El Piyayo


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Don Juan Carlos de Borbón pasará a la Historia, como casi todos los reyes españoles, con un apodo: “El Sabio”, ”El Santo”, “El Casto”, ”El Batallador”... Esos están ya cogidos majestad, y no todos le cumplen.

En la monarquía española, como en los pueblos, sigue manteniéndose esa antigua tradición de que se conozca a la gente por apodos, al extremo de que, en algunos sitios, a casi nadie se le conoce por su nombre, por lo que, para identificarlos debidamente, suelen incorporarse a las esquelas que cierran modestamente el libro de sus vidas.

Me temo que la posteridad a Don Juan Carlos I lo conocerá como “El Campechano” o “El Emérito”.

No siendo yo - ni él tampoco- especialmente monárquico, sin embargo Don Juan Carlos me inspira el sentimiento que a José Carlos de Luna le inspiraba el estribillo de “El Piyayo”, ese poema rancio de otro tiempo.

¡ A chufla lo toma la gente
y a mi me da pena
y me causa un respeto imponente!.

Hay algo entre dramático y trágico en el destino de cualquier rey, y ese sería un buen argumento para evitar la monarquía, mucho mejor que las monsergas democráticas de los republicanos. Un rey es alguien que, a cambio de vivir en una jaula de oro como una exótica ave, jamás disfrutará del secreto placer de caminar entre la muchedumbre con las manos en los bolsillos. Por todo se paga siempre, por lo que se hace y por lo que deja de hacer.

Los envidiosos ven los privilegios sin observar las servidumbres, a veces insoportables, que comportan. El rostro serio y un poco triste de Felipe VI asume el destino que le tocó, como todos asumimos el que nos toca.

Don Juan Carlos, a una edad en la que uno ya, sea príncipe o mendigo y haga lo que haga, es inviolable sin apelar a la Constitución, no entiende su destierro en el desierto. Que no lo dejen matar osos o elefantes, mantener queridas ni vivir como lo que quizás él soñó que era la vida de un rey.

Su infancia no fue envidiable y su riqueza nunca se acercó ni siquiera de lejos a la del principado de Mónaco. Lo que fue pispando por ahí, como Rey midas comisionista, otros u otras lo disfrutarán.

Me recuerda un poco, viejo y maltrecho, y por fin inocente, al triste final de Casanova, que ese sí, sin ser rey, disfrutó de la vida como cuenta en la mejor autobiografía que jamás se ha escrito.

En sus últimos años, perdió sus fuerzas y cambió su fortuna y, confinado casi por caridad como bibliotecario en el húmedo palacio de un aristócrata, en un remoto pueblo de Bohemia, olvidado de todos, y despreciado por la servidumbre con la que tenía que convivir, convirtió los recuerdos de su fantástica vida, un monumento literario, en el mejor regalo para una posteridad, que jamás le importó.

Don Juan Carlos, queriendo apurar hasta las heces la copa de la vida, viejo como la impertérrita Reina de Inglaterra, viejo como los Rolling Stones, tendrá un mal final, que no se merece. Después del escarnio, cuando muera, vendrán los ditirambos.

Todos, malditos envidiosos, merecemos compasión, y él, y todos los viejos libertinos, también.