalmente, el autor puede retocarlo con otro, aunque, resulta difícil retractarse. Es otra forma de decir que “los escritos permanecen”.